El filósofo mexicano Francisco Ugarte se acerca en su última propuesta, Envidia de la mala, envidia de la buena, publicada por Rialp, a uno de los vicios cotidianos más extendidos, del que todos –lamentablemente, no caben aquí excepciones– haríamos bien en prevenirnos. El autor señala que la envidia no es un tema popular, que resulta desagradable referirse a ella, que es difícil de aceptar porque se trata de un sentimiento muy negativo. Por esta tendencia a rehuirla, y porque su influencia en el comportamiento humano es constante, resulta este libro tan útil y pertinente. Haga las veces de recomendación esta entrevista. JULIO MOLINA
PREGUNTA. ¿Cómo definiría usted la envidia? ¿Qué definición, de cuantas se han elaborado a lo largo de los tiempos, considera más acertada?
RESPUESTA. Malestar, en forma de tristeza o enojo, ante el bien ajeno.
P. Imagino que la envidia ha existido desde siempre, desde que el hombre es hombre.
R. En la Biblia encontramos abundantes testimonios de la presencia de la envidia entre los hombres, desde el principio. Por ejemplo, por envidia Caín mató a su hermano Abel (Génesis); el rey Saúl intentó matar a David (1 Samuel); los apóstoles se indignaron contra Santiago y Juan (San Mateo); Jesús fue condenado a muerte (San Mateo y San Marcos).
P. ¿Nacen unas personas más envidiosas que otras? ¿Hasta qué punto nuestra naturaleza nos predispone a serlo?
R. La inclinación a la envidia se da, en diversos grados, en toda persona humana, ordinariamente desde la infancia. Sin embargo, la educación recibida en los primeros años de vida es determinante para que esa inclinación disminuya o crezca. Por ejemplo, cuando los padres hacen comparaciones entre los hijos, muestran preferencias por unos y desinterés por otros, les generan la envidia.
“La inclinación a la envidia se da, en diversos grados, en toda persona humana”
P. ¿Se manifiesta sólo cuando sentimos que en la comparación con otro u otros salimos mal parados? O, dicho de otro modo, ¿va y viene la envidia, manifestándose o bien permaneciendo latente, según sean nuestras circunstancias personales?
R. La comparación con los demás puede ser fuente de envidia si quien se compara se siente inferior, por falta de autoestima, o si se siente superior y no está dispuesto a que nadie lo supere. En estos casos la envidia permanece latente y puede aflorar en cualquier momento, con diversos grados de intensidad, según con quién se haga la comparación.
P. ¿Existen personas en absoluto envidiosas?
R. El único modo de superar completamente la envidia es amando intensamente, con un amor que lleve a desear de verdad el bien del otro y, consecuentemente, a alegrarse cuando lo posea. Pienso que esto sólo es posible en sentido pleno cuando la persona se sabe y se siente amada por Dios.
P. El envidioso, ¿lleva en el pecado la penitencia? ¿Cuánto pesa la envidia sobre los hombros de uno?
R. Quien padece la envidia se daña a sí mismo porque se amarga la vida, se hace infeliz, pero además procura causar daño al envidiado, con lo que su infelicidad se incrementa.
P. ¿Qué relación guarda la maledicencia y la envidia? ¿Cuáles son, o pueden ser, las dañinas consecuencias de la envidia?
R. La maledicencia es una de las hijas de la envidia, ya que con la crítica se procura disminuir la excelencia del envidiado. Otras hijas engendradas por la envidia, especialmente perniciosas, son la alegría por el mal ajeno y el odio.
“La maledicencia es una de las hijas de la envidia,
ya que con la crítica se procura disminuir la excelencia del envidiado”
P. Celos y envidia, ¿qué distingue a ambos?
R. El efecto es el mismo –el malestar en forma de enojo o tristeza–, pero el origen es distinto: en la envidia puede ser cualquier bien ajeno –algo material, las cualidades del otro, etc.–, mientras que en los celos es el temor a perder el afecto de alguien por intervención de un tercero.
P. ¿Cuál es el antónimo de la envidia?
R. La caridad (amor que produce alegría por el bien del otro) y la conformidad (aceptación del bien ajeno).
P. ¿Me podría dar algún consejo con el que poder prevenirme contra ella?
R. Son muchos los medios que pueden ayudar a evitar o a superar la envidia. Aquí le propongo unos cuantos: aceptarse a sí mismo y valorarse por lo que se es, no por comparación; autoestima y humildad; saberse amado por Dios y contar con su ayuda; amor y generosidad; empatía y gratitud; valorar y disfrutar lo propio; y la emulación, por supuesto.
P. Usted habla en su libro, en efecto, de la emulación, ¿a qué se refiere?
R. La emulación consiste en imitar lo valioso, procurando igualarlo o incluso superarlo. Es lo que algunos llaman “envidia de la buena”, porque es algo muy positivo.
P. ¿Quien emula da prueba de madurez, de humildad, de inteligencia? ¿Cuáles serían los rasgos más definitorios de tal persona?
R. Así es, porque quien emula reconoce con humildad que no posee lo que emula, lo valora con inteligencia y se lo propone con madurez. Esos mismos pueden ser los rasgos definitorios, a los que se pueden añadir el afán de superación y la magnanimidad.
“Quien emula reconoce con humildad que no posee lo que emula,
lo valora con inteligencia y se lo propone con madurez”
P. En España se dice a menudo que la envidia es el deporte nacional. ¿Hay pueblos más envidiosos que otros, o se trata, como intuyo, de un vicio de carácter universal?
Cicerón decía que la envidia es “el vicio más común y universal”. Sin embargo, Unamuno, en el prólogo de su novela Abel Sánchez, recuerda que “Salvador de Madariaga dice que, en el reparto de los vicios capitales, al inglés le tocó más hipocresía, al francés más avaricia y al español más envidia”. Y el propio Unamuno tiene expresiones fuertes hacia sus paisanos cuando afirma que la envidia es “la lepra nacional española”, así como “la íntima gangrena del alma española”. Personalmente prefiero no dar mi opinión, ya que no soy español.
P. Quisiera compartir con usted algunas citas, sobre las que me gustaría que reflexionara muy sucintamente: “¿Qué es un envidioso? Un ingrato que detesta la luz que le alumbra y le calienta.” (Víctor Hugo)
R. Por el contrario, quien vive la gratitud no da cabida a la envidia porque valora y agradece lo que ha recibido.
P. “La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come.” (Francisco de Quevedo)
R. El envidioso, más que desear para sí el bien ajeno, quisiera destruirlo para que el otro no lo posea.
P. “El silencio del envidioso está lleno de ruidos.” (Khalil Gibran)
R. Cuando lo natural sería expresar algún comentario positivo ante el éxito de alguien, el envidioso guarda silencio, y con ese silencio expresa su envidia.
P. “Una demostración de envidia es un insulto a uno mismo.” (Yevgeny Yevtushenko)
R. El daño que la envidia produce recae, en primer lugar, sobre el propio envidioso.