Higinio Marín Pedreño, profesor titular de Antropología Filosófica en la Universidad CEU-Cardenal Herrera (Valencia), compagina su labor docente con el ensayo, en el que con particular agudeza reflexiona sobre el hombre y sus encrucijadas. JULIO MOLINA
PREGUNTA. ¿Cómo describiría usted nuestra época?
RESPUESTA. Por una parte, es un tiempo de escasez de ideas y de inconsistencia. Todo el mundo señala los cambios que suponen las redes, la globalización y la aceleración de los procesos comunicativos y sociales en general. La realidad virtual no sólo duplica o multiplica los planos de la realidad, sino que los cruza hasta reducir lo corpóreo a la sombra física de lo virtual. Por otra parte, la velocidad de los acontecimientos es tal que el futuro se nos queda obsoleto antes de que se haya hecho realidad. El pasado y el futuro pierden consistencia bajo un presente hiperacelerado que engulle a los sujetos en un activismo frenético y muchas veces idiotizante.
El mundo era el escenario donde tenían lugar los cambios biográficos, pero hoy la velocidad punta de cambio del mundo supera a la de personas y comunidades, que sienten la necesidad de anclar sus identidades flotantes en nuevas arcas de Noé tribales o identitarias. Y como las relaciones personales incondicionales están en crisis, la propia identidad se externaliza en creencias y prácticas dietéticas, deportivas, ecológicas y políticas que recaban entusiasmos casi idolátricos.
Pero al mismo tiempo nuestro mundo es el mejor que los hombres han conocido bajo muchos aspectos: el respeto a las minorías y a la libertad individual, el bienestar material, el desarrollo de la medicina y las ciencias aplicadas, el cese de las guerras en amplios territorios y poblaciones. Nuestro mundo se compone de elementos tan enfrentados que su fisonomía es como la de un cubismo imposible.
P. Entiendo entonces que la cuestión sería saber qué es lo que deberíamos preservar.
R. En efecto, como época nos define tanto lo que ganamos como lo que perdemos. Desde luego no sería un error insistir en todos los aspectos novedosos, pero a mi juicio no es menos decisivo el cuarteamiento del sentido común: el final de los marcos compartidos sobre lo verosímil o lo impensable. Diferentes concepciones de la vida las ha habido antes, pero ahora esas diferencias nos parecen disparates que colapsan la posibilidad de discutir, pues la idea misma de lo discutible está en litigio. En el fondo, si todo es discutible dejamos de discutir y empezamos a disputar. Entonces las diferencias se polarizan y las palabras se vuelven inútiles o se transforman en meros instrumentos de poder para arrastrar a una opinión pública impresionable. Si hablar es hacer la guerra por otros medios, la violencia será incruenta y en soporte telemático pero no dejará de ser violencia.
P. ¿Hay una violencia soterrada que se manifiesta en las discrepancias ideológicas?
R. La aguda polarización política que viven las sociedades occidentales es un síntoma que a su vez realimenta la situación. He hablado en uno de mis libros de la “falla occidental” para dar una imagen geológica de esa creciente divergencia que atañe a las ideas con las que nos comprendemos. De ahí estos sismos culturales que parecen quitarnos la tierra debajo de los pies. Vivimos tiempos de cambios geológicos en las ideas y las convicciones. Culturalmente nuestro mundo ya es postcristiano, y la democracia como nuevo sentido común a duras penas consigue moderar las divergencias. En cuanto disminuye la capacidad de consumo o la disponibilidad de los servicios, el desmayo institucional parece inminente. Sólo la satisfacción nos mantiene en paz.
Es muy posible que veamos ocurrir lo que nos parecía impensable, porque grandes estructuras institucionales pueden haber perdido el suelo que las sostenía.
“La democracia como nuevo sentido común a duras penas consigue
moderar las divergencias”
P. Convivir con esos cambios y con ideas con las que estamos en desacuerdo, ¿qué exige de nosotros?
R. Desde luego que revalorizar el respeto a la libertad ajena; entender la aspiración de los demás a dar la forma que estiman mejor a su vida y, al mismo tiempo, no renunciar a dar razón de lo que nos parece mejor o inexcusablemente malo. Respetar formas de vida muy distintas de la nuestra que incluso nos parecen poco o nada recomendables, no es relativismo o tibieza moral. Del mismo modo que dar argumentos sobre lo bueno y lo malo no es agredir, sino todo lo contrario: respetar al otro, poner su capacidad para reconocer lo que nos parece verdad como medida de lo posible en la vida social. A la verdad propia sólo le hace justicia quien respeta la libertad ajena.
La disposición efectiva para la concordia entre discrepantes no es un aspecto blando o colorido de la democracia como sistema de convivencia, sino la imprescindible dimensión subjetiva o personal del orden objetivo institucional y legal. Es necesaria una genuina educación para una ciudadanía que hoy no va más allá de la comunidad de los medios para la subsistencia y la voluntad misma de convivir, cuando la hay. Es necesario ampliar el sentido común y de lo común, restablecer marcos de discusión sobre lo mejor.
Pero además, lo que exige el pluralismo de nuestras sociedades es pensar más y mejor; someter las propias opiniones –y las pasiones– a escrutinios más exigentes. Estos deberían ser tiempos que apreciaran el pensamiento y son lo contrario: puede resultar funesto para nuestra civilización menospreciar nuestra tradición humanística, filosófica o teológica, por ejemplo. Volver a las humanidades sería una buena idea. Y no hacerlo denota una desgraciada falta de sagacidad comprensiva del mundo en que vivimos.
“Dar argumentos sobre lo bueno y lo malo no es agredir, sino todo lo contrario”
P. Restablecer marcos de discusión sobre lo mejor…
R. Sí. Prestar oído a los asuntos de fondo; apreciar las visiones comprensivas de las transformaciones de las ideas y los modos de vida. Reponer la veneración y el cultivo de los clásicos de la literatura, el pensamiento, la espiritualidad, la historia. Yo invertiría en profesores de humanidades y recabaría talento para esas ocupaciones. De ahí surgirán las disposiciones elementales que nos permitirán preservar este mundo en paz y en prosperidad sin exclusiones. Y de ahí surgirán los hábitos de meditar y argumentar las propias posiciones y de comprender mejor las vidas e ideas ajenas, por distantes que sean.
En lo personal sólo aceptamos con facilidad las críticas de quienes nos comprenden, y deberíamos aplicar esa misma ecuación para la crítica social, moral, política o cultural.
P. ¿Y qué habría que cambiar en primer lugar?
R. Desde Maquiavelo y los primeros teóricos de la economía, Occidente ha ensayado la puesta en marcha de un sistema político y económico que pudiera prescindir de la calidad moral de los sujetos, como si el sistema fuera capaz de gestionar sus propios residuos morales y reciclarlos en provecho general. No sólo se tolera el egoísmo general sino que se cuenta con él para que el sistema pueda funcionar del todo bien. El propio mercado o bien el Estado transformarán el mal privado en bien común. Hoy sabemos que esa creencia es falsa, y que las malas prácticas si se generalizan colapsan cualquier sistema político o económico. De hecho, la creencia en la indiferencia del sentido moral de los individuos para que el sistema funcione ha socavado los supuestos morales que lo hacían viable.
Nuestros sistemas de convivencia y de generación de riqueza no pueden gestionar tanta toxicidad moral y requieren una reposición de la responsabilidad personal como centro de su sostenibilidad. Ni la política ni la economía tienen una independencia real de la ética y la antropología: el derecho no basta para vehicular la convivencia, por imprescindible que sea. La democracia sólo funciona bien sobre cualidades personales socialmente extendidas.
P. ¿Se trata de volver a poner al hombre en el centro de lo político y económico?
R. En efecto, necesitamos un nuevo humanismo, una reposición de la centralidad del hombre una vez que ya sabemos que el hombre no es el centro del universo físico y, sobre todo, que no es el centro para sí mismo, porque ese es el egoísmo antropológico que sirvió de base para la fundación de la política y la economía actual.
Lo vimos en la última crisis económica que padecimos. Lo vemos ahora. Economistas y politólogos llevan siglos diciendo que sus respectivos saberes son independientes de la ética y que tienen que serlo para diseñar sistemas viables. Pero si se les pregunta por las causas de las crisis entonces unánimemente aducen malas prácticas de los agentes económicos, y otro tanto hacen con la corrupción de las instituciones políticas. La política y la economía son para el hombre y dependen de él, no al revés. Y esa ordenación no es un mero desiderátum idealista, sino condición de posibilidad para la viabilidad de los sistemas y las instituciones políticas y económicas.