Valladolid, 1961. Escritor y filósofo, fundó hace casi 20 años la Asociación Española de Personalismo, a fin de promover y desarrollar la filosofía personalista. Ya es momento, pues, de hablar con él sobre esta corriente de pensamiento, sobre lo que aporta de nuevo al debate de las ideas y, ya de paso, sobre la familia. JULIO MOLINA

PREGUNTA. ¿Qué me puede decir de esta corriente? ¿Qué es el personalismo?

RESPUESTA. Surge en la Europa de entreguerras, en el siglo XX, primero como una respuesta social al individualismo y al colectivismo –las corrientes de pensamiento dominantes en ese tiempo, que ofrecían, cada una por su lado, una visión de la persona insuficiente–, y luego también como un intento de conciliar la modernidad y el pensamiento clásico en torno a una serie de temas.

P. El individualismo sigue hoy en alza.

R. Sí, pero hay que tener en cuenta que hay muchas variantes y es un término difícil de precisar. Diría que en el mundo occidental se ha impuesto el sistema de mercado y el individualismo, aunque se han establecido límites y no es puro.
El individualismo procede del capitalismo salvaje, de la Revolución Industrial, que promovía a un individuo insolidario en la línea del laissez faire, laissez passer: el gobierno de una mano que regula misteriosamente el mercado, mientras todos buscamos nuestros propios intereses. Es un planteamiento que, en cierto sentido, funciona, pero para el fuerte, no para el débil; el fuerte sobrevive, pero el débil no está en condiciones de hacerlo.
Hoy la sociedad es individualista, pero también hay gente que se preocupa por los demás y tiene en cuenta al prójimo. El florecimiento de ONG e iniciativas solidarias es muestra de ello, y hay que considerarlo para evitar visiones demasiado simplistas.
Y ese individualismo matizado actual se debe en parte a la influencia del personalismo, que tuvo importancia en la construcción de Europa y cuyo influjo se ha trasladado a otras áreas.

P. Lo que es ya prácticamente residual es el colectivismo.

R. En esos años, existían efectivamente también los grandes movimientos colectivistas –fascismo, comunismo–, que defendían la postura contraria: la primacía de un movimiento colectivo, de un proyecto superior a la persona que debía subordinarse a la colectividad. El colectivo ocupaba la posición principal y la persona se convertía, en cierto modo, en un instrumento para el buen funcionamiento de esa colectividad. El marxismo es ejemplo de ello.
De alguna manera todavía subsiste este colectivismo en algunos países, pero es verdad que estaba esencialmente ligado al marxismo y al fascismo y, en ese sentido, casi ha desaparecido.

P. Usted habla del paso de individuo a persona. ¿En qué consiste?

R. El individuo tiene valor por sí mismo –y esa es una buena aportación del individualismo–, pero también debe tener un compromiso social. Ha adquirido una deuda con la sociedad y tiene que preocuparse por ella; la conciencia de ese deber la ha asumido parcialmente la sociedad occidental, y por eso hoy se ponen límites a un individualismo exacerbado. Como dije, en eso ha influido el personalismo. En los grandes fundadores de Europa –Adenauer, De Gasperi, etc.– el personalismo ha influido de manera decisiva.
El tránsito consiste en pasar de una concepción del hombre como alguien que vale por sí mismo pero que, de alguna forma, sólo se preocupa por sus intereses, al concepto de alguien que es valioso por sí mismo pero que no sólo considera que tiene una deuda con los demás sino que sabe que sólo puede llegar a su plenitud a través de la donación y del trabajo junto con el resto de la sociedad.

“El individuo tiene valor por sí mismo, pero también debe tener un compromiso social”

P. Y, según esto, ¿qué hay hoy, más individuos o personas?

R. No lo sé, la verdad. Habría que entrar en la mente de la gente, en sus conciencias, y eso es complicado. Lo que sí es cierto es que hay que proponer ese cambio para que cada vez seamos más conscientes de que hay que darlo.

P. Entonces, la persona en el centro.

R. Sí, la persona como elemento central de la antropología. Para el personalismo la persona no es un tema del que se habla al final, sino el concepto básico del que se parte y que se intenta analizar.
En los manuales de antropología, con cierta frecuencia, se suele hablar primero del mundo inanimado, luego de la vida, las plantas, los animales, del hombre, y solo al final de ese proceso se establece que el hombre es persona, lo más perfecto. Pero en la reflexión antropológica personalista, el proceso se formula al revés: que el hombre es persona es un dato de experiencia y el punto de partida. A partir de ahí se analiza, en profundidad, en qué consiste ser persona.
Poner a la persona en el centro de la antropología significa utilizar ese concepto como estructura clave, y no el de hombre, ni el de naturaleza, ni el de sustancia.

P. ¿Y qué implica poner a la persona en el primer capítulo de ese manual?

R. Significa entender a la persona de un modo determinado. Considerarla, por ejemplo, como un ser unitario de manera fuerte, es decir, no como inteligencia ni alma, sino como el ser que nos encontramos enfrente, que vemos en el mundo.
Esto implica tener una visión profunda de la corporeidad, de que la persona es también un ser corporal con el que me encuentro físicamente a lo largo de mi vida.
El personalista da el paso de la mera materia a la corporalidad. Esta idea está también en otras corrientes como la fenomenología, pero es bastante habitual pensar en el hombre como cuerpo y alma, como alma más materia biológica. Al introducir el tema de la corporalidad, los autores personalistas consideran que esa visión dualista es reductiva: nuestro cuerpo es parte de nosotros, es la persona. No es un soporte biológico en el que se inserta una tarjeta que es el yo, sino que el cuerpo es una dimensión de la misma persona. Por eso, la dimensión corporal tiene tanta importancia a nivel interpersonal: las caricias, los abrazos, las relaciones sexuales, cualquier manifestación corporal tiene una trascendencia personal muy significativa.

P. Otro punto al que usted alude es el de la afectividad.

R. Sí. El personalismo se coloca dentro de la tradición filosófica clásica –Aristóteles, Platón, Santo Tomás de Aquino, San Agustín–, pero también toma elementos de la modernidad. Y, en la tradición aristotélica, ha habido una cierta desconsideración de la afectividad: lo más importante en el hombre era la inteligencia, y después la voluntad. El hecho de que el hombre tuviera afectividad se ha considerado secundario. De ahí que resulte una antropología un poco reductiva, insuficiente para abordar muchos asuntos importantes. Por ejemplo, si se quieren tratar las relaciones interpersonales –el amor, la amistad– de un modo profundo, la reflexión se queda muy corta si no se introduce en esa ecuación la afectividad.

P. ¿La afectividad y la libertad son superiores a la inteligencia?

R. Para Aristóteles lo más importante era la inteligencia, pero esto plantea problemas. Eso querría decir, por ejemplo, que las personas valen más cuanto mayor sea su capacidad intelectual –lo que en cierto modo es verdadero–, pero no creo que de manera radical pueda decirse que una persona ‘vale’ lo que vale su inteligencia. Desde la perspectiva cristiana, lo más importante es el amor. San Pablo, aludiendo a las tres virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, señala que en el cielo sólo permanece la caridad. Esta idea debe tener un reflejo antropológico: no puede ser que a nivel filosófico lo más importante sea la inteligencia, y a nivel vital –para el cristiano– lo sea la caridad. Ahí asoma un problema teórico. En este caso, el cristianismo inspira una perspectiva; no resuelve el problema filosófico, pero lo plantea. Y la experiencia confirma que el hecho de ser libre es más importante para el hombre que el hecho de ser inteligente, aunque no sean separables (no se puede ser libre sin ser inteligente). La libertad es más definitoria de la persona que la inteligencia.

“Aunque libertad e inteligencia van de la mano necesariamente,
ser libre es más importante para el hombre que ser inteligente”

P. ¿Qué puede decirme con respecto a la familia?

R. El personalismo hace una aproximación muy rica y profunda a la realidad de la familia. Juan Pablo II llama a la familia la communio personarum, la comunión de las personas, donde residen las relaciones interpersonales más básicas de cualquier ser humano. La familia es el reino de las relaciones interpersonales. Somos hijos de la relación de nuestro padre y de nuestra madre, y, para la inmensa mayoría de los seres humanos, las relaciones interpersonales familiares son las más importantes de su existencia.
El hecho de que el personalismo dé tanta importancia a la persona –concebida como corporalidad, afectividad, interpersonalidad, etc.– hace que la familia ocupe un lugar primordial. Muchas de las ideas que actualmente se ofrecen para explicar la realidad del matrimonio proceden de un planteamiento personalista que ya aparece expresamente en la Gaudium et spes.
Una idea muy interesante que apunta Juan Pablo II es que la tesis de que cada persona es irrepetible sólo se puede observar y comprobar realmente en la familia. Fuera del ámbito familiar no está tan claro que esto sea así. En particular, a nivel social, somos más bien un número estadístico: si alguien común se muere, la sociedad ni se detiene ni se inmuta. En la familia, sin embargo, se producen vacíos absolutamente incolmables.

P. ¿Considera que la familia atraviesa una crisis?

R. En mi libro Diagnóstico sobre la familia he trabajado el tema de la familia y he procurado distinguir dos fenómenos: crisis y evolución. La familia se ha transformado desde un modelo estable –llamado ‘modelo nuclear’ en sociología–, a otro tipo de familia caracterizado por la incorporación de la mujer al trabajo, que ha desarticulado el modelo previo. Todo eso ha generado una serie de retos y problemas, pero evolución no es crisis; forma parte sencillamente de la transformación natural de la familia que ha de adaptarse a las distintas circunstancias sociales. La sociedad influye en la familia y la familia en la sociedad; a veces hay una visión demasiado estática de la familia que lleva a pensar que ésta debería ser siempre idéntica. En realidad, ahora hay menos hijos, se han modificado los roles desempeñados por el hombre y la mujer, hay mayor esperanza de vida, y la familia debe aprender a gestionar estos cambios.
Pero, paralelamente, se está produciendo una auténtica crisis de la familia como institución, que da lugar, por ejemplo, a la desinstitucionalización del matrimonio, lo que debilita a la familia entendida como lugar estable de nacimiento, de formación, de relación interpersonal. En España esta tendencia se ha potenciado por diversas leyes, como la del divorcio exprés, que ha debilitado enormemente el matrimonio como institución social, devaluándolo al nivel de contrato basura. Y la disolución del matrimonio, de la estructura central de la familia, trae consigo mucha inestabilidad.

P. ¿La sociedad y la filosofía se dan la espalda hoy la una a la otra?

R. Quizás más que en otras épocas, aunque habría que volver al pasado para saberlo con certeza. El problema de hoy en día es que hemos entrado en una sociedad muy superficial, a la que no le interesa la filosofía o los grandes proyectos. Y, a aquellos que sí les interesa, encuentran en parte de la filosofía una actitud similar a la social, un posmodernismo débil que se contenta con intentar dar respuestas a problemas menores o académicos. Y eso acaba decepcionando. Por eso, en cierto sentido, es un buen momento en el personalismo. Este puede ofrecer una visión global y completa de la persona a quien lo desee. El reto para el personalismo consiste en estar a la altura de lo que la sociedad requiere.