Juan Meseguer es poeta y ensayista, además de redactor jefe de Aceprensa, y cuenta en su haber, entre otros trabajos, con el libro Pensamiento crítico: una actitud (UNIR Editorial), en el que defiende la importancia de usar la propia razón, y de usarla bien –de forma ajustada a la realidad–, para adquirir un estilo de pensamiento valioso frente a los tópicos de brocha gorda. JULIO MOLINA
PREGUNTA. En su libro, entiende el pensamiento crítico como una actitud. ¿A qué se refiere?
RESPUESTA. El pensamiento crítico es una disposición que nos mantiene en guardia frente a las estafas intelectuales, vengan de donde vengan. Nos lleva a vivir con el deseo de usar bien el entendimiento, de educarlo para que se acostumbre a preferir los matices y el rigor frente a los tópicos de brocha gorda y la pobreza de pensamiento.
Esta actitud nos sitúa ante el mundo de un modo único. Porque pensamos de forma independiente, no estamos condenados a repetir lo que dice todo el mundo acerca de un libro o de una película, por ejemplo. Podemos sacar nuestras propias conclusiones. Podemos tener un estilo de pensamiento propio, que no siga los dictados de lo que se lleva en el ámbito de las ideas.
Pero la independencia de criterio no es suficiente para tener un estilo de pensamiento valioso. No basta con usar la propia razón ni con atreverse a desafiar las ideas de moda, lo que ya es mucho. Es preciso, además, aprender a usar bien la razón; es decir, “de forma ajustada a la realidad”, en palabras de Alfonso López Quintás. El sentido crítico nos lleva a prestar atención a la realidad, que es la referencia última con la que contrastar la calidad de nuestros argumentos.
Pensar de forma crítica exige tomarse en serio la búsqueda de la verdad, alimentar el deseo de acercarse a ella. Como dice Alejandro Llano, “amar la verdad (…) es el único sendero que nos aparta de los tópicos manidos, convencionales, y nos ayuda a librarnos de la sumisión”. Las destrezas vienen después. Si Sócrates enseña a pensar a través de un diálogo racional es porque está convencido de que, con esa práctica, puede lograr que sus interlocutores adviertan la verdad o la falsedad de sus afirmaciones.
P. La verdad es un concepto problemático…
R. Creo que en la vida cotidiana de las personas no lo es tanto, lo que pasa es que a veces intelectualizamos demasiado este debate. Hasta los relativistas están convencidos de que algunas cosas son verdad. Y los hay con convicciones muy fuertes sobre muchos temas: el concepto de familia, el aborto, el tipo de escuelas que debe financiar el Estado y las que en su opinión no merecen ese apoyo… Es ingenuo pensar que a los relativistas les da lo mismo una cosa y su contraria.
Cada cual tiene su forma de ver el mundo, pero no todas las visiones del mundo reflejan lo que la realidad es. Por muy convencido que esté don Quijote de que los molinos son gigantes, la realidad es que no lo son. Podemos pensar que el sol gira alrededor de la tierra o que no gira nunca, pero lo cierto es que nuestras opiniones no cambian la realidad de los hechos.
El pensador crítico es un detective de la realidad. Como Sherlock Holmes, asume que no puede abarcarla entera y busca la ayuda de otros. Escucha las versiones de los testigos y las conjeturas de la policía. Pero no se detiene en ellas: su referente es la realidad. Por eso, sale a investigarla y contrasta con ella las distintas explicaciones.
El principio de obediencia a la realidad no es un rodillo igualador. No formatea el carácter singular de cada forma de pensar, pues deja abundante espacio para los matices propios. Un campo de trigo siempre es un campo de trigo, pero el agricultor que lo ha sembrado no lo verá igual que el veraneante ocioso ni que el pintor impresionista. La realidad concreta del observador –su vivencia personal– no cambia la verdad de las cosas, pero sí tiñe con tonalidades propias la forma en que es percibida.
“Cada cual tiene su forma de ver el mundo,
pero no todas las visiones del mundo reflejan lo que la realidad es”
P. ¿No cree que quien habla de lo verdadero impone su posición? ¿No se excluyen recíprocamente libertad de pensamiento y verdad?
R. No, estoy convencido de que no se excluyen, como explico en el libro. Y también creo que si usted piensa lo contrario, no corre ningún peligro, porque no tengo ninguna intención de imponerle mi convicción. Intentaré persuadirle de que creer en el relativismo no vacuna contra la intolerancia, pero no le obligaré a pensar lo que no piensa. Y si lo hiciera, el problema no lo habría provocado la existencia de verdades objetivas, sino mi propia incapacidad para dialogar.
Pero sigamos con la suposición de antes: supongamos que usted es un relativista convencido. ¿Por qué la creencia en que “nada es verdad ni mentira” le hace más tolerante que al resto? ¿Acaso no puede imponerme usted su relativismo, con auténtica obstinación e incluso con violencia? También el relativista puede ser un fanático, si defiende cerrilmente sus opiniones e intenta imponernos al resto lo que él cree que es verdad; en este caso, el relativismo.
El antídoto contra el fanatismo no es el pensamiento débil ni la sociedad líquida, sino –como dice Adela Cortina– la “convicción racional, es decir, aquella que se apoya en razones. Una convicción de este tipo está siempre dispuesta a entrar en un diálogo con quienes mantienen posturas diferentes, a aducir sus razones en ese diálogo, a escuchar las razones contrarias y a compararlas, intentando llegar en lo posible a ponerse de acuerdo”.
P. Pero las discrepancias son inevitables…
R. Por supuesto. Y cuando el diálogo no da más de sí, hay que saber concluir sin nerviosismos: respetando y dejando ser al otro. Esta actitud de respeto profundo –que va más allá de la simple cortesía– es la demostración más clara de que la democracia no necesita del relativismo para sobrevivir: basta tomarse en serio la libertad de pensamiento. Parafraseando a Romano Guardini, podríamos decir que el verdadero estilo de pensamiento crítico “exige ser libre uno mismo y relacionarse con personas libres, ser justo y respetuoso con los demás”.
Creerse con el monopolio de la verdad –querer tener razón siempre– es, desde luego, fuente de tensiones, además de poco realista. Pero eso no significa que nunca podamos estar convencidos de que algunas cosas son verdad.
“La democracia no necesita del relativismo para sobrevivir:
basta tomarse en serio la libertad de pensamiento”
P. ¿Cómo se puede cultivar el pensamiento crítico?
R. Aquí es donde entran en juego las destrezas y las habilidades de pensamiento. Hay muchas, y enseñarlas en colegios y universidades es un servicio público a la sociedad. Una vez que un profesor ha sabido provocar en sus alumnos la pasión por la verdad, tiene sentido centrarse en las destrezas. En el libro remito a una declaración conjunta de 46 expertos, promovida por la Asociación Filosófica Americana.
Pensar de forma crítica no consiste en dar la espalda al mundo. Al revés: exige una gran apertura a las aportaciones de los demás. A menudo se asocia el sentido crítico con la actitud contestataria del que nunca escucha, porque nunca tiene nada que aprender. Todo lo revisa, todo lo critica, menos sus prejuicios. La independencia de criterio se parece demasiado entonces a la impertinencia: hay poco respeto por las ideas ajenas y demasiada consideración hacia las propias.
Frente a este peligro, recomiendo vivamente leer buenos libros y reflexionar con calma sobre lo leído. También es necesario buscar la orientación de gente más sabia que nosotros. Con el tiempo, y gracias al contraste que aporta la propia experiencia, llegaremos a nuestras propias síntesis, como señala Juan Luis Lorda. Creo que este es el camino más directo para forjarse un estilo de pensamiento valioso.
P. ¿Qué aporta su libro respecto a otros que tratan el mismo tema?
R. No he escrito un manual académico sobre el pensamiento crítico ni tampoco una guía de destrezas. Ya hay libros muy buenos que se ocupan de esto, aunque algunos son tediosos. Mi intención era hacer un libro ameno, que interesase a un público amplio y diverso, de ciencias o de letras. Por eso, presto especial atención a polémicas de actualidad con las que es fácil tropezarse en la vida diaria. El pensamiento crítico no es sólo para intelectuales: cualquiera puede practicarlo para plantar cara a los tópicos vigentes. ¿Valen todas las opiniones lo mismo? ¿De verdad la tolerancia prohíbe criticar los puntos de vista con los que no estamos de acuerdo? ¿Basta afirmar que “yo lo veo así” para dar por zanjado un debate? ¿Discrepar nos convierte en villanos?