Hace decenios que se denuncia la crisis de la familia, y se preconiza su desaparición. Hoy no resulta fácil ni tan siquiera definir qué es. La estructura y la dinámica de lo que conocía el mundo occidental como tal ha cambiado de forma radical, y a la vez, en estos tiempos de crisis, emergido con sus fortalezas como auténtica protagonista, como protección y seguridad ante tantas dificultades. Mª PILAR LACORTE TIERZ

Como señala Pierpaolo Donati, “hay motivos para sostener que asistimos a un declive de la familia, pero, al mismo tiempo, también se advierte una regeneración de la misma, de tal forma que es razonable pensar que pueda encontrar nuevos procesos que revitalicen su sentido y funciones”.

Las crisis son un reto y siempre ofrecen oportunidades de mejora. Esta puede ser la ocasión de renovar y descubrir la familia, porque “toda nueva crítica, todo nuevo cuestionarse lo que la familia es, adquiere un valor particular: no manifiesta crisis ni mucho menos su fin, sino que pone de relieve únicamente la transición; y la transición, cualquier transición –desde las colectivas a las más estrictamente individuales y personales– debe ser guiada con el fin de que cambie lo que debe cambiar pero permanezca firme lo que debe permanecer”.

Como cualquier realidad humana, la realidad familiar no se agota en unas determinadas estructuras de un tiempo histórico concreto. Detectar las carencias tanto de la llamada “familia tradicional” como del modelo que se propone como postmoderno, es uno de los requisitos importantes para poder resolver luego el problema que crean algunos elementos inadecuados sobre los que se apoya la familia (que convendría mejorar o modificar si fuera preciso). Esta acción permitiría, al mismo tiempo, ahondar en la familia originaria –como realidad familiar intemporal– sobre la que construir una propuesta nueva; una novedad que no ha de ser necesariamente muy distinta de lo que conocemos, algo inédito o imprevisto: se trata sólo, en realidad, de renovar como una posibilidad de entender la verdad del hombre.

La realidad familiar no se agota en unas determinadas estructuras de
un tiempo histórico concreto

Ser familia: una forma de amar

En esta línea, una de las primeras dificultades surge a la hora de definir qué es ser familia. ¿Existe una noción universal? La Carta de los Derechos de la Familia plantea en su preámbulo un enunciado sencillo y, al mismo tiempo, universalmente comprensible: “la familia constituye una comunidad de amor y solidaridad”. Como señala Francesco D’Agostino, se trata de una comunidad que no encuentra su fundamento último “ni en la ley ni en la utilidad que pueden extraer de ella sus componentes, sino en la capacidad –en sí misma misteriosa, pero indudablemente típica del hombre– de amar familiarmente y de fundar sobre este amor una comunidad de vida”.

Lo que nos hace ser familia es una idoneidad “misteriosa” innata en el ser humano, nuestra capacidad para amar de un modo propio: el amor familiar, que posee en sí mismo la cualidad de fundar y desarrollar una comunidad en la que cada uno de sus miembros crece y asimila las tareas propias de la vida, aprende quién es y a expresar esa intimidad (aprende, en definitiva, su propia madurez).

¿Qué es o en qué consiste un modo de amar capaz de crear una comunidad de relaciones que nos constituyen íntimamente? Si bien es muy difícil describir y analizar cómo es ser familia, muchos conocemos bien esa realidad. Si hacemos un recorrido interior a través de nosotros mismos, de hecho, comprobaremos inmediatamente la importancia que han tenido –y tienen– las relaciones familiares como fundamento y motor vital. En ellas reconocemos algo así como el núcleo duro de nuestra identidad. Al margen de las crisis y los análisis que giren en torno al concepto de familia, la experiencia constata que las relaciones establecidas en la intimidad familiar son el pilar primordial de nuestras vidas. Cada una de las relaciones en la que se manifiesta ese amor familiar hace emerger nuestra singularidad personal, pues, antes que nada, somos hijos, nietos, hermanos, esposos, sobrinos…

No es un amor utilitarista

¿Qué tienen de específico estas relaciones personales en el seno de la familia para poder potenciar el desarrollo íntegro de la persona? ¿Qué hace posible que sea la familia el mejor ámbito para crecer en lo que nos caracteriza y distingue como personas: amar de verdad? Quizás sea posible encontrar respuesta a estas preguntas refiriéndonos a dos definiciones: por un lado, la de Ricardo Yepes, que resume de forma magistral todo el entramado de relaciones y funciones que se desarrollan en el seno familiar cuando dice que “la familia es el lugar donde se guarda a la persona amándola”; por otro, el profesor Pedro Juan Viladrich, que concreta las características que hacen de la familia un ámbito único al señalar que “la familia es el lugar del amor incondicional a la persona desnuda”. Partiendo de estas definiciones, la primera consecuencia del ser familia quizás sea que el amor familiar no es un amor utilitarista: en familia somos queridos por quiénes somos (no por cómo somos ni por lo que tenemos, ni por la tarea concreta que realizamos). La incondicionalidad implica querer-querer para siempre. Es un amor permanente, pues nunca dejamos de ser padres, hijos, hermanos u esposos.

Esta naturaleza incondicional es, sin duda, el mejor antídoto contra el individualismo imperante: refuerza la vertiente relacional del amor humano –que es fuente de seguridad– tan necesaria para superar los contratiempos de la vida.

La experiencia constata que las relaciones establecidas en la intimidad familiar son
el pilar primordial de nuestras vidas

Convivir para educar

Este amor genuino que se da a la persona por sí misma –y no por lo que hace o tiene– hace posible que la transmisión de valores sea distinta en la familia –por ser una comunidad de convivencia tan intensa– que en otros ámbitos de la vida. La formación en valores de los hijos requiere de un aprendizaje por inmersión en el modo de vida adulto a través de la experiencia vivida en casa, del tiempo y la vida compartida en familia, de las relaciones informales y cotidianas que llevan a las personas a comportarse espontánea y naturalmente. La Carta de los Derechos de la Familia señala que esta tarea de personalización ética es precisamente la función primordial de la familia. Bien es cierto, de todos modos, que aprovechar el potencial que se encuentra en la naturaleza del hombre como ser familiar –y exprimir el jugo educativo de las relaciones familiares–, depende de las decisiones libres de las personas.

Ser cónyuges y ser padres

De todas las relaciones familiares, la primera es la conyugal; y no sólo primera en el tiempo –por ser el compromiso que funda la familia–, sino en importancia, porque en la esencia del amor conyugal reside toda la fuerza educadora del ámbito familiar. Conviene señalar que en el ser esposos se realizan y enseñan dos cuestiones intrínsecamente relacionadas, ser cónyuges y ser padres, ya que el amor conyugal es el origen del hijo y configura su identidad.

Muchos estudios han analizado las consecuencias que la privación o distorsión del amor materno y paterno acarrean sobre el desarrollo de la personalidad de los seres humanos, pero es importante apuntar no sólo que los hijos necesitan recibir el cariño de su padre y de su madre, sino sentirse también amados por un padre y una madre que se quieren a su vez, por un amor que es su origen e identidad. Cuando la maternidad y la paternidad forman parte de la misma identidad conyugal, no se producen muchas disfunciones afectivas, como bien explica Vittoria Maioli: “La estructura fundamental es la relación conyugal, que debe cuidar especialmente el tipo de relación necesario para el crecimiento de los hijos y desarrollar la capacidad de seguir y favorecer los cambios de cada miembro de la familia hasta llegar a la capacidad de dejar morir la propia tarea cuando los hijos son adultos”. Cuanto más se amen los cónyuges, tanto mejor amarán a su hijo, porque es el propio amor de la pareja el que garantiza el amor paterno y materno.

En la esencia del amor conyugal reside
toda la fuerza educadora del ámbito familiar

La primera relación familiar

El hijo no debe percibirse como límite del amor entre los esposos: es su fruto y lo debe potenciar. Pero en nuestra sociedad, el éxito y la realización personal se entienden sólo desde una perspectiva individualista y de lo público, estableciendo una dicotomía entre privado –sin importancia– y social o profesional (lo que realiza). Así pues, desde este punto de vista, es fácil considerar al hijo como una limitación a la auténtica realización –como individuos y como pareja– y caer en una especie de victimismo familiar: tener hijos complica la vida, es un obstáculo. Y si bien es cierto que los hijos complican la vida, no somos a menudo conscientes de que no existe mejor modo para crecer en capacidad de amar, en capacidad de hacer más fuerte el cariño entre los esposos.

Es importante valorar la íntima relación entre ser padres y ser esposos para redescubrir la fuerza que contiene la relación conyugal de los padres para el crecimiento y educación de los hijos.

En ambas relaciones, la de esposos y la de padres, interviene un elemento que es la base de toda educación: el reconocimiento de otro como alguien único y diverso. La esencia de toda labor educativa es, en realidad, la promoción del otro –ayudar a crecer–, y cuando las relaciones familiares se fundamentan en el amor, potencian siempre al otro. El amor entre los esposos es la mejor escuela de amor para los hijos. Además de la seguridad afectiva a la que hicimos referencia antes, la observación del amor entre los padres es la primera educación de su propia capacidad de amar.

Amor comprometido y entre diferentes

Que el amor conyugal sea amor comprometido es imprescindible para esa incondicionalidad del amor familiar del que hablábamos. Se trata de un para siempre sin condiciones: así se aman los esposos y se sienten queridos los hijos. El amor comprometido de los padres es necesario para cimentar la herramienta educativa de la autoridad, pues permite entender la exigencia como manifestación del amor: no se puede exigir a quien no se siente querido. También la coherencia que exige toda autoridad se manifiesta en la lucha de los padres por mantener el cariño y unidad en su compromiso de amor.

Es muy importante que el amor conyugal sea por definición un amor entre diferentes. En ese caso, la diferencia –enriquecedora y fecunda– es la gran escuela del amor, porque amar al que es distinto exige salir de uno mismo, hacer sitio dentro, acoger y dar. Cuando no se respeta ni se entiende la diferencia como riqueza y posibilidad de amar, se producen numerosos conflictos de poder en el seno de la familia.

La unidad es otra característica del amor conyugal de especial importancia en la educación familiar. La familia, como se dijo antes, se basa en la diferencia, pero a través de la dinámica propia del amor necesita encontrar la unidad. Unidad no significa estar siempre de acuerdo, sino querer los esposos el bien del hijo y tomar así decisiones conjuntamente.

Este tiempo de dudas se presenta como una oportunidad inmejorable para reencontrarse con lo que de verdad significa ser familia, con su núcleo primigenio.

Pilar Lacorte Tierz es subdirectora de Docencia del Instituto de Estudios Superiores de la Familia, de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC), y coordinadora del Postgrado online en Matrimonio y Educación Familiar que ese mismo instituto imparte.