No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS
Los beneficios que el esfuerzo de la Modernidad ha reportado a la humanidad han sido extraordinarios; y sus conquistas, decisivas en muchos aspectos:
- La Ciencia y la Tecnología han transformado sustancialmente las condiciones materiales de vida de buena parte de la humanidad. Hoy vivimos mucho mejor.
- Con el descubrimiento de la subjetividad humana y el énfasis en la libertad el hombre ha cobrado mayor conciencia de sí mismo, de su propia dignidad y valor: mientras que “en la sociedad tradicional la personalidad se recibía, en la sociedad moderna se la construye cada uno” (Lyon). De aquí se deriva lo que Ballesteros llama la “conquista fundamental de los tiempos modernos: el reconocimiento, en el campo del derecho, de la existencia de una esfera reservada al individuo, en la que no cabe interferencia alguna por parte de la autoridad o de otras personas sin consentimiento del interesado”.
Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del proyecto Ilustrado. Pero son evidentes también los efectos perversos, la cara oculta y oscura del proyecto. En resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:
1. La aparición del proletariado. Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen lo que se consigue inmediatamente no es la supresión de los estamentos sino la sustitución de las categorías que los definen. La aristocracia de la sangre viene sustituida por la aristocracia del dinero, del capital. Pero el pueblo llano sigue existiendo, sometido a los nuevos señores, y bajo un nombre nuevo: el proletariado. Como consecuencia del régimen liberal-capitalista, amplias capas de población son sometidas a una explotación sin precedentes y condenadas a vivir en la miseria. El bienestar ha crecido, pero no precisamente para todos. A la vista de la nueva situación creada –que resulta no ser tan nueva–, en el siglo XIX el proyecto Ilustrado se divide. Por una parte están los que piensan que el proyecto necesita unos simples ajustes correctores de esas deficiencias, y por otra quienes piensan que ha de ser sustancialmente transformado: el liberalismo económico por un lado, y el marxismo naciente por otro (que enfatiza aún más el carácter redentor del proyecto de la Modernidad: una salvación sin Dios). Esos ajustes han servido, al menos parcialmente, pero sólo para un reducido número de países. La enorme diferencia entre países ricos y pobres, entre la opulencia del primer mundo y la miseria de los países subdesarrollados es una herida sangrante en la conciencia de la Modernidad.
2. La multiplicación de la violencia. El horror ante la violencia irracional, que estalla en el siglo XX con una eficacia y una ferocidad desconocidas hasta entonces: las dos guerras mundiales (1914-1919 y 1939-1945) marcan el comienzo del fin del proyecto Ilustrado.
3. La barbarie del genocidio judío en los campos de exterminio nazis y la violencia de la represión estaliniana en Rusia, que añaden un grado todavía mayor de inhumanidad a la violencia de la guerra.
4. La ambigüedad misma del progreso científico y técnico, es decir, la posibilidad de un uso alternativo perverso de la Tecnología, puesta especialmente de manifiesto en el estallido de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Los usos benéficos del progreso no son automáticos, no están garantizados automáticamente. La guerra fría, el terror a una catástrofe nuclear, y más recientemente la severa degradación del medio ambiente como consecuencia de una industrialización descontrolada (la naturaleza no administrada sino explotada por el hombre), son síntomas de la lenta agonía de un sistema que definitivamente entra en pérdida en 1989 con la caída del muro de Berlín. Con el muro se viene también abajo el último y definitivo intento del hombre salvarse por sí mismo, al margen de Dios: el marxismo, la última de las utopías, el último hijo del proyecto Ilustrado.
La enorme diferencia entre países ricos y pobres es una
herida sangrante en la conciencia de la Modernidad
Por aquí lo público, por allá lo privado
Cabría la tentación de considerar estos aspectos negativos como una cuestión marginal y sin demasiada importancia, simple escoria del proceso, o un subproducto aberrante e indeseado. Hanna Arendt ha mostrado sin embargo cómo el Holocausto judío lejos de ser un producto residual indeseado de la “civilización racional” pertenece a su núcleo mismo. El nuevo orden social de la Modernidad estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo, con arreglo a criterios de estricta racionalidad. Tales criterios no eran otros que el de optimización del beneficio, al margen de cualquier otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia la división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos completamente separados: los asuntos públicos –en los que la actuación ha de regirse por criterios de estricta racionalidad, es decir, de eficacia– y los asuntos privados, que cada uno gestiona con arreglo a criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos, afectivos…). Así se entiende, por ejemplo, la figura del comandante del campo de exterminio nazi que pasa con toda naturalidad de las cámaras de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de juego de sus hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su vida en familia); o el propietario capitalista que sometía a sus obreros a unas condiciones de vida miserables (asunto público: economía) mientras el domingo asistía piadosamente al oficio religioso (asunto privado: religión).
Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado, el énfasis moral en la mejoría no sólo de las condiciones de vida sino del hombre mismo, de su propio corazón, se vea muy seriamente cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar.
La Modernidad propicia la división esquizofrénica del
comportamiento humano en asuntos públicos y privados
Parece que algo esencial no se tuvo en cuenta
La Modernidad depositó su esperanza de salvación en el Progreso –sucedáneo secular de la Providencia divina–, con la confianza en que a medida que el hombre supiera más, sería también mejor, desaparecería ese oscuro rencor del hombre contra el hombre, sus temores ante lo desconocido, ante su propio destino, ante la muerte; le resultaría claro y patente el sentido de su vida, se conocería mejor… Hoy se puede decir, sin duda, que esta esperanza se ha venido abajo, y que el problema del mal no es una cuestión simple de cultura o ignorancia que se resuelva con soluciones puramente técnicas. Se tiene la impresión de que algo esencial no se tuvo en cuenta entre los axiomas iniciales, o se ha perdido en el camino. Esa búsqueda que tanto enfatizó la Modernidad de lo que Eliot llama sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno no era sino un imposible, un sueño de la Razón soñando despierta:
Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno.
(Eliot, Los coros de la piedra)
El problema del mal no es una cuestión simple de cultura o ignorancia que se
resuelva con soluciones puramente técnicas
Problemas esenciales irresueltos
Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental ser la guía de la vida al margen de cualesquiera otras consideraciones, la Modernidad había iniciado un cambio que tendría repercusiones desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente pragmática, si las preguntas esenciales son “¿funciona?” o “¿es eficaz?”, terminan buscándose soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas humanos (Lyon). Así, en la discusión acerca de la oportunidad de una nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social, político o económico, desaparecen por completo los criterios de carácter ético. El criterio de bondad tiende a confundirse con los de practicidad y utilidad: si algo es técnicamente posible y resulta útil, es bueno. De ahí proceden, en último extremo, esos patéticos intentos de resolver problemas morales por medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal apariencia de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero aún no nacida, como si se tratara de un quiste; el afrontamiento de la muerte, provocándola anticipadamente en una situación de anestesia completa; el vaciamiento de la persona provocado por el ejercicio desordenado y anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas, etc.
La historia de este siglo se ha encargado de atestiguar la falsedad de esta idea de que el avance tecnológico fomenta automáticamente el progreso en humanidad. Ahora estamos en mejores condiciones para entender que la Ciencia y la Técnica, a pesar de sus resultados brillantes en otros campos, no han dado ni pueden dar por sí solas respuesta a las preguntas decisivas del hombre. El hombre sigue conociendo cada vez más la Naturaleza, sabe hacer cosas cada vez más complicadas y más útiles, ha viajado a la Luna, conoce mejor el Universo, pero –siempre hay un pero– sus problemas esenciales no se han resuelto: las grandes preguntas sobre sí mismo siguen esperando respuesta. Ha llegado a la conclusión de que, en el fondo, no conoce más que su propia superficie brillante. Cuando mira dentro de sí advierte que allí está, intacto, el misterio de su propio ser, inabordable por la ciencia: ¿qué significa ser hombre? ¿quién soy yo? ¿por qué estoy aquí? Porque saber más cosas no significa necesariamente conocerse mejor. Por eso son pertinentes las preguntas que se hace el poeta:
¿Dónde está la Vida, que hemos perdido viviendo?
¿Dónde está la sabiduría, que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento, que hemos perdido en información?
(Eliot, Los coros de la piedra)
Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.
| SIGA LEYENDO… Posmodernidad: lo que la cultura nos ofrece (I)