La relación con el tiempo dice siempre mucho sobre la forma de vida de cualquier grupo humano. ALEJANDRO NAVAS

Las sociedades tradicionales valoran sobre todo el pasado. Resulta significativo, por ejemplo, que algunas tribus africanas no dispongan de ningún término para referirse al futuro y sí tengan en cambio varios sinónimos para aludir al pasado. Importa mucho hacer las cosas como siempre se han hecho; la novedad resulta sospechosa, incluso amenazadora, pues pone en peligro la estabilidad social, así que se desconfía de ella. Hay una fuerte presión hacia la conformidad. Si lo importante es el mantenimiento de la tradición, los ancianos ocuparán necesariamente el lugar central en la estructura social, pues son los depositarios y custodios de la costumbre, los que tienen experiencia. Ante cualquier eventualidad que pueda presentarse, ellos saben lo que hay que hacer, pues han conocido anteriormente situaciones parecidas y saben cómo hay que aplicar la tradición al caso presente. Su consejo es buscado siempre que hay dudas o situaciones aparentemente novedosas: con toda probabilidad ya se dio algún caso similar en el pasado, y ellos sabrán afrontar el presente a la luz de su experiencia.

La modernidad tiene una relación bien distinta con el tiempo. Ahora se desconfía del pasado y de la tradición. La libertad se va a entender como emancipación, como liberación de viejas trabas, ataduras y tabúes. La modernidad no acepta imposiciones, tampoco del pasado, la tradición o la naturaleza. El pasado se percibe como un lastre entorpecedor del que hay que librarse con energía y rapidez. La cultura moderna está marcada decisivamente por la ciencia y la técnica. El hombre moderno incrementa de modo espectacular su conocimiento, pero la ciencia y la técnica modernas son en igual medida una cuestión de poder. El prodigioso desarrollo del conocimiento científico posibilita el dominio de la naturaleza, que será explotada sin contemplaciones: “saber es poder”, decía ya Francis Bacon en el arranque de la modernidad, con una clarividencia que el desarrollo posterior no ha hecho más que confirmar. Esa voluntad de dominio se aplica en primera instancia a la naturaleza, pero en cuanto el occidental se sienta más seguro, intentará aplicarla igualmente al control de la vida social y personal. En el contexto del positivismo y de la fe en el progreso necesario e ilimitado aparece la tecnocracia: la aspiración a un gobierno técnico-científico de los asuntos sociales. La gestión de la cosa pública dejará de ser asunto de la prudencia para convertirse en la aplicación mecánica de procedimientos técnicos, en cosa de ingenieros sociales.

El pasado se percibe en la modernidad como un lastre entorpecedor del que
hay que librarse con energía y rapidez

Quien tiene futuro es el joven

En este contexto surgen la utopía y la revolución. La condición social del hombre deja de atribuirse a su naturaleza, como afirmaba la filosofía clásica griega y cristiana, y ahora es simplemente algo convencional: la doctrina del pacto social. La sociedad no es más que un artificio, algo que está en nuestra mano romper si dejara de interesarnos. Y si el actual orden de cosas no nos convence, podemos criticarlo y elaborar diseños alternativos. Llevarlos a la práctica incluso con violencia, si se advierte que las reformas van a ser lentas y costosas, será cosa de la empresa revolucionaria.

Se entiende así fácilmente que la modernidad mire al futuro, que pasa a ser la dimensión temporal de referencia. Al futuro apunta el progreso, impulsado por el continuo avance científico y tecnológico, y quien tiene futuro es el joven. Para hacer frente a los retos que plantea la vida moderna se requieren creatividad, capacidad de innovación, imaginación, vitalidad, cualidades todas que se encuentran típicamente en la juventud.

El joven se ve exaltado, y la juventud pasa a ocupar el lugar central del imaginario social moderno. La juventud significa vitalidad, fuerza, energía, belleza, futuro. Todo lo que aspire a triunfar debe impregnarse de un tono juvenil, desde los productos comerciales más variados hasta los candidatos políticos. Los jóvenes se ven adulados, los adultos los imitan en el modo de vestir, la forma de hablar, los estilos de vida. Los fabricantes de sueños suministran los correspondientes ídolos e iconos: cantantes, modelos, estrellas de cine, deportistas, etc.

El joven se ve exaltado,
y la juventud pasa a ocupar el lugar central del imaginario social moderno

Estilos de vida

La instalación del adulto en la juventud no tiene que ver únicamente con la dimensión física, sino que afecta también a los estilos de vida, favorecidos por la peculiar estructuración de la sociedad contemporánea. En una sociedad como la nuestra, en la que cualquier adulto, sea cual sea su edad, puede elegir –o puede verse forzado a– cambiar de trabajo, de residencia, de cónyuge, de imagen, resulta fácil mantener la ilusión de la instalación permanente en la juventud, ya que esas decisiones o elecciones son las que de modo tradicional definían la condición juvenil. Es como si las exigencias del vertiginoso cambio social obligaran a multiplicar los ritos de iniciación, que ahora jalonarían también buena parte de la etapa adulta. Un cuarentón o cincuentón que deja a su mujer por una jovencita, que estrena vivienda y que vestido de modo informal vuelve a frecuentar lugares propios de la cultura juvenil de la mano de su nueva compañera, puede sucumbir fácilmente a la ilusión de pensar que sigue siendo joven, aunque tenga que acudir a las pastillas para paliar los efectos de las incursiones nocturnas en el mundo de la movida. También una madre que sigue cuidando con solicitud a su hijo de casi treinta años, al que lava y plancha las camisas, prepara la comida y limpia la habitación, puede imaginar que sigue siendo una madre joven con un hijo pequeño a su cargo. El retraso en el tiempo de la emancipación de su retoño, con la aparición del consiguiente y doloroso síndrome del ‘nido vacío’, permite alimentar así la ficción de una juventud continuada.

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.