Lo cierto es que nadie nos ha educado en la duración. Las películas clásicas terminaban con la promesa de vida en común o, en el mejor de los casos, con la boda. No hacía falta más para el “… y vivieron felices y comieron perdices”. Hoy sabemos que esto no es así. TOMÁS MELENDO

El hecho de que pocas películas románticas se atrevan ya a hablar de un amor –como dice Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia– “hasta que se apaguen las estrellas”, debería ponernos sobre aviso. Ya no basta con dejarse llevar porque el amor –como la vida– no se nos ha dado hecho. En el matrimonio, en el proyecto de un amor tan duradero como la propia vida, deben darse medios para ir desarrollando una inteligente voluntad de durar. Indicaré dos de estos medios que los jóvenes deben aprender de forma plástica, visual, fundamentalmente a través del amor real de sus padres:

  1. La capacidad de nunca dejar de sorprenderse ante el otro. Es interesante advertir que no se trata de que el otro me sorprenda, sino que yo me deje sorprender. Puede parecer lo mismo, pero es algo diametralmente opuesto. La capacidad exterior de la persona de hacer cosas nuevas es limitada; en cambio, la capacidad de ver a la persona desde un nuevo matiz interior es infinita porque la otra persona es –en cierto modo– un absoluto. Eso exige no acostumbrarse al otro, no conocerle en sentido negativo –“ya sé todo lo que puede dar”–, darle espacio para dejarle manifestar el novum de libertad que todos llevamos dentro.
  2. La capacidad de renovar el amor. Es un esfuerzo positivo y alegre de reenamorarse, mirando hacia el futuro. Es volver a empezar en momentos concretos para recuperar de una manera madura el primer amor.

No se trata de que el otro me sorprenda, sino de que yo me deje sorprender

Entrega y perdón

Ambas variables se concretan en hechos concretos que deben irse produciendo a lo largo de la vida matrimonial:

  • Preservar con ahínco la intimidad. Sin los momentos de intimidad, el amor decrece, y el matrimonio que se prolonga en el tiempo tiene muchos factores que llevan naturalmente a ese distanciamiento: hijos, problemas de salud, urgencias del trabajo, etc. Los hijos son importantes, pero hay que recordar que el cónyuge lo es mucho más.
  • Cuidar las manifestaciones físicas y verbales. No solo en la estricta relación conyugal sino especialmente en la vida ordinaria, demostrando cuánto nos importa la otra persona. Se concreta en caminar unidos, en no andar habitualmente separados; en la mirada, en la sonrisa, en el pequeño detalle de rozar a la otra persona cuando se pasa a su lado; en no usar frases cortas sin incluir el nombre o el apelativo cariñoso de la otra persona.
  • Saber sorprenderse mutuamente teniendo el espíritu dispuesto a cuidar de los pequeños detalles. Eso exige ser creativos. Como hemos dicho, la cuestión no está en que el otro haga cosas nuevas como en que yo le siga mirando con ojos nuevos. Es importante celebrar las cosas, estar pendiente de los aniversarios.
  • Interesarnos por las cosas del otro como propias. Es esencial conocerle de verdad, aceptarle y quererle realmente, pese a sus singularidades. Es más, si es posible, en sus singularidades. Hay que saber escuchar y reconocer los cambios en el tiempo, y saber ir cambiando como la otra persona.
  • Generar nuevas expectativas comunes. Para ello es importante no dejar al otro al margen de nuestros planes. Con la lógica autonomía, debe ser partícipe y protagonista de lo que estamos viviendo. Para ello, es preciso que algunos de esos planes tengan como núcleo al propio matrimonio.
  • Por último, vivir de dos actitudes: entrega y perdón, siempre en pequeños detalles que hacen importante a la otra persona y evitan que el abandono le lleve a tomarse compensaciones.

Los hijos son importantes, pero hay que recordar que el cónyuge lo es mucho más

Formar una unidad de personas

Cada vez hay una mayor distancia entre lo que realmente anhelamos y lo que estamos dispuestos a dar. La persona –en el fondo de su ser– no quiere riquezas, ni gloria, ni victorias, sino un corazón que le escuche y le ame. El problema es que –como dice sabiamente Robert Sarah– “el mundo moderno, en un movimiento inverso, transforma al que escucha en un ser inferior. Con fatídica arrogancia, la modernidad enaltece al hombre embriagado de imágenes y de eslóganes estridentes, matando al hombre interior”. Ese es el único capaz de amar, pero hoy enseñamos –de forma directa e indirecta– a nuestros jóvenes que el que calla, para dejar hablar al otro –que es tanto como dejarle vivir–, es débil, ignorante o falto de voluntad. De este modo, la persona que escucha se convierte en aquel que no sabe defenderse. Se percibe como un ser humano inferior. Por el contrario, quien se dice fuerte –y todos queremos ser fuertes hoy día– debe ser alguien que arrase y ahogue a la otra persona en el torrente de su discurso. Así es imposible convivir. Es más, llego a la convivencia matrimonial –si es que llego–, lleno de prevenciones hacia la otra persona: si –como dice Sartre– el ser humano es un “para sí” (es decir, para mí), los demás siempre van a intentar convertirme en un “en sí”, en una cosa. El problema es que la persona no es un “para sí”, es un “para el otro”. Cuando pienso como el existencialista francés, pierdo lo más hermoso y grande que puedo lograr, la mayor vocación para la que he sido hecho: la de formar una unidad de personas, para vivir un amor maduro que se prolongue en el tiempo y más allá de él.

Hoy el mundo está construido sobre la supuesta perfección del amor juvenil, hacia el que el mundo adulto mira cada vez con más nostalgia. Con ello pierde la única realidad verdaderamente plena: la del amor que ha perseverado y se ha hecho ante las dificultades. El árbol joven parece vigoroso y le vemos crecer de día en día; el árbol maduro parece –por el contrario– fijo y estéril, pero solo este segundo da sombra y permite a los pájaros poner nidos en sus ramas.

Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.