En su devenir hacia la edad adulta, los jóvenes se enfrentan a desafíos de distinta índole, situaciones comprometidas, o exigentes, de cuya superación depende el buen desarrollo de sus capacidades. Esto fue, es y será así siempre –¡y así ha de ser!–, pero lo que muchos padres percibimos hoy, a diferencia quizás de lo que percibieron en su momento los de generaciones anteriores, son las excesivas dificultades que ante esas pruebas tienen nuestros hijos, dificultades asociadas en buena parte a la falta de energía, determinación, tenacidad…, de la que un buen número de ellos adolece. Hablamos, en efecto, de la voluntad, y de ella nos ocuparemos en esta ocasión. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO

Es mi propósito, por una parte, reflexionar sobre la importancia que tiene hacer de los hijos personas voluntariosas y obedientes; y luego, por otra, advertir que la tarea de los padres en ese empeño ha de comenzar enseguida, cuanto antes mejor.

A primera vista, los adjetivos “voluntarioso” y “obediente” pueden parecer contradictorios, en la medida en que la voluntad se relaciona hoy en día con cierta espontaneidad autónoma, y la obediencia, con servilismo; sin embargo, es justo al contrario: la verdadera voluntad se fortalece en la obediencia al bien. Esa otra falseada voluntad alude más bien, en verdad, a una suerte de impulsividad, tan útil unas veces como contraproducente otras. Se trata de que la persona obedezca durante la etapa en la que aprende de los demás dónde está el bien –etapa heterónoma de formación–, para que después –en la etapa autónoma–, ejecute ese bien ya conocido con toda la energía de su voluntad.

Hacer de alguien una persona de voluntad equivale a hacerle tomar conciencia de que nada valioso se consigue sin esfuerzo. Este mensaje, en un mundo como el actual, donde la publicidad sugiere que uno logra cuanto pretende con pasmosa facilidad, supone un baño de realidad para los hijos, proclives a identificar, tal y como aseguran algunos eslóganes, lo bueno con lo placentero y sencillo, y lo malo, con lo doloroso y costoso. El descubrimiento de que lo fácil rara vez es provechoso les ayudará a convencerse de que hacer acopio de fuerzas y perseverar merece la pena; de que, sin trabajo, los proyectos valiosos se quedarán en eso, y palidecerán. ¿Quién no tiene en mente, por ejemplo, esos cursos que prometen enseñar inglés en 15 días?

Se trata de que la persona obedezca durante la etapa en la que
aprende de los demás dónde está el bien

Sobre el temperamento y el carácter

Desde un punto de vista programático, educar la voluntad consiste en convertir el temperamento en carácter. La definición, aunque esclarecedora, puede generar algún problema de comprensión, puesto que en el lenguaje coloquial, con relativa frecuencia, empleamos ambos términos indistintamente. Así las cosas, precisemos antes que nada el significado de cada uno de ellos. El temperamento es algo recibido, una disposición de partida, presente en la naturaleza de cada individuo, que preestablece nuestra reacción frente a los estímulos. Pese a ello, en principio, el temperamento es dúctil, moldeable, susceptible de ser educado. Aunque nos condiciona, qué duda cabe, existe la posibilidad de reorientarlo, una posibilidad que, añadiría yo, haríamos bien en considerar. Ya Aristóteles fue consciente de que el temperamento no estaba del todo centrado, que se encontraba habitualmente esquinado, bien en el exceso o en el defecto. Debe ser por tanto redirigido hacia el centro del que no parte de origen, o, dicho de otro modo, convertido en carácter.

El carácter, si se me permite, es la fuerza que saca al temperamento de su zona de confort, y es preciso hacer uso de esa fuerza porque, de otro modo, el carácter se transformará –más temprano que tarde– en una repetición fosilizada del temperamento, contra la que ya es muy difícil oponer resistencia. El temperamento viene dado, pero el carácter tiene la última palabra, hasta tal punto que nos permite, al forjarlo, ser dueños de nosotros mismos.

De este modo, un niño que no acepta los dictados de sus padres o de sus maestros corre el riesgo de perder su libertad y convertirse en un esclavo de su pasión dominante. Sólo quien se acostumbra a obedecer –no a cualquiera, sino a quienes debe respetar porque buscan su bien–, podrá ser luego libre y poner su voluntad al servicio de lo verdaderamente valioso.

Sólo quien se acostumbra a obedecer podrá ser luego libre y
poner su voluntad al servicio de lo verdaderamente valioso

Asumir los fracasos

Es preciso fijar objetivos concretos que ayuden a crear hábitos generadores de virtudes, y motivar positivamente a los pequeños para que los cumplan. El establecimiento de normas y su consiguiente cumplimiento no ha de demorarse en el tiempo. A partir de los dos años, de hecho, deberían los niños empezar a familiarizarse con ellas. Cuanto más se retrase este momento tanto más les costará a los hijos someterse luego a la autoridad de sus padres. Conviene incluso abonar el terreno antes, durante el periodo que va de los 12 a los 24 meses, por medio del juego, asignándoles pequeños encargos de acuerdo con sus capacidades. Es frecuente que, llegado este punto, los niños lloren; sin embargo, el llanto no significa necesariamente un malestar real: es una estrategia que, si provoca el efecto deseado, se convierte sencillamente en un recurso de manipulación habitual. ¡Los niños han de aprender cuanto antes quién manda en casa!

Relacionado con lo anterior, aunque ya a partir de los dos años y medio, los niños deben aprender a asumir los fracasos. Decía Charles Dickens que “cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba saber”. En mi opinión, nada hay más importante para la vida de una persona que este aprendizaje, el cual, por lo tanto, debe iniciarse enseguida, en la vida ordinaria: aceptando las reglas del juego cuando se pierde, respetando los horarios, etc.

A partir de los dos años y medio, los niños deben aprender a asumir los fracasos

La importancia de las normas

Tal vez sea preciso, al principio, repetir las normas con frecuencia, aunque siempre de forma clara y sencilla, reiteradas por el padre, la madre y quien se encargue del cuidado del pequeño, y, desde luego, con coherencia. En este sentido, la disparidad de mensajes confunde muy mucho a los niños.

Las normas deben circunscribirse a unos pocos ámbitos: los horarios; el orden; la higiene; el sueño –tres condiciones, además del establecimiento de una hora fija para acostarse, fortalecen notablemente la voluntad del niño: dormir solo, en su cama y con la luz apagada–; las comidas, que son el mayor ámbito de perfeccionamiento volitivo de un niño –comiendo lo que se le pone y en el tiempo establecido–; y, por último, la relación con los demás (saber prestar sus cosas, saludar, dar las gracias). Pueden parecer tal vez actividades un tanto triviales, pero con ellas comienza el cultivo de las virtudes.

La educación de la voluntad repercute en el niño muy positivamente. Enormes beneficios, y tan solo dos grandes adversarios: el primero, pensar que los buenos padres son quienes consienten a sus hijos (cuando en realidad les perjudican); el segundo, considerar que la autoridad ha de ejercerse puntualmente, de manera extraordinaria (cuando en realidad es la vía ordinaria de la educación).

Ejercer la autoridad –la autoridad, no el autoritarismo– es un maravilloso deber, costoso pero eficaz, y la prueba irrefutable del amor que los padres sienten hacia sus hijos.

Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.