La economía de las familias no atraviesa un buen momento. Y no sólo por las crisis que recurrentemente atravesamos. A nadie se le escapa que tener un hijo hoy es una aventura enormemente costosa, o que adquirir una vivienda implica el compromiso de un elevado porcentaje de los ingresos durante muchos años. Asegurar la estabilidad económica del hogar –en el que, por si fuera poco, muchas veces vive un anciano dependiente– está así fuera del alcance de muchos. Es a menudo algo heroico, de modo que la conclusión no puede parecer más clara: la familia merece ser auxiliada económicamente. ANTONIO ARGANDOÑA

Sin embargo, los economistas solemos decir que no hay comidas gratuitas –there are no free lunches–, que todo lo paga alguien, por lo que, en realidad, cuando pedimos ayuda económica para las familias, pedimos que alguien les haga llegar una transferencia de recursos (lo cual significa, lógicamente, un beneficio para el que la recibe y un coste para el que la hace). ¿Pero quién es ese alguien? Por supuesto, el Estado, solemos responder.

El Estado obtiene sus ingresos de dos fuentes. La primera son los impuestos, las cantidades que pagamos coactivamente los ciudadanos con ocasión de nuestros ingresos –el impuesto sobre la renta–, nuestro consumo –el impuesto sobre el valor añadido–, los beneficios de nuestras empresas –el impuesto sobre sociedades– o la compra de ciertos productos (los impuestos especiales). La otra fuente de ingresos es la deuda, algo que parece gratuito pero que lleva consigo el compromiso de pagar unos intereses cada año, y de devolver el importe de la deuda cuando venza (con todo lo perjudicial que eso, un alto nivel de deuda pública, puede acarrear).

En todo caso, somos nosotros, los ciudadanos, los que pagamos los impuestos con los que financiamos los pagos del Estado: los sueldos de los funcionarios –médicos, enfermeras, maestros, policías, bomberos…–, la construcción de edificios públicos e infraestructuras –hospitales, escuelas, carreteras…–, el mantenimiento y gestión de esos servicios, los intereses de la deuda y las subvenciones y desgravaciones a familias, empresas y otras organizaciones. Y también somos los ciudadanos los que asumimos ahora, en nombre de nuestros hijos, el compromiso de devolver las deudas futuras mediante los impuestos que, llegado el momento, habrán de pagar ellos.

Así las cosas, somos los ciudadanos quienes financiamos los gastos del Estado, gastos que, de alguna manera, revierten sobre nosotros mismos (las empresas son sólo intermediarias en este proceso: lo que ellas pagan sale, en definitiva, de nuestros bolsillos). No hay nada gratuito, todo lo paga alguien: el Estado o, más precisamente, los ciudadanos. Y los ciudadanos somos las familias, porque todos, o casi todos, vivimos en ellas. Así que cuando pedimos ayudas económicas para las familias, lo que pedimos es que algunas familias transfieran recursos a otras.

Cuando pedimos ayudas económicas para las familias,
lo que pedimos es que algunas familias transfieran recursos a otras

Pagan mucho, reciben poco

Pero las familias se quejan, porque las crisis les afectan muy severamente, y porque sus dificultades económicas se multiplican: les parece que pagan demasiado y que reciben a cambio muy poco. Creen que, en proporción a sus ingresos, más y más menguantes debido a que su renta se ha visto reducida–menores salarios, menos empleo–, o a que la carga fiscal se ha incrementado –el impuesto progresivo sobre la renta grava más a las familias con más hijos, porque sus ingresos deben ser más altos–, o a que sus gastos han aumentado –por ejemplo, con la llegada de un nuevo hijo–, pagan demasiado; y que reciben poco porque algunas de sus necesidades, que consideran legítimas y razonables y que esperaban que se cubriesen con fondos públicos, no quedan atendidas.

Y parece que son quejas que gozan de justificación. Lo cierto es que las familias no piden un trato especial, sino la cobertura de alguna necesidad que afecta a alguno de sus miembros y, por tanto, a toda ella en su conjunto. Demandan el buen funcionamiento de los servicios públicos y una distribución justa de las cargas, además de un marco legal e institucional estable –estado de derecho, justicia eficiente y rápida, seguridad ciudadana…–, estabilidad macroeconómica –inflación baja, un sistema financiero eficiente…– y un crecimiento estable, que haga posible el pleno empleo y unas expectativas razonables de mejora del nivel de vida. ¿Hace falta, pues, una política económica dirigida específicamente a la familia? Sí: hay razones de justicia, de eficiencia y de conveniencia.

Una política económica para la familia

Obviamente, una política económica de esta naturaleza debe contemplar medidas circunscritas al ámbito propio y exclusivo de la familia, más allá de lo que se le debe al ciudadano (por decirlo de otra forma: el seguro de desempleo no es una política de ayuda a la familia, pues no atiende a lo que ésta tiene de distintivo). Por otra parte, no puede ser esta política, en modo alguno, fruto de la ocurrencia, sino de una reflexión acerca de lo que la familia es y hace: considerando sus funciones biológicas –la procreación–, económicas –la generación de ingresos y la gestión de las necesidades económicas–, de cooperación y cuidado –seguridad, protección–, educadoras y afectivas –desarrollo de conocimientos, capacidades y valores, transmisión de la cultura–, recreativas –para la formación integral–, socializadoras –transmisión de las normas y principios– y otras tantas.

En la familia, la función económica se encuentra al servicio del resto de funciones –no es preponderante–, tal y como sucede, por ejemplo, con la financiación y gestión de un hospital, que se subordina a lo propio y constitutivo de semejante institución sanitaria. En la familia alguien tiene que generar ingresos para cubrir los gastos que la vida en común lleva consigo, así como gestionar dichos ingresos y gastos.

Las familias no piden un trato especial,
sino la cobertura de alguna necesidad que afecta a alguno de sus miembros

Fábrica de recursos inmateriales

Pero la familia produce algo más que bienes y servicios para su subsistencia y desarrollo. A todas esas otras funciones aquí ya mencionadas –cooperación y cuidado, seguridad y protección, educación, socialización…– se añade, por supuesto, la más primordial de todas: la reproducción, que la institución familiar cumple del modo más eficiente y barato posible, pues se trata, si se me permite la expresión, de la fábrica natural de producción de hijos.

Para ello la familia, además de invertir recursos económicos y tiempo, emplea infinidad de recursos inmateriales: cariño, atención, habilidades, ilusión, esfuerzo, virtudes, valores… Con todo eso produce bienes y servicios de consumo (“¡qué rica está la sopa en casa!”), y otros bienes con valor económico, como el capital humano (“¡mi madre me enseñó a preparar la sopa!”), y con valor no traducible en términos económicos (“¡mi madre me enseñó cuánto cariño se puede poner al preparar la sopa!”) que no puede adquirirse en el mercado (algunas de esas cosas valiosas se pueden conseguir fuera, pero no todas juntas, ni con un coste tan bajo y un rendimiento tan alto). En la fábrica de la familia entran recursos económicos… y mucho más, y salen productos con valor económico… y también mucho más.

En todo caso, haríamos mal en despreciar la dimensión económica de la familia, porque para preparar la sopa no basta el cariño –aunque haga milagros–, y si no hay un plato de sopa en la mesa no podrá generar la familia todo eso que sólo ella es capaz de producir. Por eso la familia necesita ayuda, también económica.

Como fábrica que transforma ingresos en gastos, la familia no se distingue particularmente de otras instituciones, pero como productora de bienes con valor no traducible en términos económicos, lo hace mucho mejor que ninguna otra. La madre quizás no ofrezca al hijo o al abuelo enfermo la mejor atención médica posible, pero sí que proporciona lo verdaderamente valioso. Las personas aprendemos de nosotros mismos y de los demás –“Fray Ejemplo es el mejor predicador”–, y en este sentido es difícil encontrar un ámbito de aprendizaje más idóneo que la propia familia.

Por eso, porque se trata de una institución que aporta más que ninguna otra al bien social –en un sinfín inimaginable de órdenes–, la familia merece en forma de ayudas un reconocimiento expreso e indubitable por parte del Estado.

Antonio Argandoña es profesor emérito de Economía y de Ética de la Empresa en IESE.