Los asistentes a los cursos de Orientación Familiar encuentran a menudo una explicación a los problemas planteados –y, por consiguiente, una vía de solución– en la ausencia de comunicación. “Falta comunicación”, diagnostican. Y, aunque no seré yo quien diga lo contrario, sí tengo la impresión de que hacemos depender en exceso eso que llamamos «comunicación», una buena comunicación, a que nos dejen hablar, cuando saber escuchar a aquel que nos habla resulta tanto o más importante.
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO
Con indisimulada ironía, el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han –al que debo algunas de las ideas aquí expuestas–, señala: “En el futuro habrá, posiblemente, una profesión que se llamará oyente. A cambio de un pago, el oyente escuchará a otro atendiendo a lo que dice. Acudiremos al oyente porque, aparte de él, apenas quedará nadie más que nos escuche”[1]. Esto es consecuencia, no se nos escapa, del creciente individualismo imperante, en virtud del cual reclamamos la atención de los demás sin prestarles apenas la nuestra. El otro, o bien se convierte en corolario de uno mismo –en una suerte de auditorio que contempla al actor sobre el escenario– o carece de sentido y deberá desaparecer.
El problema es que, en semejantes circunstancias, no hay diálogo alguno, y sin diálogo –auténtico diálogo, claro– uno sencillamente deja de ser. La persona se constituye en relación con otras personas, y si éstas no existen, o si con ellas no existe tal relación, uno también deja de existir. Al comunicarme con el otro en realidad me reconozco en él, acepto la existencia de una relación entre iguales, considero que el vínculo que ese otro establece conmigo posee la misma calidad del que yo establezco con él, de tal modo que, gracias a ese reconocimiento mutuo y sus ulteriores intercambios, ambos crecemos como personas: la comunicación me hace persona y hace persona a los demás.
Huelga decir que esta clase de comunicación entre iguales tan sólo es posible entre personas. Con animales –ni que decir tiene con cosas– resulta imposible. Son muchas las personas que encuentran en sus animales domésticos una compañía reconfortante, incluso cierta complicidad al calor de una intimidad compartida, y nada malo hay en ello. Otra cosa bien distinta, y a todas luces problemática, es convertir nuestras mascotas en sustitutivos de las personas y pretender satisfacer así nuestras necesidades de apertura y comunicación. Éstas nunca quedaran colmadas, pues nuestros únicos interlocutores válidos –aquellos aptos para romper verdaderamente el cerco de la soledad y la incomunicación– son, ya hemos insistido en ello, las personas. Es cierto que los animales de compañía no discuten nuestros puntos de vista –lo que es a fin de cuentas un modo negativo de darnos la razón–, que son fieles, que nos obedecen…, y que por todo eso uno puede llegar a establecer con ellos, digámoslo así, una relación armoniosa; ahora bien, una verdadera comunicación, una comunicación perfectiva, nunca será posible.
Al comunicarme con el otro acepto la existencia de una relación entre iguales,
me reconozco en él
Un camino de ida y vuelta
El receptor, que no es sino a quien va dirigido el mensaje del emisor, es, obviamente, elemento indispensable en toda comunicación exitosa. El diálogo es un camino de ida y vuelta, de doble sentido, en el que emisor y receptor se intercambian los papeles a cada momento; el emisor busca la respuesta del receptor, y éste, en cuanto la proporciona, se convierte en emisor, haciendo de aquél a su vez receptor, y así sucesivamente. Es el diálogo como una carrera de relevos en la que el testigo que los corredores se ceden es la palabra. Mientras uno habla, eso sí, el otro escucha, algo que conviene considerar muy mucho en la vida matrimonial y familiar. En la educación de los hijos, por ejemplo, la actitud de escucha de los padres –es una posición de partida ideal– no sólo facilita la comunicación, sino que refuerza el mensaje.
El silencio agresivo y el silencio amigable
Como decimos, la actitud de escucha crea las condiciones necesarias para establecer un encuentro personal; significa, antes que nada, dar la bienvenida al otro, acogerle en su singularidad. Claro que en la práctica todo podría resumirse en prestar atención a lo que nuestro interlocutor dice. Prestándole atención le invitamos a hablar, propiciamos su apertura: uno escucha –se ofrece– para que el otro hable.
En ocasiones, sin embargo, nuestra disposición a escuchar lo que los demás tienen que decirnos nada tiene de invitadora. Es ruda, inapropiada, agresiva, hasta tal punto que frustra cualquier intento de comunicación. Esto es algo que sucede a menudo, y no sólo cuando uno es objeto de críticas, reprimendas o quejas, sino también cuando escucha sencillamente un consejo. “¿Quién se cree que es para decirme eso?”, “¿qué le hace pensar que necesito su ayuda?”. Éstas u otras preguntas por el estilo cruzan entonces por nuestra cabeza, levantando entre nosotros y los demás un muro infranqueable.
De modo que existen dos tipos de silencio: el agresivo y el amigable. Al contrario que el primero, el segundo silencio sitúa a los interlocutores en el mismo plano receptivo, enciende la chispa del diálogo –hay camino de ida y vuelta– y conduce por lo general a un cambio de pareceres satisfactorio. Se trata de un silencio amoroso, curativo, generador de confianza, de una escucha exenta por tanto de opiniones formadas de antemano y sin el conocimiento necesario. Los prejuicios, conviene decirlo, son fácilmente interpretables como traiciones. Es importante que quien nos hable –nuestro esposo, nuestra esposa, nuestros hijos– sienta el calor de nuestra confianza. (Nada de esto impide, obviamente, que emitamos cuando corresponda, si las circunstancias así lo requieren, un juicio severo.)
Prestándole atención a nuestro interlocutor propiciamos su apertura:
uno escucha –se ofrece– para que el otro hable
La cultura del aislamiento
El mundo digital tiende a desorbitar las relaciones humanas, en el sentido en que uno, más que acceder al otro, pivota a su alrededor. Es la cultura del “me gusta”, un fugaz apunte aprobatorio, cómodo, seguro, en cierto sentido deslumbrante, pero inevitablemente superficial. Elías Canetti, en La provincia del hombre, distingue entre “los que se instalan en sus heridas y los que se instalan en sus casas”. Los primeros se muestran cuán vulnerables son –sus heridas al descubierto encuentran más fácilmente un ungüento que las alivie y sane–, mientras que los segundos, confinados en soledad, aparentemente a resguardo, dejan que sus heridas, más y más desatendidas, se infecten. Alguna similitud podría establecerse ya entre esos casos patológicos de personas que no salen de casa y nuestro propio recelo –en ocasiones furibunda resistencia– a poner un pie fuera de nosotros mismos. Y así, enclaustrados, resulta muy difícil que luego se nos ocurra llamar a la puerta del vecino, que nos paremos a pensar en el otro, que le conozcamos, que le comprendamos, que nos contemplemos en él como ante un espejo para saber quiénes somos en realidad. Porque, no lo olvidemos, la persona se constituye en relación con las que la rodean.
Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.
[1]Han, Byung-Chul, (2017), La expulsión de lo distinto, Barcelona, Herder Editorial.