En distintos campos de las actividades humanas, se pretende y se trabaja en favor de la excelencia. Pero, tal propósito, ¿es también posible en la educación?
JULIO GALLEGO CODES

Para responder a esta desafiante pregunta, lo mejor es acudir a unos datos. Veamos:

  1. La excelencia en la historia. Saltan a la vista, y sólo por citar unas pocas figuras de muy distintas épocas, los nombres de Aristóteles, Cicerón, Cervantes, Shakespeare, Goya, Beethoven, Einstein…, si bien, junto a ellos, gracias a su sacrificio, afecto, entrega y exigencia, se encuentran igualmente muchos padres y profesores y educadores.
  2. Los Premios Extraordinarios de Bachillerato. La UNED realizó una investigación sobre los alumnos con PEB, convocatorias de 1998-99 y 1999-2000, y éstas fueron sus conclusiones: procedían de clase media y media-alta, de familias estables y maduras; dedicaban horas al estudio sistemáticamente, y gran parte de su tiempo libre a la lectura; cursaban estudios paralelos (Bachillerato Internacional, música, idiomas o informática); y sobresalían además por una notable formación del carácter.
  3. Tras una serie de investigaciones, algunas de las más reputadas universidades americanas (Illinois, Berkeley, Pensilvania, Stanford, Princeton) han demostrado que en el rendimiento de los alumnos influye, por una parte, el coeficiente intelectual, pero en los resultados de los exámenes, por otra, también su fortaleza.
  4. Y un dato más: en la promoción de 2003, el porcentaje de graduados que obtuvieron título universitario en el Kipp Tough College de Nueva York apenas alcanzó el 21%. Ese mismo año se implantó sin embargo un plan de formación del carácter, y sus resultados no se hicieron esperar: en la promoción de 2005, el porcentaje se elevó al 46%, y en la promoción de 2007 al 44%.

Siempre que se cumplan una serie de condiciones, que señalaremos a continuación, y que padres, profesores y estudiantes compartan una tarea común, la excelencia en la educación es sin duda posible. En este sentido, todo avance es una dichosa ventura, pues implica de por sí amor por la educación, por la formación del carácter y por las materias de estudio, así como que el alumno –sobre todo el alumno– haya adquirido previamente seguridad en sí mismo (conviene muy mucho que los educadores sean conscientes de esto último, por cierto, de que la persona segura se desenvuelve con muchas más posibilidades de acierto).

Requisitos de la excelencia

Es ya momento de detallar algunas de las condiciones que hacen posible cumplir con el objetivo de educar en la excelencia.

  1. Las convicciones. Sin ellas, no sólo el educador no educa, sino que no es libre. Las convicciones ayudan a vivir en la certeza, por una parte, y a elevarse sobre el continuo –y agotador– discernimiento entre lo esencial y lo accesorio, por otra. Escribe Ricardo Yepes en Entender el mundo de hoy que “cuando no se educan las convicciones, queda a la improvisación individual el sentido último de la vida. La convicción duradera y constante otorga un sentido último a mi actividad”.
  2. Creadores de ilusiones. El aprendizaje es, en ocasiones, arduo y difícil, de modo que conviene introducir buenos estímulos.
  3. La motivación, que se puede definir aquí como el interés que despierta en una persona la consecución de un objetivo. Mientras que la capacidad posibilita el éxito, la motivación puede llegar a determinarlo. Es una cuestión capital –y pendiente en el caso de muchos estudiantes–, que debe plantearse apelando a la utilidad o el interés que para el alumno tiene el aprendizaje, a la recompensa que éste puede depararle. La motivación no se nutre de la fuerza de voluntad, sino del descubrimiento de que el aprendizaje puede ser interesante. Si bien es cierto, qué duda cabe, que la situación personal del alumno, así como su eventual falta de concentración, puede influir negativamente en su motivación, no lo es menos que ésta puede avivarse si se le ayuda a descubrir aquello que mejor conoce o hace, aquello en lo que puede dar lo mejor de sí. Toda persona puede –y debe– encontrar sus propias motivaciones.
    Los factores que motivan para obrar son múltiples: la curiosidad, el reconocimiento de la familia, el entusiasmo del profesor por la materia que imparte –o la fascinación personal que despierta–, la búsqueda de prestigio o aceptación social, la satisfacción de deseos personales, el afán de saber, la superación de un reto, etc.
  4. Las fortalezas. Señalan Canfield y Wells, en línea con lo anterior: “El camino más efectivo para estimular a una persona a desarrollar todo su potencial es concentrarse en sus puntos fuertes. Desgraciadamente, muchos niños y adolescentes no encuentran nada positivo y valioso en sí mismos. En general, las personas tienen más conciencia de sus limitaciones que de sus capacidades y recursos”.
  5. La lectura. En mi opinión, la condición de ser un buen lector es particularmente necesaria. Ya se dijo algo al respecto al hablar de las cualidades que reunían los Premios Extraordinarios de Bachillerato. Recuerdo todavía a un chico del que fui tutor durante varios años, un alumno perezoso, ciertamente, y que, sin embargo, gracias a su excelente dominio de la lingüística, pues amaba leer y escribir, solía responder con propiedad e ingenio a las preguntas de los exámenes, hasta el punto de salir airoso de los mismos.

Las convicciones ayudan a vivir en la certeza y a elevarse sobre el continuo discernimiento entre lo esencial y lo accesorio

Los educadores necesarios

En educación –además del educando, lógicamente–, solo es posible la excelencia si contamos con excelentes educadores, principalmente, padres y profesores.

La familia es, huelga decirlo, protagonista fundamental en una educación en la excelencia. Sobre su desempeño, Lord Byron escribió: “quiero sacar de ti lo mejor de ti mismo”; y Plutarco dijo: “nadie tiene en su mano disponer cómo han de nacer los hijos, pero es facultad nuestra que se hagan buenos con una recta educación”. No obstante, como volveré a ella para hablar de su importancia en la formación del carácter, prefiero prestar atención ahora al papel que juega el centro educativo, personificado en la figura del profesor y su trabajo en el aula.

En su libro El desarrollo intelectual de nuestros hijos, Klaus Dietrich expone lúcidamente: “Tras infinitos ensayos, los investigadores de la inteligencia han establecido una especial regla de oro: los mayores progresos en el aprendizaje se obtienen con tareas medianamente difíciles. Nuestro cometido es exigir al alumno un poco más de lo que ya sabe”. Es decir, el escalonamiento en el aprendizaje es necesario. Por su parte, Tomás Melendo, en El verdadero rostro del amor, afirma: “El conocimiento humano es progresivo. Normalmente no se comprende del todo lo que se lee por primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso ir y venir, leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado final suele provocar una notable satisfacción”. El primer plano de la enseñanza debe situarse en el aprender a pensar, en el aprender a aprender. Se trata de poner mayor intensidad en cómo enseñar –o la misma al menos– que en qué enseñar. También lo expone con meridiana claridad Bugelski, en Psicología del aprendizaje aplicada a la enseñanza: “Por lo general, las personas aprenden cómo aprender, o por lo menos, se benefician de las experiencias anteriores. Cuantos más problemas van resolviendo tanto más fácil se les va haciendo solucionarlos”.

Esta dinámica del aprendizaje ofrece pistas de la dinámica que debe seguirse en las clases: con respecto a la exposición de la materia, brevedad, claridad, sencillez y orden; con respecto a la realización de ejercicios sobre la misma, intensidad y participación; con respecto al asentamiento de los conocimientos adquiridos, recapitulación a través de esquemas.

El primer plano de la enseñanza debe situarse en el aprender a aprender

El sujeto de la educación

Se puede afirmar con Dietrich que de la conducta pedagógica que adopten los padres primero, y de la actitud que adopten los profesores después, depende que el niño desarrolle intereses intelectuales, le guste estudiar y esté dispuesto a aceptar el sacrificio que todo ello lleva consigo, algo que bien puede resumirse en una sola frase: “el gusto por el estudio se puede aprender”.

Desde luego, hay inconvenientes: una cultura débil o líquida –como afirma Bauman–, un ambiente permisivo, o también las prisas. Éstas últimas son mal punto de partida, la actitud opuesta, de hecho, que demanda la educación, un proceso que se realiza en el tiempo y con el tiempo. Las prisas provocan impaciencia y desánimo ante la dificultad, originan personas débiles y sin fondo.

El alumno, por su parte, como sujeto de la educación, interviene de forma decisiva en el proceso. En un libro de Economía de 2º de Bachillerato encontré una explicación que puede aplicarse aquí: “Calidad total es considerar que no es posible conseguir objetivos de excelencia en calidad si no se involucra en ello a todos los miembros y departamentos de la organización”. No puede ser de otro modo, pues el estudiante “excelente en calidad”, dando por buena la analogía, es aquel que aprovecha la organización del conocimiento puesta a su disposición para aprender dicho conocimiento, asimilarlo y fijarlo en su entendimiento.

Stefan Zweig, en su libro Momentos estelares de la humanidad, llama la atención sobre un Händel hundido, deprimido e incapaz de componer, que recibió una noche, el 21 de agosto de 1741, para ser más exactos, una carta del poeta Jennens (autor por cierto de los libretos de sus obras Saúl e Israel en Egipto). En ella encontró un nuevo poema, en cuya primera página aparecían escritas las palabras “El Mesías”. Su lectura, inspiradora de algo que intuía sublime, le llevó a trabajar desde esa misma noche y por espacio de tres intensísimas semanas hasta dar por concluida la composición, el 14 de septiembre, de su celebérrimo oratorio, uno de tantos testimonios, brillante en este caso, de que la contribución del propio sujeto a una causa tiene un valor inestimable.

Las prisas son mal punto de partida, provocan impaciencia y desánimo ante la dificultad, originan personas débiles y sin fondo

Hábitos de trabajo intelectual

Ahora bien, ¿qué se pide al estudiante, en concreto, para que su trabajo, el estudio, alcance la excelencia? En realidad, la adquisición de hábitos de trabajo intelectual. Veamos algunos:

  • Mimo y afán de perfección.
  • Cumplimiento de horarios.
  • Orden.
  • Plan de lecturas para el tiempo libre.
  • Sobriedad.
  • Austeridad.
  • Sinceridad con uno mismo.
  • Consciencia de que sin esfuerzo nada se consigue.
  • Rebeldía frente a la superficialidad.
  • Actitud activa.
  • Propósito de vencer las debilidades y flaquezas propias.
  • Concentración en el estudio.

La formación del carácter

En realidad, en el fondo, la tarea común a la que padres, profesores y los propios muchachos han de dedicar sus esfuerzos tiene que ver con la formación del carácter. Alfred Sonnenfeld, en Liderazgo ético, explica por qué: “El buen carácter es el que perfecciona nuestra naturaleza humana. Es el que capacita al sujeto para que actúe cada vez mejor en cuanto hombre… y procura conseguir una vida lograda (feliz) gracias a sus elecciones personales”.

El escenario idóneo para la formación del carácter es la familia. A este respecto, el amor de los padres hacia sus hijos se concreta en el firme propósito de procurarles, en un sentido amplio, la mejor educación posible. “Querer es una gran cosa –escribía Louis Pasteur a sus hermanos cuando tenía 19 años–, pero la acción y el trabajo deben seguir a la voluntad. La voluntad abre las puertas, el trabajo las atraviesa y el éxito nos espera para coronar los esfuerzos”.

El poeta Juvenal lo expuso de forma soberbia en estos versos:

Has de pedir alma sana en cuerpo sano.
Pide ánimo fuerte, que no tema a la muerte,
que pueda sobrellevar cualquier trabajo,

que no se queje.
Cuerpo sano, alma fuerte, capaz de soportar
las fatigas pesadas y la auto-disciplina.

Pero si bien el carácter, como decimos, sostiene y mueve a la persona, no conduce a ésta a cualquier parte. Ese “ánimo fuerte” del que habla Juvenal es fuerza de ánimo en una determinada dirección, la fuerza que permite a la voluntad seguir los dictados de la recta razón. Porque, conviene decirlo, la esencia del carácter no es vencer dificultades sino obrar el bien.

Aunque cueste y presente dificultades, se debe enseñar a los hijos y alumnos, así pues, a hacer el bien. Los valores de la verdad, la amistad, la sinceridad, la justicia, el amor, la belleza, etc., se cultivan en el terreno fértil de la familia y la escuela, y al renunciar a ellos se renuncia, en realidad, a la educación en mayúsculas.

Julio Gallego Codes es licenciado en Filosofía y Letras por la UCM y autor, entre otros libros, de ‘En busca de la excelencia’.