El concepto de libertad, como tantos otros, se elabora en la Grecia clásica –seguimos viendo el mundo con los ojos de los griegos–, de modo que parece apropiado partir de aquella noción, señalando sus rasgos más característicos, antes de abordar la que hoy concibe la cultura moderna. ALEJANDRO NAVAS
En términos sociales, la libertad consiste en vivir conforme a la tradición, a lo recibido, a lo acostumbrado. El tirano, el enemigo de la libertad, es el que introduce usos o leyes nuevas: frente al tirano Creonte, Antígona invoca la ley tradicional de la piedad para desobedecer y enterrar a su hermano caído en combate. Es hacer lo que siempre se ha hecho.
La reflexión filosófica sobre la libertad advierte en ella tres dimensiones: ontológica (apertura), psicológica (autodeterminación) y moral (autodominio).
- Apertura. Por el entendimiento y la voluntad estamos abiertos a la totalidad de lo real. La psicología y la antropología hablan a este respecto del carácter intencional de nuestro psiquismo. Todo lo que existe puede ser conocido o querido por nosotros: “Por el entendimiento y la voluntad el hombre es todas las cosas” (Aristóteles). Esto puede provocar tensión entre nuestra finitud, condicionada por nuestra naturaleza material, y esa infinitud potencial. Es una limitación que puede vivirse como drama y hacer surgir en el hombre el deseo de romper los límites. Aquí radica, por ejemplo, el atractivo antropológico de la droga: promete un viaje (trip) a otros mundos y la ampliación de nuestra experiencia. Es una promesa siempre atractiva –mucho más si nuestro mundo parece anodino y vulgar–, y cuenta también con el componente meramente placentero (efecto sedante o estimulante).
- Autodeterminación. Con mucha frecuencia podemos elegir entre actuar o no, o entre actuar de un modo u otro, aunque exista también la experiencia de la necesidad, por la que no somos dueños de todos nuestros actos (el llanto o la risa, por ejemplo, son actos conscientes que no controlamos). Y como los bienes que se nos ofrecen son limitados, finitos, la voluntad no se ve obligada a abrazarlos de modo necesario.
- Autodominio. Es la libertad en sentido moral (que no se da por igual en todos los hombres). Aristóteles señalaba que es “la libertad como amistad del hombre consigo mismo, como identidad con uno mismo”. Nuestro psiquismo es complejo, y bullen en él varias tendencias y facultades: entendimiento, voluntad, memoria, imaginación, sentidos, pasiones. Hay autodominio cuando todas esas facultades se dirigen al mismo punto, de modo armónico, y no se desatan guerras internas. Crecer en autodominio es crecer en virtudes intelectuales y morales. Es cuestión de ejercicio. La virtud nos hace más libres y capaces. El esclavo de la adicción no es libre: cede ante la mera presencia del estímulo.
Hay autodominio cuando todas las facultades que
bullen en nosotros se dirigen a un mismo punto
Apolo y Dionisos
Los griegos conocieron una tensión constitutiva de la condición humana, que se puede describir como la lucha entre Apolo y Dionisos. Apolo es el dios de la armonía, de la belleza, que se concibe como orden y proporción. Dionisos es la deidad de lo espontáneo, del vino y de la danza, del teatro, de la liberación de las pasiones, de la celebración festiva que rompe con las normas que rigen la vida cotidiana. Los hombres –y los jóvenes de modo particular– pueden sentir el conjunto de normas que regulan la vida social como coacción, como corsé que reprime la espontaneidad e impide que sean ellos mismos de modo auténtico.
La maduración de la personalidad consiste precisamente en advertir que esa trama institucional permite ser más libre, llegar más lejos, pues resuelve muchos de los problemas básicos que plantea la vida y libera buena parte de nuestra capacidad para acometer nuevas tareas. Esto no significa que no haya instituciones obsoletas que sea necesario abandonar o cambiar. La situación adánica, de comienzo absoluto, es: por una parte, imposible, pues el hombre es siempre un heredero; por otra, de dudoso atractivo (Robinson Crusoe en su isla, luchando por la supervivencia, no produce demasiada envidia).
Para los clásicos, la libertad es muy relevante, pero no es lo más importante: se subordina a la verdad y al bien. Está al servicio de una vida virtuosa y del acceso a la verdad (ideal contemplativo).
Los hombres pueden sentir el conjunto de normas que regulan la vida social
como corsé que reprime la espontaneidad
Libertad en el mundo moderno
Se entiende como emancipación, como liberación. El hombre moderno sabe mucho –por la ciencia– y puede mucho (por la tecnología) Ahora va a tomar el mando, porque se considera maduro, adulto, autónomo, y no aceptará imposiciones de nadie: ni de la tradición, ni de la realidad –rechazo del derecho natural– ni de Dios. Hay que liberarse del lastre que supone ese bagaje tradicional, romper con todo tipo de tabúes. Kant, como profeta de la Ilustración, dice: debemos acabar con la culpable minoría de edad en la que se encuentra el género humano, sometido a la autoridad por dos motivos fundamentales, la cobardía y la pereza (Sapere aude! – pensar por cuenta propia). Nietzsche llevará este planteamiento a sus últimas consecuencias: el nihilismo. Si el hombre es dueño de su vida, completamente autónomo, ¿por qué respetar algo? Supone dar vía libre a la voluntad de poder, al dominio de los fuertes sobre los débiles. Darwin y el evolucionismo reforzarán este planteamiento, en el que se impone el más fuerte. En nuestros días, Dawkins hablará del hombre como de una máquina al servicio de la optimización egoísta de los propios genes.
Un intento de emancipación especialmente influyente en nuestros días es Freud, cuya visión del ser humano es la de alguien hecho para el placer, y para el placer sexual (pura libido). La realidad se encarga de frustrar ese anhelo con una doble consecuencia: en el plano individual, la represión que lleva a la neurosis; en el plano social, la aparición de la cultura como remedio para paliar esa frustración. Se trata de una visión francamente negativa de la realidad, que es nuestra enemiga, la que amarga la vida.
Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.