Vistas así las cosas, no extraña ya tanto que nuestra época, que tiene siempre en la punta de la lengua la palabra libertad, no sobresalga precisamente por el uso que hace de esa libertad radical: hay mucho enemigo de la libertad con atuendo de libertino.
MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Curiosamente los principales enemigos de la libertad no están fuera del hombre sino que viven dentro de él. Nadie desde fuera puede arrebatarnos la libertad íntima, la libertad radical (véase El hombre en busca de sentido, en el que V. Frankl cuenta su experiencia de superviviente en un campo de exterminio nazi). Sólo desde dentro podemos hacerla inútil o estéril; y eso al menos en parte tiene que ver con la falta de coraje, con el rechazo previo del esfuerzo, del compromiso, del aspecto de realidad difícil y costosa con que a veces se presenta lo verdaderamente valioso para el hombre: la realización de su proyecto vital. Aparece así un sentimiento respecto a la verdadera libertad que se parece al miedo y al rechazo a causa de:

a) ese aspecto verdaderamente serio –para algunos, terrible– y comprometedor con que se presenta la libertad. El tiempo y la libertad convierten la vida del hombre en una realidad definitiva, irrepetible: la vida va en serio (no en triste, pero sí en serio). «El hombre no es un ensayo de sí mismo» (Yepes), no es un experimento provisional, un juego sin consecuencias, sino una realidad en cierto modo definitiva (esto no significa que la vida sea necesariamente irremediable; en la vida todo tiene remedio para quien se decide a ponerlo, aunque en ocasiones no sea fácil);

b) al carácter de soledad con que a veces se experimenta el ejercicio de la libertad, precisamente porque nadie puede ser yo mismo en mi lugar. Este carácter se puede agudizar hasta el desamparo o incluso la angustia cuando no está resuelta la cuestión del sentido.

Decidir es siempre decidirse

El mundo que nos rodea está lleno de ofrecimientos y sugerencias para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. Una de ellas es atribuir la culpa del mal que hacemos o provocamos a las circunstancias, hacer depender nuestros actos por completo del influjo de las circunstancias de la sociedad en la que vivimos, del ambiente en que hemos sido educados, de nuestro peculiar modo de ser, de la publicidad insistente y tentadora… Es innegable la influencia de las circunstancias en la constitución de la identidad de la persona, puesto que ya hemos dicho que la relacionabilidad es constitutiva en la persona: todo hombre es hijo a la vez de sus padres y de su tiempo, de su circunstancia. Pero no deja de ser sospechoso el hecho de que sólo como justificación de sus decisiones erróneas el hombre atribuya el carácter de irresistible a la influencia que le viene del exterior. Nunca lo hace cuando se refiere a sus éxitos; en este caso siempre alude a los méritos personales, a la capacidad de reaccionar críticamente, valiosamente, ante una situación determinada.

Forma parte de la libertad la asunción por parte de la persona, como autor, de las consecuencias de los actos engendrados por nuestras decisiones libres, sean éstos acertados o erróneos: mis actos –y sus consecuencias– son míos: me pertenecen. Pero en realidad la responsabilidad sobre los propios actos y sus consecuencias es derivada de la responsabilidad de cada uno sobre sí mismo. Ser libre significa responder en primer lugar acerca de sí mismo, acerca de la propia identidad: quién soy. El nombre bautismal es un nombre recibido; un nombre de partida, pero no el definitivo. El nombre definitivo es el que cada uno se va dando al vivir. Aquí se está tocando una cuestión importante: la relación entre identidad personal y actos libres de la persona (o, mejor, las decisiones libres), entre quién soy y qué hago.

Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo –o destruyendo–, me va definiendo, inventando: eso que Llano ha llamado “el carácter reflexivo de la libertad”. Decidir es siempre decidirse, decidir sobre uno mismo. Al elegir lo que quiero hacer no sólo transformo la realidad exterior con mis actos libres, sino que –y sobre todo– yo mismo me voy transformando poco a poco. Las decisiones libres dejan huella en el agente antes de dejarla en el mundo que le rodea, van moldeando su identidad: sus obras van diciendo quién es él. Entre la identidad de la persona y sus decisiones libres se establece una relación esencial y constitutiva en ambas direcciones, una especie de circuito de retroalimentación. Esto significa que la identidad de la persona es indesligable de sus obras, hasta el punto de que tan real es decir “obro así porque soy yo” como “soy yo porque obro así”: la praxis es decisiva en la construcción de la identidad personal. A esa relación irrenunciable entre identidad de la persona y sus decisiones libres se refieren esas palabras del Evangelio: “por sus frutos los conoceréis”: por las obras recibimos el nombre que nos identifica. (Una posible formulación de este enunciado en su versión moral sería ésta: “no obro el bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque obro el bien”).

Esta fidelidad a uno mismo, a la propia identidad, en la práctica no se consigue sin trabajo, sin esfuerzo. Es más fácil abdicar y convertir la vida en un aparente pasatiempo, una partida de mus con garbanzos, o a peseta el punto, en el que parece no arriesgarse nada: nada se pierde, nada se gana. Pero en realidad no es así, precisamente porque nos va la vida en ello. La vida es una aventura y una tarea pero no un juego insustancial, una simple diversión para pasar el rato. A veces puede resultar apasionante, a veces pesada; en último extremo, para estos momentos en que parece tediosa o difícil, vale la apreciación de Conrad: “quien ama el mar, ama la rutina del barco”. Las dos cosas –el placer de la aventura en el mar y los cuidados materiales, esenciales para la puesta a punto del barco– son necesarias y se implican mutuamente: cada una en su momento.

Ser libre significa responder en primer lugar acerca de sí mismo,
acerca de la propia identidad: quién soy

La importancia de lo lúdico

Esto no significa que lo lúdico, lo descansado y divertido no tenga importancia en la vida humana; la tiene, y mucha. La vida es importante pero no es terrible, y conviene tomarla también con su poco –o mucho– de humor, con esa cierta separación que nos da perspectiva y hace que en ocasiones sepamos tomarnos las cosas menos a pecho y con más sentido del humor. Porque vivir es también celebrar la vida: reír, bromear, jugar, según venga o convenga. La risa es exclusiva del hombre –el único animal que ríe– y está emparentada con su tendencia anhelante a la felicidad: “reírse es ser feliz por un momento” (Yepes). Ya Tomás de Aquino decía que “el hombre no está hecho para vivir en la tristeza”, Nietzsche advertía que “todas las cosas buenas ríen”, y Cervantes, por boca de Sancho Panza, hace una advertencia similar a D. Quijote, entristecido por la noticia del penoso encantamiento de Dulcinea: “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias. Vuesa merced se reporte y vuelva en sí, y avive y despierte y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes” (Quijote, II, XI).

El hombre no puede pasar sin alegría, de modo que si no brota espontáneamente de su propio vivir –esto es lo razonable–, termina por provocarla artificialmente por otras vías (alcohol, drogas, etc.): porque “el ser humano no soporta mucha realidad” (Eliot), no está hecho para soportar el peso de una angustia o un dolor excesivos.

La risa es exclusiva del hombre y
está emparentada con su tendencia anhelante a la felicidad

Sobrecogido por su pequeñez

Sobre esta cuestión de la abdicación práctica de la libertad es instructivo el libro de Bruckner La tentación de la inocencia. Se trata de un diagnóstico lúcido de esta patología actual de la libertad, aunque escrito con cierto tono ácido y negativo. (Y desde luego, los remedios que da el autor –que no es creyente– son en todo caso paliativos). Allí se habla de cómo esa abdicación de la libertad repercute no en un engrandecimiento del hombre sino al contrario, en su empequeñecimiento. Lo ilustra con el argumento de un relato, que en esquema es el siguiente:

Sobre el techo de la cabina de un barco, un hombre está tomando el sol. De repente, una cortina de espuma lo sumerge y lo cubre de agua. La ola pasa, y él queda secándose al sol con esa sensación de agradable picorcillo en la piel. Al cabo de un tiempo se levanta y constata que ha perdido unos centímetros de estatura, como si hubiera encogido un poco. Al llegar a casa acude al médico, que le hace unos análisis completos sin detectar nada raro; algo confuso, el médico le confiesa que no sabe qué le puede estar sucediendo exactamente. Vuelve a su casa, y sigue encogiendo día a día: las personas y las cosas le parecen cada día más grandes. Su mujer, que hasta hacía poco le llegaba al hombro, le pasa ahora una cabeza, y al cabo de unos días huye de casa despavorida ante la pequeñez creciente de su marido. Como puede, pero cada vez con mayor dificultad, se va defendiendo en la casa, donde vive atrincherado. Operaciones que antes le parecían elementales como abrir el frigorífico o alcanzar los grifos del lavabo, se le hacen extraordinariamente dificultosas. Mengua constantemente: primero parece un chico, luego un niño, después un muñeco, más tarde un soldadito de plomo. Huye de su gato, que ahora le parece un tigre feroz. Más tarde, refugiado en el sótano de su vivienda, tiene que pelear contra una araña…

Para Bruckner este argumento es una metáfora que describe con sorprendente realismo la situación del hombre moderno, sobrecogido por su pequeñez, atemorizado por casi todo, encogido en sus dimensiones, buscando afanosamente la seguridad. A base de buscar un status cómodo ha renunciado a vivir por cuenta propia, ha renunciado a la audacia de hacer su propia vida, ha cambiado libertad por seguridad, y al paso que la satisfacción de sus necesidades inmediatas queda asegurada, su horizonte personal ha quedado enormemente empequeñecido: sin ideales, sin compromisos, sin proyectos estables. Cualquier responsabilidad le parece excesiva, detrás de cada dificultad ve una gran amenaza: quiere tenerlo todo, cuanto antes y sin el menor esfuerzo.

Hay una tendencia generalizada en la cultura actual de empequeñecimiento, de regresión a la infancia, a la irresponsabilidad, una especie de enfermedad que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, un intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes: “no renunciarás a nada, y no darás nada a cambio”, “tener derecho a todo sin renunciar a nada”. Es la libertad esclava, una esclavitud protestona y reivindicativa.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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