Después de trabajar toda una vida como periodista y crítico de cine en la revista New Yorker, David Denby volvió la vista a la universidad y al debate ideológico que en ella existía –y existe aún– en torno al canon literario; esto es, en torno al criterio empleado para seleccionar las obras literarias que son de lectura obligada para los alumnos –en este caso– estadounidenses. MAGDALENA VELASCO KINDELÁN
¿Es Shakespeare un agente del colonialismo? ¿Forma parte Rousseau del discurso llamado “hegemónico”? ¿No es posible que el canon occidental sea en realidad un subterfugio para imponer una visión del mundo? Para dar respuesta a esas y otras cuestiones, Denby se matriculó, casi treinta años después de que lo hiciera por primera vez, en el curso de Literatura y Humanidades de la Universidad de Columbia. Allí releyó y analizó, junto a compañeros de pupitre mucho más jóvenes, algunas de las más importantes obras de la literatura universal: desde la Ilíada de Homero a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, pasando entre otras por El banquete de Platón, La ciudad de Dios de San Agustín, El príncipe de Maquiavelo, el Decamerón de Boccacio, los Ensayos de Montaigne, El rey Lear de Shakespeare, el Quijote de Cervantes o el Fausto de Goethe.
De aquella peculiar experiencia universitaria, que implicó no sólo la lectura crítica de los textos sino su puesta en común con el profesorado y el resto de estudiantes, nació Los grandes libros, en realidad un testimonio de la beneficiosa influencia que la lectura ejerce sobre el espíritu humano. “Leer los grandes libros –escribe Denby– puede parecer una solución extraña para una crisis de identidad o lo que sea eso que ahora padecemos. ¿Por qué no dedicarse, por ejemplo, a viajar o cazar elefantes? (…) Este y otro son los métodos tradicionales de abordar estos problemas. Pero yo quería una verdadera aventura.”
La cuestión del canon y la batalla ideológica que libran algunos círculos académicos e intelectuales va así perdiendo terreno a lo largo del relato en favor de esa “aventura” que es la literatura, un antídoto eficacísimo contra la penosa sensación de vivir en el ruido y la confusión, en una atropellada sucesión de reclamos atosigadores.
Importancia imperecedera
El autor descubre a medida que escribe, con cierta alarma, cuán condicionado está por la televisión, el cine y la cultura popular. “Siendo adolescente mantenía una estrecha relación con la literatura y podía leer de seguido durante horas. Ahora es mucho más difícil. Los jóvenes no encuentran la pausa y el sosiego necesarios para fijar la atención en la lectura durante periodos de tiempo más o menos prolongados. Los colegios empiezan a no poder competir con el torrente de imágenes y sonidos que lo anega todo”. La relectura de los textos de Homero, sin embargo, o de los clásicos, antiguos –Sófocles o Virgilio, por ejemplo–, modernos –Austen, Woolf, Dickens, Flaubert, etc.– o de los que se suceden en los siglos intermedios, además de la gratificante sorpresa de descubrir en la generación actual a estudiantes con “mayor competencia y seriedad” que en la suya, lo han convencido de la importancia imperecedera del libro, del inmenso legado que ha dejado y seguirá dejando. “Quienes se toman estas obras seriamente desarrollan un muy valioso espíritu crítico y autocrítico. Te enfrentas al desafío que plantean mentes más lúcidas y poderosas que la tuya, y eso le ayuda a uno a dar lo mejor de sí mismo, a pensar más y mejor. Y eso es imprescindible en la media age que es nuestro tiempo. No seremos tan estúpidos como para despreciarlo”.
El autor descubre con cierta alarma, a medida que escribe,
cuán condicionado está por la televisión, el cine y la cultura popular
La oportunidad de crecer por dentro
Por eso el problema del canon, para Denby, es menor. “Hablamos de literatura excelsa, que no puede conducir, por su propia naturaleza, hacia lo que se ha venido llamando el ‘triunfalismo del hombre blanco’. Estas obras se preguntan sin excepción por la identidad, pero por una identidad profunda que nada tiene que ver con ser hombre o mujer, o blanco, amarillo o negro. Se preguntan sobre quiénes somos, para qué vivimos, cómo nos percibimos y percibimos a los demás”. Así las cosas, el canon no importa. Hay tantas relaciones de autores y obras como profesores. “Observo la arbitrariedad con que se elaboran estas listas. ¿Por qué la Universidad de Columbia incluye el estudio de dos trabajos de Homero y descarta a Stendahl o Balzac? No lo sé, pero carece de importancia. Unos y otros, si no nos defendemos a nosotros mismos contra estos autores –que es la cuestión verdaderamente importante–, ofrecen la oportunidad de crecer por dentro”.
Frente a Denby se alza el crítico –y gurú– literario Harold Bloom, que en su controvertido El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas apuesta, no sin impertinencia, por una serie de autores imprescindibles, troncales en su opinión en la historia de nuestra cultura. Su repaso histórico comienza con Dante –excluye toda la Antigüedad–, y concluye con Samuel Beckett, aunque sin seguir del todo un orden cronológico, y con la figura de Shakespeare como eje central. Bloom distingue tres partes bien diferenciadas: La Edad Aristocrática, que abarca desde Shakespeare y Dante a Goethe; La Edad Democrática, donde incorpora al primer Wordsworth y concluye en Tolstói e Ibsen; y La Edad Caótica, en la que incluye a Freud, Kafka, Proust, Borges, Neruda y Pessoa.
Pero más que enzarzarse sobre nombres y obras –polémicas muchas veces alimentadas por los editores para vender sus productos–, quizás convenga analizar cuáles han sido los criterios estéticos o de otro tipo utilizados a la hora de elegirlos. Wendell V. Harris, en su artículo La canonicidad, propone las siguientes funciones para extraer los criterios posibles: 1) proveer de modelos, ideas e inspiración; 2) transmitir una herencia intelectual; 3) crear marcos de referencia comunes; 4) intercambiar favores (en el sentido de que los escritores suelen ser decisivos en la formación de un canon prestándose atención entre sí); 5) legitimar la teoría; 6) ofrecer una perspectiva histórica; y 7) pluralizar como política del reconocimiento.
Magdalena Velasco Kindelán es catedrática de Literatura.