Del amor mutuo de los esposos surge el equilibrio emocional y afectivo de los hijos, al saberse amados y parte de un proyecto de amor. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO
Ese aprendizaje del amor en su origen posibilita el desarrollo integral de la persona y, con él, su integración primero educativa y después social. Muchas de las dificultades y desvaríos en la edad adulta tienen su punto de partida en la ausencia de ese aprendizaje inicial, esencial para toda persona.
Siendo tan importante, la unión conyugal no es algo sencillo. No nos referimos a la unión externa y aparente que, en principio, es fácil de conseguir. Estamos hablando de una unidad interna, de un tránsito verdadero del yo al nosotros. Ese es el gran objetivo que todo matrimonio debe perseguir y en el que cifran sus esperanzas de felicidad y, hoy, de futuro. La unidad matrimonial no es cualquier tipo de unidad: no es, desde luego, la que se produce por la anexión, por la desaparición de uno de los cónyuges sometido al otro (ya no hablaríamos de un nosotros, sino de un yo al cuadrado, demasiado frecuente por desgracia). En este modelo, sólo habría una relación encubierta de dominio que eliminaría realmente a las dos personas, convirtiéndose una en amo y otra en esclavo. Esta situación provoca, a la corta o a la larga, el recelo y el deseo de independencia.
Los que se aman no son iguales
La unidad que exige el matrimonio es la que no anula las diferencias. No pide la dependencia –como ocurre en el falso amor egoísta que exige al otro la desaparición de su propio yo– ni la independencia (como falso ideal en el que, al estilo de Sartre, los demás son el infierno y sólo puedo ser libre contra ellos). Este riesgo aparece con frecuencia en la vida real de los matrimonios: el varón suele pretender seguir haciendo su vida como si nada hubiera pasado entre el antes y el después del matrimonio; la mujer, por su parte, intenta a veces que los dos pasen a hacer su vida. Ambas actitudes crean problemas en la convivencia.
La unidad conyugal consiste, no en la independencia ni en la dependencia, sino en el término medio de la interdependencia. Ésta es resultado de una unidad diferenciada que admite la existencia de distinciones de varios tipos: psicológica, físico-sexual y espiritual. Los que se aman no son iguales. De hecho, cuando se busca una persona que sea idéntica a nosotros no se asegura –ni mucho menos– una convivencia estable, ya que la similitud de gustos marca un área de yuxtaposición pero no de verdadera unidad. Como ocurre hoy muchas veces en la orientación familiar, se advierte que novios o esposos que se han unido por tener sólo vínculos comunes siguen viviendo vidas separadas con momentos de encuentro en base a los gustos u objetivos en común. Esos momentos, si desaparecieran, convertirían a los cónyuges en extraños.
El gran objetivo que todo matrimonio debe perseguir es el
tránsito verdadero del yo al nosotros
Las tres patas del banco
Es preciso ir más allá: el amor debe alimentarse de la complementariedad que parte de la diferencia real entre los cónyuges, pero en el que ambos se esfuerzan para tener una verdadera vida en común, una unidad de donación y de sentido que nutre al resto de las actividades.
Para lograr esa unidad verdadera es imprescindible la voluntad de salir de uno mismo y abrirse al otro y, para ello, es capital pasar por tres verbos recíprocos (que exigen la acción de ambos):
1. Conocerse
Descubrir y llegar a amar los elementos propios de la otra persona, los que la hacen ese ser singular y específico. Es frecuente que entre los novios y recién casados se ame más a un ideal que a la persona real, y que se elija a ésta porque se ajusta de algún modo a ese ideal. Sin embargo, ese primer momento debe dejar paso a una aceptación real de la otra persona. Sin ella, se termina cayendo en un falso realismo, resultado de comparar a la persona real –llena de virtudes y defectos– con la entelequia de nuestro ideal.
El amor, para ser verdadero, ha de hacerse cotidiano, diario. Debe ser, por decirlo con una imagen, no un amor hacia la persona arreglada para salir de fiesta, sino hacia esa misma persona en su situación más normal, por ejemplo, al despertarse. Esta exigencia la ha planteado con claridad Marta Brancatisano en su libro La gran aventura:
“Un amor que no se mide con la realidad, que no se cubre con el polvo de la cotidianidad, tiene poca savia vital; el impacto inevitable con la vida diaria será el que lo marchitará. Lo extraordinario no se aviene bien con el amor que es para siempre, para todas las estaciones. En todo caso es el amor el que es capaz de convertir lo común en extraordinario. No vive alejado de las cosas de cada día sino que les da un carácter de novedad penetrándolas con su fuerza. De ahí que cualquier lugar, aunque sea tan habitual e intrascendente como un autobús o la cafetería de una estación, pueda convertirse en un lugar realmente diferente por el solo hecho de ser el escenario del amor (…). Pensar que debido a su elevación y profundidad requiere situaciones grandiosas es algo que corta las alas del amor, que lo expone a un estrepitoso fracaso. Quiero ser contemplada con los mismos ojos enamorados tanto si estoy bailando vestida con un traje de noche como si estoy limpiando el baño con un vulgar delantal”.
En el amor verdadero, el otro/a que desaparece como sujeto de su propia vida, debe reaparecer como objeto de la nuestra. Además, ese conocimiento nos llevará a advertir que varones y mujeres somos distintos, con maneras diferentes de estar y vivir en el mundo. Del mismo modo, llevará a captar las novedades que se producen en la persona con la edad, cambiando juntos. Ese conocimiento, apunta Kimberly Hahn en El amor que da vida, permite una verdadera intimidad:
“Nuestro acto de amor que da vida, en el contexto del matrimonio nos devuelve a una desnudez sin vergüenza. Podemos ser vulnerables al otro. Como esa vulnerabilidad es recíproca, nuestra comunión se hace más profunda con el tiempo. Ésta es la razón por la que podemos decir a nuestros hijos –como mis padres me dicen repetidamente– que la intimidad mejora cada vez más, a medida de que crecemos en amor conyugal, porque nos conocemos el uno al otro más íntimamente, nos entregamos con más plenitud y recibimos a nuestro esposo de una manera más completa que nunca”.
2. Comprenderse
Aceptar al otro/a de forma exigente. Partir de la realidad que es, intentando sacar lo mejor de la otra persona. Esa mejoría debe ser fruto del amor y del ejemplo, no del reproche que es un falso camino (entre otras cosas porque nos hace creer que podemos juzgar al otro sin que nosotros precisemos ser juzgados). Hay que “renunciar a querer tener siempre la razón. Ésta es una inagotable fuente de problemas y aún de rupturas de relaciones: la necesidad –aconsejada por el orgullo– de decirle al otro que se ha equivocado, de demostrarle que no sabe lo que dice, de imponerse como superior, de decir siempre la última palabra en la discusión, del hecho mismo de discutir en vez de dialogar” (A. Aparicio, El matrimonio a examen, pág. 147). En esa compleja dualidad de aceptarse y exigirse se centra la mejora del matrimonio: cada uno se siente urgido a mejorar para seguir estando a la altura del otro/a. Esa aceptación activa y paciente crea un clima de confianza mutua en la que cabe la mejora.
3. Respetarse
La ausencia de respeto es una de las causas principales de la destrucción del amor. La falta de respeto puede ser de obra o de pensamiento. Lleva a no agradecer ni valorar las cosas positivas que el otro/a tiene y todo lo que aporta a la unidad. Implica la pérdida de la sorpresa ante el amor de la otra persona, y se termina convirtiendo su entrega en una exigencia, en una pura correspondencia a nuestra superioridad. Cuando en el matrimonio no se logra esa unidad diferenciada, la parte más débil puede terminar siendo enajenada.
Es esencial en el matrimonio descubrir que el perdón es la mayor muestra de amor. Si no se perdona, no se ama, pero la dimensión del perdón debe ir anexa a la necesidad de ser perdonado. Una excesiva conciencia de los defectos del otro/a merman la igualdad y la convivencia. Si amo, siempre sitúo a la otra persona por encima de mí: no me supone un problema perdonarla ni pedirle perdón.
En el fondo, todo consiste en no acostumbrarse, en saberse en la necesidad de conquistar permanentemente al cónyuge, en impedir que el tiempo acabe con la relación: el asombro fácil del enamoramiento debe transformarse en un asombro maduro, que es el propio del amor. Como indican dos grandes especialistas en este tema: “El amor conyugal ha de redescubrirse, alimentarse, reinventarse y pulirse en cada momento: he aquí la clave de las claves de una vida matrimonial lograda” (T. Melendo Granados y L. Millán-Puelles, Asegurar el amor, pág. 21).
Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.