En el año 2000, se celebraron en España 216.451 matrimonios, y dada la población existente por aquel entonces, en torno a los 40.470.000 habitantes, la tasa bruta de nupcialidad se situó en el 5,29‰. En el 2019, sobre una población de 46.940.000 habitantes, el número de matrimonios celebrados fue de 162.743, lo que dejó la tasa bruta de nupcialidad en el 3,49‰. De modo que, transcurridos 18 años, hubo 53.708 matrimonios menos en un país que contaba casi con siete millones de habitantes más. Y todo ello, claro está, antes de que la pandemia del Covid-19 hiciera acto de presencia. Porque en el año 2020 la caída fue sobrecogedora. PABLO SAGARRA RENEDO

Pero no son los únicos datos que explican el desplome de la nupcialidad en España. En este sentido, conviene saber que el número de separaciones y divorcios en ese 2019 fue de 109.567 (95% de divorcios); que el porcentaje de matrimonios canónicos sobre el total apenas alcanzó ese año el 20,5%; que, tras Suecia (34 años), España es el país del mundo en el que las mujeres se casan a edad más avanzada: 33,5 años de promedio.

En todo caso, no debe esta cuestión ceñirse a los números. Si la institución matrimonial, como sabemos, reporta en términos generales importantes beneficios tanto a las personas como a la sociedad en su conjunto, resulta pertinente hacer el esfuerzo de trascender los datos estadísticos y llevar a cabo investigaciones cualitativas; porque, si bien sociólogos y demógrafos suelen ofrecer una relación descriptiva de las razones que explican este descenso de la nupcialidad –las dificultades sobrevenidas para conciliar la vida laboral y familiar, los cambios culturales, etc.–, no se atienden por lo general las causas de fondo, o, dicho de otro modo, no se responde a la pregunta: ¿por qué no se casa la gente?

El matrimonio no está en crisis…

Al respecto, cabría decir que a veces se presenta como causa lo que en verdad es un efecto. Se esgrime, por ejemplo, que la gente no se casa porque “el matrimonio está en crisis”, cuando ni lo está ni puede estarlo: la institución matrimonial es, sencillamente, lo que es. Por el contrario, lo que a mi juicio está en crisis es la sociedad, las personas que la integramos, que hemos ido perdiendo de vista el sentido del amor de pareja, del amor esponsal. Lo ignoramos. Creemos saber casi todo, pero desconocemos cómo funciona, si se me permite la expresión, “la máquina de la felicidad” del matrimonio: su naturaleza, su manera de ser concreta, la hondura humana y espiritual del compromiso del amor conyugal y los medios y esfuerzos que han de desplegarse para conservarlo a lo largo de la vida.

Suele decirse que la gente no se casa porque “el matrimonio está en crisis”,
cuando ni lo está ni puede estarlo: la institución matrimonial es lo que es

Y el noviazgo, tampoco

En mi opinión, una de las causas que explican la pérdida de sentido del matrimonio en la actualidad es la desvalorización del noviazgo. Aun a riesgo de generalizar, me atrevería a decir que la gente no se casa porque, entre otros motivos, no vive el noviazgo tal como es: el período en el que un hombre y una mujer adoptan un compromiso mutuo con vistas al matrimonio.

Aunque no todos los noviazgos acaben en matrimonio, no hay matrimonio sin noviazgo, por limitado en el tiempo que éste sea. Y, naturalmente, tampoco diría que el noviazgo está en crisis. También el noviazgo es lo que es. Los que estamos más bien en crisis somos nosotros mismos, que evitamos incluso el empleo de esa palabra para describir la relación entre un chico y una chica que bosquejan una posible boda.

Dicho todo esto, me gustaría refrescar alguna idea práctica, de andar por casa, que pueda resultar útil a los padres y a los jóvenes que se planteen contraer matrimonio.

A nadie se le escapa que el noviazgo sufre hoy un acusado descrédito. (En el plano social, y como acabamos de apuntar, la palabra misma se encuentra bajo sospecha, por lo que en no pocas ocasiones se elude su uso.) Conviene por tanto recuperar este período –redescubrirlo–, animar a los padres a que incorporen en las conversaciones con sus hijos esta decisiva etapa en la maduración del amor, aunque haya quien piense, equivocándose, que así uno evoca tiempos un tanto trasnochados, la Italia del siglo XIX que Alessandro Manzoni presenta en su célebre novela Los novios, o la Irlanda de la década de 1950 que recrea John Ford en la película El hombre tranquilo. En esta última se describe el peculiar noviazgo irlandés que surge entre sus dos protagonistas, John Wayne y Maureen O´Hara, una relación que se formaliza a través del cumplimiento de diversos requisitos exigidos por el ambiente y por la comunidad rural donde viven, entre los que llama la atención –también por divertido– la estrecha vigilancia que ejerce sobre la pareja Barry Fitzgerald, genial actor secundario que hace las veces de casamentero del pueblo. La cinta filtra a su través la importancia que las sociedades de nuestros mayores daban al noviazgo como antesala del matrimonio, algo que hoy día, sin necesidad de establecer tantas formalidades, convendría seguir poniendo en valor.

A nadie se le escapa que el noviazgo sufre hoy un acusado descrédito

El riesgo de vivir como cónyuges sin serlo

Los novios, en su camino hacia el matrimonio, han de ir conociéndose mutuamente para discernir si están en efecto llamados a casarse. El devenir de la vida conyugal depende en gran medida del noviazgo. Es en este período previo donde los eventuales cónyuges han de aprender a quererse, a superar momentos de tensión y cansancio, malentendidos, dificultades sobrevenidas. Porque han de saber que el matrimonio, al igual que las personas que lo componen, evoluciona a lo largo del tiempo y está sometido a vaivenes de distinta índole, a amenazas, peligros, conmociones…, o a puro descuido y desatención, que pueden originar crisis más o menos grandes. Todo matrimonio que conozco, de hecho, ha atravesado algún tipo de crisis (lo cual no ha de atemorizar ni alarmar a nadie). Pues bien: los novios han de tenerlo presente, no llevarse a engaño y ser conscientes de que existen momentos de desfallecimiento, en que la relación parece asomarse a un hondo precipicio.

Otro mensaje que conviene hacerles llegar a los novios tiene que ver con el horizonte de su relación, el cual pasa indefectiblemente por la posibilidad de contraer matrimonio. Cualquier otra componenda, el mantenimiento de una relación sin clara razón de ser, difusa, vaga, desligada de un eventual proyecto de vida futuro, equivale a perder el tiempo y malgastar preciosas energías.

Nada de todo esto significa, obviamente, que los novios puedan desempeñarse como si ya fueran esposos. Entender así el noviazgo es no entenderlo en absoluto. Es como si los novios estuvieran echando sosa cáustica en las raíces de su amor. Al vivir como cónyuges sin serlo, echan por tierra la posibilidad de comprobar la capacidad de amarse como cónyuges de verdad; pierden perspectiva, corren el enorme riesgo de encelarse, de cegarse, incapacitándose entonces para calibrar, con libertad y dominio, el amor auténtico que, llegado el caso, habrán de profesarse mutuamente. Se trataría, por tanto, de amar con el corazón, sintiendo, al tiempo que con la cabeza, sin dejarse arrastrar por el impulso sentimental.

Y si vivir bien el noviazgo es garantía de un amor para toda la vida, los padres, como primeros y principales educadores de los hijos, hemos de ayudarles a redescubrirlo, a revalorizarlo, a que pongan en él los cimientos del futuro edificio, robusto y sólido, que habrá de ser su matrimonio.

Pablo Sagarra Renedo es doctor en Historia, moderador familiar y miembro de la Junta Directiva de CESFA (Valladolid).