Pertenecer y donarse al cónyuge no equivale a convertirse en su esclavo, ciego secuaz de sus posibles caprichos… porque esto implicaría un perjuicio efectivo y hondo para los dos esposos. Darse a sí mismo significa empeñar la propia libertad en aras del bien personal y de la felicidad reales del ser querido. TOMÁS MELENDO

Puesto que el objeto de la recíproca donación es el bien de ambos, cada uno se obliga libremente a poner por obra cuanto en efecto contribuya a ese bien y a evitar lo que lo impida, aun cuando así tuviera que oponerse a los deseos arbitrarios del otro. Las dos cosas por amor, buscando el perfeccionamiento mutuo y comprometido.

Si se ha seguido con detenimiento lo anterior, no es difícil advertir que el auténtico y más genuino amor libre, aquel al que le cuadra sin reservas esta denominación, es justo el del matrimonio. Porque es amor verdadero, de la más alta calidad, y porque ha surgido y se conserva y crece como fruto de un acto libérrimo de voluntad sostenido y reiterado de por vida.

Por el contrario, lo que durante lustros se ha calificado con semejante nombre, y que con tanta musicalidad seduce a los oídos, no es sino la imposible convivencia entre dos ilusiones: la de ser libres, sin compromiso, poniendo en juego una desgraciada caricatura de la auténtica libertad, y la de amar de verdad, con genuina entrega.

¿Por qué hablamos de convivencia imposible? Porque una libertad que no se fundamente sobre la verdad no es libertad auténtica. Si el amor profundo y verdadero es ante todo donación, salida de sí, dádiva, vinculación de por vida al otro, hablar de un “amor libre de compromisos”, sin entrega, resulta una contradicción. En la expresión “amor libre”, la legítima e inevitable fascinación de las palabras “amor” y “libertad” queda corrompida de hecho a causa de ese intento de ensamblarlas en una coexistencia recíproca… que las destruye. En el mal llamado “amor libre” se pierde el sentido fidedigno del amor y de la libertad, por cuanto ésta carece de significado al margen de la entrega amorosa.

Una libertad que no se fundamente sobre la verdad no es libertad auténtica

En apariencia libre, paradójicamente esclavo

No está de más observarlo: la simple relación o incluso convivencia de una pareja, hoy tan extendida, es una situación irregular que en el fondo contribuye de manera decisiva a hacer que no se entienda la honda realidad interpersonal y soberana del matrimonio, relegándolo a la función de mera práctica legal –el famoso papel del juez o del párroco– o de simpática e insustancial tradición festiva. Y que, por tanto, lo devalúa, lo desbarata y tiende a hacer de él una suerte de inútil optional. No se advierte la abismal diferencia que existe entre estar o no casados, entre ser o no ser esposos, entre poder o no poder amarse en cuanto tales. Como fácilmente podemos observar –recuerda Juan Pablo II–, “a veces parece incluso que, con todos los medios, se intente presentar como regulares y atractivas –con apariencias exteriores seductoras– situaciones que en realidad son irregulares. En efecto, tales situaciones contradicen la verdad y el amor que deben inspirar la recíproca relación entre hombre y mujer”.

Nuestra cultura tiende a concebir errónea y depauperadamente la libertad como un continuo y angustioso sustraerse a todo lazo y obligación. Es difícil que en un clima tan neuróticamente autoprotectivo se comprenda el sentido de la alianza matrimonial, del don de sí, que es la médula, la causa eficiente y, por así decir, el todo de la vida conyugal. Quien rechaza las vinculaciones nobles, que son la auténtica puesta en juego del obrar libre y las que confieren peso y espesor a una existencia, piensa sin razón que mantiene intacta la libertad. Pero semejante actitud, en apariencia libre, torna a quien la adopta paradójicamente esclavo, entre otras cosas, del miedo a implicarse y de una autodefensa cargada de ansiedad: lo encierra en sí, condenándolo a la esterilidad más absoluta. Esa libertad no fructifica, no hace crecer, no cumple el cometido para el que ha sido donada, que es el perfeccionamiento propio y ajeno: consagra la simple posibilidad (de la posibilidad), sin fruto, sin decisión, sin mejora ni incremento personales y, por tanto, sin capacidad para hacer felices.

Claro que uno puede considerarse dueño de eludir de por vida cualquier compromiso. Pero entonces la libertad, por un extraño juego del destino, resulta brutalmente reducida a un sucedáneo caricaturesco… justo en nombre de la libertad. En efecto, el que no se muestra lo bastante señor de sí como para poder darse, prueba con ello que no es libre: se halla encadenado a la fugacidad veleidosa y al capricho del presente. La figura del don Juan, tránsfuga desesperado de cualquier vínculo estable, constituiría su paradigma.

Nuestra cultura tiende a concebir errónea y depauperadamente la libertad como un continuo y angustioso sustraerse a todo lazo y obligación

Posibles no realizables frente a nuevas posibilidades reales[1]

Resulta oportuno recordar de nuevo que la libertad se nos ha otorgado para alcanzar la plenitud y para el propio incremento de nuestra condición libre. Y esto no se consigue dejándola en barbecho, sino poniéndola efectivamente en juego. Con palabras de Ortega, “la libertad crece a golpes de libertad”; y con ella, nuestra perfección humana.

No es infrecuente escuchar –pues la doctrina ha encontrado defensores incluso en filósofos de talla– que en la medida en que ni elijo ni me comprometo quedan abiertas ante mí un número superior de posibilidades y, por tanto, sigo gozando de mayor libertad. Pero esto es un simple espejismo, ya que nos zambulle sin remedio en la esfera de los puros posibles no realizables y, por consiguiente infecundos, cerrándonos por el contrario el paso al surgimiento de las nuevas posibilidades reales que nacen de cada elección.

Pues es verdad, por limitarnos a un ejemplo nada complicado, que antes de optar por una profesión concreta, mis posibilidades teóricas de ejercer las distintas actividades resultan prácticamente infinitas: podría dirigirme a cualquiera de ellas. Pero no es menos cierto que, mientras no me decida y prepare para una en concreto –suprimiendo al menos por un tiempo todas las restantes–, de hecho no puedo llevar a cabo ninguna tarea real; y que en la medida en que elijo y me formo se abren ante mí auténticas posibilidades –antes inexistentes– de despliegue efectivo de esa tarea de servicio franco a los demás. De manera semejante, si me empeño en permanecer libre ante el matrimonio, siguen en teoría disponibles las mil posibilidades de casarme con una u otra persona (siempre que ella me acepte): pero sólo cuando en efecto entrego mi ser se hacen realidad las ocasiones de crecimiento de la vida conyugal comprometida y los beneficios que una cabal paternidad o maternidad llevan consigo.

Si no me decido y opto, dejando a un lado otras alternativas meramente teóricas, no pueden alzarse ante mí novísimas y feraces oportunidades efectivas de crecimiento personal y libre.

Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.


[1]Melendo, Tomás, Las dimensiones de la persona.