El hombre se configura como ser de memoria y proyecto (Ballesteros), en busca de su plenitud, en tensión hacia eso que habitualmente llamamos felicidad. No es cuestión de entrar ahora en el contenido de esta expresión, con la que designamos esa tendencia tan vívidamente percibida como difícilmente explicable con palabras. La buscamos en todo lo que hacemos, en cuerpo y en espíritu; está presente en todos los deseos y en todas las acciones, incesantemente perseguida y nunca alcanzada, siempre entrevista y nunca conseguida. Como ocurre al montañero inexperto que toma por cima lo que no es sino una primera elevación, la felicidad siempre parece encontrarse más allá de todos nuestros intentos. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

No parece haber meta que, una vez conseguida, satisfaga completamente. Todo ocurre como si el objeto de nuestro deseo, inicialmente lleno de frescura, se marchitara irremediablemente una vez conseguido: el agua sólo consigue aplacar temporalmente nuestra sed pero nunca saciarla por completo. Todos los objetivos se revelan incapaces de llenar el recipiente que somos. Pozo sin fondo, nuestros apetitos parecen afectados de una bulimia galopante: el hombre busca siempre más allá de todo lo deseado, sea cual sea la dirección en que se oriente. Y esto, tanto por lo que se refiere a las pasiones –deseos, impulsos– como a la misma voluntad. Ese más, ese afán incolmable que marca todo lo que el hombre hace o desea no es sino la manifestación de ese más que el hombre es. El hombre es más.

Engullido por el torbellino

En cuanto a las pasiones, es un hecho constatable que el gozo provocado por el deseo satisfecho se gasta; una vez poseído el objeto deseado, la fruición desaparece; la reiteración de lo mismo provoca un gozo decreciente, que puede llegar incluso a desaparecer. Hay que ir cada vez más lejos para reencontrar la misma intensidad del placer: o se aumenta la dosis o se busca otro nuevo, más incitante; pero el ciclo se repite también con este nuevo objeto del deseo.

La experiencia dice que esto es una constante, independientemente del objeto deseado. Uno puede dejarse devorar o destruir por esta espiral ascendente, perderse en el deseo, dejarse aspirar por el torbellino hasta ser engullido. Con gran lucidez lo dice el poeta: “Ignoraba que el deseo es una pregunta / cuya respuesta no existe” (Cernuda); como si la pasión o el deseo fueran interlocutores defectuosos o mal seleccionados que nos obligaran a formularles una y otra vez la pregunta; porque o no responden o no parecen entender la pregunta. Una situación análoga a la que describe aquel viejo chiste en el que una señora entra a una frutería y, sin mediar saludo, pregunta directamente a la dependienta:
–¿Tiene manzanas?
–Muy buenas –responde la frutera.
La compradora, pensando que esas palabras de la frutera son un simple saludo, contesta al saludo con las mismas palabras y vuelve a hacer la pregunta:
–Muy buenas; ¿tiene usted manzanas?
La frutera, que tiene unas manzanas excelentes, le responde:
–Muy buenas.
La compradora, pensando que esas palabras de la frutera vuelven a ser un simple saludo, etc., porque la situación se podría repetir in infinitum.

El hombre busca siempre más allá de todo lo deseado,
sea cual sea la dirección en que se oriente

La sed existencial

Así ocurre con la respuesta de la pasión; se puede entrar en esa especie de espiral absorbente de la que en la práctica –a diferencia del ejemplo de la frutería, en el que cabe la posibilidad de dar media vuelta e irse– puede resultar muy difícil salir. El poeta lo reconoce cuando habla de la experiencia que él padeció:

Yo fui
columna ardiente, luna de primavera
mar dorada, ojos grandes…
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.
Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.
He sido.

(Cernuda)

En los primeros versos, tanto las palabras como el ritmo están sugiriendo el brillo y la luminosidad atractiva del deseo, la espiral ascendente, alegre e intensa del placer. En la segunda parte la atmósfera del poema cambia súbitamente; la suave brisa inicial se convierte en un tornado poderoso de cuya órbita resulta imposible salir, como si el poeta quisiera dar a entender que no hay escapatoria para quien se deja aspirar por ese torbellino que nos precipita hacia la fatalidad. No tener en cuenta esa extraordinaria fuerza de captación y el efecto autodestructivo sobre el hombre mismo que posee el placer masivo, inmoderado y absolutizado, desconocer su dinámica, puede convertirse en un serio error; porque por ser dinámica, es fuerza ciega, necesaria: no admite excepciones.

Conviene quizá advertir que no se está hablando aquí de una valoración moral del placer, sino sólo fenomenológica: qué es lo que pasa en realidad con el placer sensible, cómo funciona el placer como respuesta a un movimiento del apetito. De todas formas convendría recordar ahora, aunque fuera de manera muy sucinta, que el placer es en sí mismo bueno, tiene una función y una misión positiva en la vida del hombre, de todos los vivientes: moriríamos de desnutrición si saciar la sed o el hambre no fueran placenteros; la especie se extinguiría por falta de renovación generacional sin el placer que acompaña al acto generativo, etc. La cuestión moral del acto placentero tiene en cuenta las dos vertientes de la cuestión: por un lado, que el placer es un bien y cumple una función necesaria; y por otro lado, la capacidad que tiene para destruir al hombre, para esclavizarlo, cuando el placer es buscado como fin en sí mismo, desordenadamente, como si se tratara de un absoluto. La respuesta ética, vigente en la filosofía desde la Grecia clásica, apela a la dosificación, a la moderación, al orden y a la medida en el uso del placer para no ser devorado por él, absorbido por el torbellino de la insaciabilidad, con todo el dolor existencial que genera: “Ignoran cuánto tormento encierra el placer” (Anónimo cristiano del siglo II). Con ese tratamiento se consiguen mitigar los efectos indeseables que se derivan necesariamente –es un dato de experiencia– de ciertas formas menos correctas de buscar el placer, pero el problema no se resuelve: la sed existencial sigue existiendo.

El placer es en sí mismo bueno, tiene una función y
una misión positiva en la vida del hombre, de todos los vivientes

Corriendo tras la felicidad

Lo que aquí quiere resaltarse es la cuestión de que en el goce del apetito sensible está ausente la plenitud. La fruición es real, y puede ser extraordinariamente intensa, pero acaba por no satisfacer completamente. Todo ocurre como si esa respuesta que el placer proporciona cuando el hombre le interroga acerca del sentido no estuviera a la altura de la pregunta, como si hubiéramos dirigido la pregunta a un interlocutor equivocado, que precisamente por ser incapaz de responder está dando a entender que la respuesta es negativa.

Esta insatisfacción de fondo no afecta solamente al placer sensible, sino a toda pasión del cuerpo y del espíritu. Nada de cuanto posee o recibe le parece al hombre suficiente, y sólo temporalmente consigue aplacar su ansia. El tiempo le acaba revelando la insuficiencia de lo conseguido, y el hombre cabalga de nuevo en pos de aquello tras lo que presuntamente se esconde su felicidad. “El hombre es más feliz por lo que desea que por lo que posee”, sentencia Bloch. Todo triunfo es efímero, toda meta provisional, siempre hay un más allá. Desde una perspectiva más abarcante, Blondel habla de esa tendencia radical de la voluntad a ir siempre más allá de lo que en cada uno de sus actos desea. Y lo mismo hace Polo cuando indica que la voluntad más que querer esto o aquello, lo que hace es querer-querer, un querer que no agotan ninguno de los fines deseados, ninguno de los objetivos conseguidos. Idéntica apreciación hace el poeta cuando designa a la persona como afán, innumerable y confuso:

Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo.

(Cernuda)

O Pessoa, cuando afirma:

Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con angustia del que tiene hambre de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido.

El poeta resalta la extrañeza ante esa impenitente búsqueda, permanentemente insatisfecha, de la que resulta imposible prescindir. Un afán que, por otra parte, se siente incapaz de dominar y resiste a todos los intentos de domesticación. El hombre no puede extirparse esa inquietud, quitársela de encima; todo ocurre como si él fuera una máquina imparable de querer-querer, de querer más.

Este fenómeno, reconozcámoslo, es verdaderamente extraño. ¿Qué maléfico poder, tan involuntario como inexorable tiene el hombre, que mata cuanto desea? ¿Qué extraña maldición de rey Midas al revés pesa sobre el hombre, que convierte en polvo todo cuanto de valioso y apetecible toca? Si lo que deseo, lo que pienso que me haría feliz, se gasta pronto en el tiempo; si lo que consigo debe ser destruido –mientras que permanece el deseo de seguir deseando–, tal vez eso signifique que aquello no era lo que en realidad andaba buscando, aunque lo pareciera. Entonces aparece la pregunta clave: si esto es así, ¿qué queremos encontrar, qué buscamos en realidad cuando deseamos algo?

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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