La respuesta a esa pregunta parece apuntar al doble valor del objeto deseado: como realidad en sí, y a la vez como símbolo de algo que está más allá de él y hacia lo cual nos dirige. Lewis expresa la cuestión con gran agudeza: “el deseo que se despierta en nosotros cuando nos enamoramos por primera vez, o cuando por primera vez pensamos en algún país extranjero, o cuando nos interesamos en algún tema que nos entusiasma, es un deseo que ninguna boda, ningún viaje, ningún conocimiento pueden realmente satisfacer. No hablo ahora de lo que normalmente se calificaría de matrimonios, o vacaciones, o estudios fracasados. Estoy hablando de los mejores posibles. Hubo algo que percibimos, en esos primeros momentos de deseo, que simplemente se esfuma en la realidad. Creo que todos sabéis a qué me refiero. La esposa puede ser una buena esposa, y los hoteles y paisajes pueden haber sido excelentes, y la química puede ser una ocupación interesante, pero algo se nos ha escapado”.
MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

“Si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, eso no demuestra que el universo es un fraude. Probablemente los placeres terrenales nunca estuvieron destinados a satisfacerlos, sino sólo a excitarlos, a sugerir lo auténtico. Si esto es así, debo cuidarme, por un lado, de no despreciar nunca, o desagradecer, estas bendiciones terrenales, y por otro, no confundirlos con aquello otro de lo cual estos son una especie de copia, o eco, o espejismo. Debo mantener vivo en mí mismo el deseo de mi verdadero país, que no encontraré hasta después de mi muerte; jamás debo dejar que se oculte o se haga a un lado; debo hacer que el principal objetivo de mi vida sea seguir el rumbo que me lleve a ese país y ayudar a los demás a hacer lo mismo”.

Se apunta como posibilidad la sugerencia de que el hombre no sea de aquí, no sea terrenal, y esté siempre a la busca de su verdadero hogar, que sería un más allá, con otro tipo de existir. Si las prestaciones del hombre superan las que aquí puede ahora realmente conseguir, si la pista en la que ha de correr –que es su vida– se le hiciera pequeña, ¿por qué no pensar que las condiciones actuales de la vida del hombre no son las que originalmente le corresponden, aquellas para las que el hombre fue hecho? Así, esa insatisfacción estaría remitiendo a aquellas condiciones iniciales, de las que vendría a ser como un vestigio, un recuerdo existencial, una añoranza de esa condición inicial más perfecta y un deseo, incorporado al fondo mismo de su ser, de que esa condición ha de recuperarse de nuevo. Ahí queda apuntado el valor del placer –y en general de todo deseo– como una realidad que, aparte de su valor en sí, tiene sobre todo un significado de símbolo, signo y de promesa de lo futuro, de lo que espera al hombre en su verdadera vida.

El placer, aparte de su valor en sí, tiene sobre todo un significado de
símbolo, signo y de promesa de lo futuro

¿En busca de Dios?

La señal de tráfico que al borde de la carretera indica la proximidad de una fuente, no sacia la sed; significa que más allá, a la distancia que en ella se indica, se encuentra la fuente. La señal indica el camino, pero es un error tomar el símbolo por la realidad que significa, la señal por la fuente misma: un hombre vaciado en la búsqueda ansiosa del placer a toda costa produciría el mismo patético efecto que un sediento chupando ávidamente una señal de tráfico indicativa de “fuente”. La insatisfacción radical que vive en el hombre apunta la sugerencia –más allá de la filosofía– de que quizá esta vida que estamos viviendo, estas condiciones de vida, no sean las propias, las originales; como si esta vida no fuera aquella para la que estamos hechos y que en el fondo no hacemos sino desear en todo.

Parece insinuarse la sospecha –positiva, en este caso–, que da pie a la pregunta: ¿y si todas esas cosas, esos objetos del deseo, no fueran más que signos, señales que nos conducen a algo (Alguien) que está más allá de ellos, más allá del hombre: signos indicativos de Dios? ¿Y si en fondo aquello que el hombre busca, Aquel a quien el hombre busca en todos sus afanes, a través de esos símbolos, de esos pálidos reflejos que suscitan nuestro deseo, es a Dios?

Thibon lo expone con toda lucidez: “Habría que hacer ver a los hombres la maravilla de la realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocupaciones cotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no puede dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible (…). Pero la desgracia del hombre estriba –y ahí está el nudo de esa perversión que llamamos error, pecado o idolatría– en que, engañado por las apariencias y buscando lo eterno al nivel de lo efímero, puede transformar esos valores temporales, que responden a indiscutibles necesidades, en refugios contra el infinito”.

La insatisfacción radical que vive en el hombre apunta a que quizá estas condiciones de vida no sean las propias, las originales

Tomar el signo por lo significado

En una interpretación más amplia, esa ambigüedad, esa doble significación de todo objeto de deseo como realidad en sí y como símbolo que apunta a una realidad ulterior y trascendente puede aplicarse al universo de las cosas creadas, puesto que el universo de lo deseable coincide con el universo de lo existente. Aparece una idea muy arraigada en toda la tradición cristiana: la Creación, el Universo entero, como manifestación y revelación (parciales) de Dios, resplandor y espejo de su gloria. Todo lo creado, en cuanto deseable –o sea, en cuanto existente– apunta hacia su Creador, nos habla de su existencia, nos lo revela de algún modo.

A su vez, la ambigüedad antes aludida entre realidad y signo, sin embargo, nos avisa que la propia Creación puede convertirse para el hombre en velo que oculta a Dios en la medida en que las realidades creadas sean vistas (deseadas) únicamente en su propia realidad y no también en su cualidad de símbolo: la mirada (el deseo) queda tan fascinada por la belleza de las cosas –belleza que es el reflejo en ellas de la Luz creadora– que olvida o evita expresamente preguntarse por la Luz que las alumbra y las saca a la existencia: “vemos las cosas porque existen –afirma San Agustín en las Confesiones–; pero existen porque Tú las miras; sin Ti no existirían”.

Así las criaturas, con su capacidad de deslumbrar y seducir el corazón del hombre, pueden convertirse en obstáculos. El hombre anda expuesto al error de tomar la sombra por el objeto, el signo por lo significado; anda expuesto a perderse entre las cosas, a ser devorado por ellas: cuando el hombre piensa poseerlas, ocurre que en realidad acaba siendo poseído por ellas. Y con su libertad encadenada resulta incapaz para alcanzar su más alta meta.

El hombre puede volcar en pasiones finitas esa sed de infinito que lo espolea (y que, aunque no sepa reconocerlo expresamente, es sed de Dios); pero esa operación se muestra indefinidamente frustrada. En esa operación el hombre puede destruirse o salvarse; se salvará si descubre –y no le faltará luz para ello– que sólo Dios puede responder a ese deseo que le constituye (Clément).

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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