El hombre es capaz de conocer muchas cosas sobre el mundo y sobre sí mismo, conocimiento vastísimo y admirable. Todo eso presupone, naturalmente, que el hombre y el resto de los seres existen. Yo conozco, amo, vivo… porque existo. Nos sentimos tan existiendo –si se me permite utilizar esta extraña expresión–, tenemos nuestra existencia como algo tan propio y tan logrado, que muchas veces se nos olvida preguntar precisamente por su fundamento. Tan atareados con el hacer, con el propio vivir, olvidamos preguntar por la razón de ese mismo vivir. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Un viejo filósofo pensó, hace ya tiempo, que el hombre se distingue esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por decirlo así, del agua del tiempo. Los animales serían así como peces nadando en esas aguas, arrastrados por el tiempo. Sólo el hombre puede hacer emerger su cabeza de las aguas. Ahora bien, ¿lo hacemos verdaderamente así? ¿No somos a veces también nosotros simples peces en el mar del tiempo, arrastrados por la corriente, sin abarcar con la mirada ni el lugar de donde viene ni al que va? ¿No quedamos absorbidos completamente en los pormenores de la vida cotidiana, en sus apuros y necesidades, de cita en cita, de deber en deber, de suerte que somos incapaces de percibirnos a nosotros mismos? (Ratzinger).

Pero además de la agitación de la vida cotidiana con sus mil pequeñas dificultades, está el hecho, aludido con anterioridad, de que el hombre en la sociedad actual vive en estado de solicitación permanente por parte de los medios de comunicación y de publicidad: cae sobre él una lluvia de información tan abundante, persistente y variada, que al hombre le resulta imposible de procesar y convertir en conocimiento. Se corre el peligro de un cierto embotamiento ante tanta profusión informativa, de modo que no se acierte ya a distinguir lo importante de lo secundario porque todo se le da como si fuera esencial, bien se trate del suicidio colectivo de los miembros de una secta esotérica como del último perfume que Rabanne saca al mercado. Así, lo inmediato puede distraer al hombre de lo esencial y decisivo instalándolo en la rutina, en una vida que no se hace preguntas; nunca se le hace momento de emerger, de sacar la cabeza del agua y mirar por encima del mar al cielo y las estrellas, de bucear en el fondo de la propia existencia y de interrogarse sobre sí mismo a fin de entenderse.

No sólo la falta de tiempo impide llevar a cabo esa actividad cuya necesidad se impone más que nunca como una cuestión ineludible de primera necesidad: pensar, y hablar sobre lo pensado. Nuestra época se caracteriza por un exceso de percepciones, por una amplísima gama de imágenes que están a la casi permanente disposición de cada uno con una profusión difícilmente imaginable hace unos años. El peligro que se corre es que la sensación secuestre al pensamiento, lo inhiba; y con él la libertad. Sin pensamiento no hay libertad radical sino sólo aparente: puedo elegir cosas, pero no puedo elegir quién quiero ser. Es un peligro realísimo, porque como dice Mondzaine, “el mundo de la producción –de las técnicas de mercado– ha mostrado, por primera vez en la historia, que es posible la hipótesis de una suspensión del pensamiento sin que ello suponga forzosamente una interrupción de la vida. Es posible vivir sin pensar, pero la cuestión que se plantearía es si ese vivir con la libertad tan mermada sería propiamente humano”.

Sin pensamiento no hay libertad radical sino sólo aparente:
puedo elegir cosas, pero no puedo elegir quién quiero ser

El hecho mismo de existir

Para una buena parte de nuestra cultura la visión de la realidad es una visión aplanada; como resultado de la visión científico-positiva y de la mentalidad pragmatista, la realidad ha quedado reducida a cosas y tiempo; y vivir, a una pura labor de optimización organizativa, un intento de hacer el mayor número posible de cosas en el menor tiempo posible.

A veces sin embargo ocurre el milagro de que el hombre se pregunte por la consistencia de esa película por la que habitualmente se desliza como un patinador sobre el hielo: el hombre se pregunta por el espesor de su propia existencia, por el fundamento sobre el que descansa el hecho mismo de existir, y repara en lo que eso tiene de enigmático; ¿me deslizo sobre tierra firme, sobre la costra helada que encubre el abismo insondable de un mar o sobre la vaciedad inmensa de la nada?

Nuestra propia historia, el hecho de habernos conocido siempre como ya existentes, la familiaridad con nuestra personal existencia, hace que muchas veces no se repare en esta cuestión. Imagínense, por ejemplo, cuáles podrían ser sus pensamientos ahora mismo si en lugar de haber venido a este mundo hace veinte años y llevar por tanto ese mismo tiempo familiarizados con ustedes mismos y su entorno, hubieran aparecido en el mundo esta noche, tal como son ustedes ahora mismo, es decir, con la misma capacidad de reflexión pero sin ninguna familiaridad con su vida ni con su medio social, sin una historia previa que convirtiera su estar-aquí en algo cotidiano, mil veces experimentado, sin nada que empañara o disminuyera las dimensiones reales del problema del propio existir. Sería como salir de un sueño; “cuando un hombre ha sido despertado a la realidad de la existencia y de su propia existencia, cuando ha percibido realmente este hecho formidable, a veces embriagador y a veces repugnante o enloquecedor –yo existo–, desde ese momento queda apresado por la intuición del ser y las implicaciones que lleva consigo”, queda apresado por las preguntas que el hecho inmediatamente propone (Maritain).

La vida ha quedado reducida a un intento de hacer el
mayor número posible de cosas en el menor tiempo posible

¿Por qué el ser, y no la nada?

Esa situación nos llevaría en primer lugar a reparar en la gratuidad de nuestra existencia: no hemos hecho nada para nacer, no existimos por decisión propia, no nos hemos dado nosotros mismos nuestra existencia; y, por otra parte, entendemos que tampoco encontramos una razón dentro de nosotros que la reclame como una exigencia. Nada encuentro en mí que dé razón de mi propio existir; y sin embargo, existo. ¿Por qué?, ¿de dónde brota mi propia existencia?, ¿cuál es la fuente de donde provengo?

La pregunta acerca de la propia identidad –¿quién soy?– hace siempre referencia a los orígenes. Pero planteada en su nivel fundamental, no cualquier origen sirve como respuesta o como indicio. La referencia inmediata a los progenitores no soluciona la cuestión; la dilata, pero no la resuelve: a mis padres les afecta la cuestión exactamente igual que a mí, y lo mismo ocurre con todos mis antecesores. No avanzamos nada remitiéndonos a los primeros humanos, quienesquiera que hayan sido. Sobre ellos gravita la cuestión con la misma intensidad –no mayor– que sobre nosotros.

Mencionar la teoría de la evolución tampoco lo arregla, porque la misma pregunta afecta a todos los seres, cuya existencia encuentra en ellos mismos tan escaso fundamento como en nosotros. La mención del resto de los seres naturales amplía –sin tampoco resolverla– la significación de la pregunta, que ahora se formularía así: ¿por qué existen los seres, por qué existimos seres que no tenemos en nosotros mismos razón de nuestra existencia? En el fondo es la pregunta radical que se planteó la filosofía existencialista: ¿Por qué el ser, y no la nada? Si esta pregunta no admitiera respuesta la vida sería una paradoja: un imposible hecho realidad, un imposible que sin embargo ocurre.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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