Kafka describe muy bien esa sensación de irrealidad, de pesadilla descabellada en que se convertiría una existencia sin fundamento, que por eso mismo acaba también por ser una existencia sin sentido, generadora de esa angustia existencial que tan profundamente ha marcado la cultura del siglo XX: vivir sería atravesar en la oscuridad un fragilísimo puente, una estructura tan precaria e inconsistente sobre el abismo de la nada que el riesgo de verse engullido por ella es máximo y permanente.
MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Ese es el argumento de dos de sus obras más conocidas, El proceso y El castillo. El protagonista de El Castillo, un topógrafo denominado simplemente K., va destinado a un pueblo porque ha sido contratado para realizar unos trabajos en el castillo del conde de Westwest. Llega a la aldea donde, según sus datos, se encuentra el castillo del conde, pero ninguno de los habitantes sabe nada del tal conde; unos lo envían a otros, en una cadena interminable. Ante su terca obstinación por saber, los lugareños terminan por pensar que está loco y no le hacen ningún caso. Sus mil esfuerzos para informarse resultan inútiles. Por fin aparece un presunto lacayo del conde que le dice que efectivamente ha sido admitido como topógrafo del conde, pero que por desgracia se trata de un trabajo sin ningún cometido concreto. La angustia de K. crece hasta el desbordamiento: ¿a qué sitio abominable he venido a parar?, ¿dónde estoy?, ¿quién manda ahí?, ¿qué sentido tienen esas muchedumbres que vienen y van enormemente atareadas?

Todo le parece a K. una infinita cadena de instancias: ninguna es la definitiva. Nadie sabe dar razón de su presencia en aquel extraño lugar, todos aquellos a quienes pregunta le remiten a un ulterior informador. No puede irse, ni sabe por qué está allí, solo en medio de una multitud extraña… No hay posibilidad de perderse, porque todo está lleno de gentes y de informaciones; pero en realidad las informaciones sobran: en un mundo así es imposible que uno se pierda porque sencillamente uno no va a ninguna parte. O lo que es lo mismo, por extraño que parezca: todos, también los tranquilos y afanosos habitantes del lugar, aunque no lo sepan y ni siquiera se lo planteen, todos están igualmente perdidos.

Vivir sería atravesar en la oscuridad un fragilísimo puente,
una estructura precaria e inconsistente sobre el abismo de la nada

El hombre intrigado por su propio existir

Aunque la historia de Kafka parece referirse únicamente al destino del hombre, afecta también igualmente al origen, porque la cuestión del sentido abarca a la vez el origen y el final. Si el hombre se pregunta por su destino es porque entiende que su origen no es fruto del azar. Si su origen fuera puramente casual, la pregunta acerca del final carecería de fundamento. Es decir, el hombre encuentra la certeza –no psicológica, no puramente desiderativa– de que existe necesariamente un ser que tenga en sí mismo la razón de su propia existencia y fundamente y active la mía y la de todos aquellos seres que no tienen en sí mismos la razón de su propio existir, una especie de suelo existencial que sustente mi existencia y evite que se precipite en la nada, “una existencia absoluta e irrefragable, completamente libre de la nada y de la muerte” (Maritain), un ser trascendente y último. El hombre intrigado por su propio existir encuentra esta respuesta: “Alguien, más allá de mí y por encima de mí, me precede y me sustenta”. No hay sólo mundo, cosas y personas; hay algo más, difícilmente definible con precisión pero aprehensible: el misterio del ser, que lo penetra todo y a la vez lo trasciende todo, “misterio que el filósofo denomina lo Absoluto y el creyente Dios, y del que ni siquiera el que niega ambas denominaciones es capaz de prescindir en su situación” (Buber), el misterio omnipresente del Ser que es Dios. Y aparece también simultáneamente la idea de la vida como don, como algo ofrecido graciosamente, sin mérito ni deuda.

Las demás respuestas que el hombre puede dar a esta cuestión son insatisfactorias o insuficientes; en algunos casos –como en el caso del recurso al azar, puesto de nuevo en circulación por Monod– se trata de respuestas que no responden nada, respuestas que no son más que invitaciones a repetir la pregunta o maneras diversas de decir “no sé”.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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