Quizá sea éste el momento –ya que hemos citado a Prometeo– para hablar, aunque sea brevemente, de la función de los mitos en la cultura clásica. Hasta este siglo los mitos fueron considerados como primitivos y elementales intentos de una explicación precientífica y prefilosófica del hombre y del mundo, sin otro valor reseñable que su pintoresquismo y su condición de vestigios remanentes de los primeros balbuceos explicativos que el hombre se ha dado a sí mismo. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

A comienzos de siglo, por obra sobre todo de los estudios de Mircea Eliade, comenzó a intuirse una nueva valoración más positiva del mito, y sin duda más real, que el fracaso del positivismo científico en el estudio de la Antropología no ha hecho sino fomentar. Los mitos pasaron a ser considerados más bien como intentos de expresión de lo inefable que vive en el hombre, del misterio profundo que lo habita. Su propia realidad interior se le aparece como inexpresable directamente en palabras, inefable, indefinible, incapaz de ser recogida en la brevedad de una definición que no la traicione. Entonces “el hombre aborda la explicación de manera indirecta a través del mito, a través de esos relatos de extraordinaria carga simbólica y dramática, en los que se trata de reflejar algo que está más allá de las palabras: aspectos esenciales del enigmático ser humano, sus conflictos interiores, sus inquietudes de siempre” (García Gual).

Los mitos perviven porque, con todo, a pesar de su antigüedad en el tiempo, nos resultan extrañamente familiares, y la fascinación que siguen ejerciendo está sin duda vinculada precisamente a su carácter simbólico: los mitos apuntan a algo que late más allá de la realidad aparente. ¿Cómo no pensar que el mito de Prometeo expresa la convicción de ese algo extraordinario, divino, que el hombre encuentra dentro de sí, que lo hace superior en dignidad al resto de lo creado, vinculado a la muerte pero también a los dioses?; ¿cómo sustraerse a la impresión de que Saturno devorando a sus hijos manifiesta la necesidad que experimenta el hombre de ponerse él mismo y poner su vida a salvo del tiempo que todo lo destruye y lo convierte en el polvo del olvido, la oscura convicción del hombre acerca de que el tiempo –y la muerte, por tanto– no debería tener la última palabra sobre él?

Los mitos son intentos de expresión de lo inefable que vive en el hombre,
del misterio profundo que lo habita

La fascinación de lo inútil

Pero volviendo a la cuestión inicial, podemos decir que cuando el hombre ya no se pregunta por él mismo, cuando la cuestión de su verdadera identidad ni siquiera se plantea porque las grandes preguntas parecen haber desaparecido, los problemas no sólo no se arreglan sino que se hacen más evidentes bajo la forma de angustia, de frustración, de sinsentido. Cuando el hombre no sabe quién es, cuando ignora su propia profundidad, intenta superar los problemas de sentido con respuestas superficiales, pretende curar sus propias contradicciones con remedios que no sirven sino para mitigar algo su dolor hasta la próxima crisis: ninguna enfermedad seria se cura con analgésicos. A veces esta especie de vértigo o de angustia no se presenta sino al cabo del tiempo, al cabo de mucho tiempo. Lo cual es un indicio más –casi una evidencia– de la grandeza del hombre. Tenía razón quien dijo que “un hombre puede estar viviendo en la periferia de sí mismo, y pensar que su vida es apasionante”. Pero mucho más apasionante es ahondar, sumergirse dentro de uno mismo y descubrir lo que está oculto a la mirada desde fuera: ese algo oculto que en realidad necesita emerger, brotar, salir a la superficie y desplegarse en acción.

Conviene empeñarse en descender al fondo de uno mismo; y una vez allí, no sólo ver sino también –y quizá sobre todo– escuchar. El corazón del hombre actual corre el riesgo de convertirse en una casa llena de ruido, de una barahúnda confusa y multitudinaria de reclamos que lo interpelan y lo invitan a vivir asomado a la ventana de sí mismo, cuando no en la calle. Vivir en la época de la comunicación significa residir permanentemente en un mercado en el que se pregonan constantemente todo tipo de mercancías. Es imposible atender a todos los mensajes que se reciben, pero el verdadero peligro es instalarse en la confusión, quedar enganchados en esa marcha variada, leve y divertida que nos llega a distraer de lo esencial, sentir lo que un autor ha llamado la fascinación de lo inútil (Thibon), y flotar como boyas en la superficie de uno mismo, en el perímetro de la propia vida: dejarse llevar mansamente por la corriente del mero acontecer. Porque el problema no es la existencia de cosas divertidas; es bueno que las haya, y el hombre no debe poder vivir sin ellas. “El hombre –dice Santo Tomás de Aquino– no está hecho para vivir en la tristeza”. El problema verdadero es acabar ignorando las cosas esenciales por haberse rendido incondicionalmente a las puramente divertidas, porque de este modo el hombre se incapacitaría así para entender toda la riqueza que se esconde en su propio interior, que convierte su vida en una realidad no sólo interesante, sino verdaderamente apasionante. Quizá el problema más agudo de la Modernidad y de la Posmodernidad sea precisamente éste: que el hombre ha olvidado quién es él realmente, se ha olvidado de su dignidad constitutiva.

El corazón del hombre actual corre el riesgo de convertirse en
una casa llena de ruido

La cuestión del sentido

En 1964 dos astrónomos, Penzias y Wilson, estudiando las radiaciones recibidas del espacio por un radiotelescopio, descubrieron la llamada radiación de fondo, una radiación de muy baja energía, igualmente distribuida en todo el espacio interestelar, una radiación nada llamativa, nada brillante, pero que sin embargo es esencial, porque resulta ser la confirmación más valiosa, al menos por ahora, de la teoría del big-bang. No estaría nada mal que nosotros alguna vez fuéramos haciendo eso mismo: desconectar las emisiones escasamente interesantes, ir a la búsqueda de nuestra radiación de fondo, que nos dice cosas esenciales sobre nosotros mismos. Escuchar nuestra propia vida con oído musical y averiguar de dónde viene la música fundamental. Esta radiación de fondo tiene que ver con el sentido. La cuestión del sentido es tan esencial, que un autor ha podido decir con verdad que “el hombre es un animal que más que de pan se alimenta de sentido”.

Cuando el hombre se estudia a sí mismo desde esta perspectiva descubre, como hemos dicho, esa especie de defecto de fábrica, esas rupturas, rendijas a través de las cuales parece filtrarse una luz que le dice sobre él mismo mucho más que todas las cosas conocidas y sabidas de antemano, fisuras a través de las cuales percibe y presiente, aunque sea vagamente, algo (Alguien) que le trasciende y que le espera, donde le aguarda su vida verdadera, más verdadera aún y más plena que ésta que vivimos en el tiempo: atisbos del Infinito.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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