Al atribuir a muchas limitaciones cosméticas el carácter de enfermedad, se diagnostican como patologías procesos o fenómenos naturales como la menstruación –la FDA aprobó en su momento una píldora anticonceptiva que reduce el número de menstruaciones a cuatro al año–, el embarazo, la menopausia –que deja de ser exclusiva de la mujer; su equivalente masculino se denomina andropausia o Hipogonadismo de Inicio Tardío– o el envejecimiento. Lo mismo vale para simples factores de riesgo como la hipertensión o el colesterol alto, que justifican la intervención de los médicos y la prescripción de los fármacos pertinentes. ALEJANDRO NAVAS

La timidez se convierte ahora en “fobia social”. Los niños activos sufren el “síndrome de hiperactividad”, y los revoltosos y poco disciplinados que muestran una conducta no cooperativa padecen el Trastorno Oposicionista Desafiante (TOD). Con la edad se pierde masa ósea de modo natural, circunstancia que adquiere de inmediato carácter patológico si la denominamos osteoporosis y osteopenia. El final de las vacaciones y la más o menos traumática vuelta al colegio o al trabajo se convierten en el “síndrome posvacacional”, susceptible, como resulta obvio, de tratamiento médico. Si con la edad, o debido a circunstancias diversas, remite el deseo sexual, se hablará de “disfunción sexual”, para la que se ofrecerá la adecuada batería de tratamientos.

El miedo al dolor y a la muerte constituye el caldo de cultivo perfecto para la generación de nuevas enfermedades. Una vez acotados los diferente síntomas, es fácil alimentar las esperanzas de curación si se dispone de los métodos de diagnóstico, tratamientos y fármacos apropiados, para lo que habrá que asignar las correspondientes partidas presupuestarias. Este planteamiento se extiende también a la prevención, donde al socaire de razonables políticas de salud pública surgen nuevas oportunidades de negocio en complicidad con algunos gobiernos, más atentos a la opinión pública que a las necesidades reales de la población. Las campañas de vacunación contra el Virus del Papiloma Humano (VPH) constituyen un ejemplo paradigmático de esta tendencia.

Hay muchos actores interesados en la continua expansión del sector sanitario. Por ejemplo, la identificación y definición de nuevos síndromes –el listado de patologías de los sucesivos manuales de diagnóstico crece sin parar– permite crear nuevas especialidades médicas: están por medio la asignación de plazas y de los correspondientes recursos en centros hospitalarios y de enseñanza; la aparición de nuevas publicaciones; la organización de congresos; la dotación de fondos públicos y privados para investigación; en su caso, la puesta en práctica de medidas preventivas; la creación de nuevas asociaciones de pacientes. Todos salen ganando, aunque luego sean los mismos contribuyentes los que financien ese nuevo incremento del gasto.

El miedo al dolor y a la muerte constituye el caldo de cultivo perfecto para
la generación de nuevas enfermedades

Correlato físico de la felicidad

Ahora ha cambiado por completo la manera en que todos los implicados conciben la salud y se enfrentan a la enfermedad. Ya queda muy poco de la pasiva sumisión a la voluntad del destino o al designio divino. El estoicismo clásico o la resignación cristiana y el consiguiente abandono en manos de la providencia divina dejan paso a la actitud decidida del hombre moderno, que se dispone a tomar el control y derrotar a la enfermedad. La medicina científica, aliada con el poder político y la economía de la salud, promete curación para todos los males. Y si hay patologías que se resisten, como sucede todavía con el cáncer, el sida o las demencias seniles, todo se arreglará en cuanto gobierno e industria dediquen más fondos a la correspondiente investigación. La gente ya no se resigna con su suerte y pide o incluso exige curación. La de médico sigue siendo la profesión más admirada, pero ha cambiado de modo notable la actitud de los pacientes. Tiende a desaparecer la tradicional veneración por la bata blanca y ahora se ven actitudes más propias de clientes o votantes exigentes, que amenazan con los tribunales si se consideran defraudados. La confianza ilimitada y el agradecimiento por parte del enfermo y la entrega y solicitud benevolente por parte del médico dan paso a la desconfianza mutua. La creciente judicialización lleva a una atención médica cada vez más defensiva, con el consiguiente incremento del gasto (y de las listas de espera).

Este proceso adquiere un curioso carácter paradójico. De una parte, el hombre moderno parece haberse emancipado de las patologías clásicas y haber tomado el mando de la propia vida, ayudado por la ciencia y el aparato sanitario; pero de otra parte, se vuelve cada vez más dependiente de los diagnósticos y tratamientos de la clase médica y farmacéutica, a cuya tutela somete todos sus pasos.

Todo derecho, si no quiere reducirse a una simple declaración más o menos solemne pero vacía de contenido, implica un deber: puedo exigir algo si alguien está obligado en esa misma medida a proporcionármelo. Desde el momento en que el Estado moderno, omnipotente regulador de todos los ámbitos de la vida, incluye la salud entre las prestaciones que ofrece a sus ciudadanos, la mentalidad así inducida y la lógica electoral imponen un crecimiento continuo de nuevas demandas. Pronto será imposible financiar tanto servicio, pero el gobierno que se atreva a plantear claramente las dimensiones de la crisis y recorte –o racionalice, por emplear el término técnico y eufemístico– el gasto, se expondrá a perder las siguientes elecciones. Se prefiere, por tanto, ir dando largas a las imprescindibles reformas, y mientras tanto, capear el temporal como se pueda. Algunos de los países más avanzados en el desarrollo de la sanidad pública, como Suecia, Gran Bretaña o Nueva Zelanda, han establecido listas de prioridades, que contemplan tanto los tipos de enfermedades como las circunstancias de los pacientes. Se acabó el tratamiento para todas las patologías y en todos los casos.

Entender la salud como conquista y derecho modifica de raíz el planteamiento básico de la medicina. Ya no se trata de curar la enfermedad para recuperar la salud dentro de lo posible o de paliar el dolor, según la máxima clásica (“sanar, aliviar, consolar”); ahora la máquina sanitaria se pone al servicio de una finalidad distinta: el logro de la perfección, correlato físico de la felicidad.

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.