Este segundo significado que nuestra sociedad da a la sexualidad, el de “te quiero mucho” –según el cual las expresiones físicas, cuanto más intensas, pretenden manifestar más amor–, tiene que ver también con la tercera disociación que la revolución sexual quiere establecer: disociar la sexualidad del amor. JESÚS Mª SILVA CASTIGNANI

Una vez que la cultura sexual actual ha conseguido que no asociemos la sexualidad con el compromiso, llega el tercer paso. ¿Por qué relacionar la sexualidad con el amor? Total, si tú quieres disfrutar un rato, ¿por qué no hacerlo? ¡Si no tiene consecuencias! Y es un placer tan genial… De este modo, las relaciones sexuales se entienden como un bien de consumo, como una capacidad de hacer algo con lo que puedo pasármelo bien, y la otra persona también.

Esto, en nuestra cultura, funciona en dos direcciones. Si tienes una pareja estable, tener relaciones con ella es a lo que te llevan las manifestaciones físicas y significa “te quiero mucho”; y además disfrutas y haces disfrutar a tu pareja. Pero, si no tienes una pareja estable, entonces el sexo cambia de significado. Ya no es “te quiero mucho”, sino simplemente “quiero disfrutar contigo”. Así se establece la tercera disociación: la sexualidad no tiene que ver con el amor.

Reducir la sexualidad a un bien de consumo introduce riesgos, como el peligro de utilizar al otro o reducirlo a un objeto sexual, de modo que el egoísmo sea la prioridad en las relaciones sexuales. También se puede caer en el riesgo de la manipulación: conseguir que el otro ceda para que tú puedas tener tu rato de sexo. No es difícil que el significado de “quiero disfrutar contigo” acabe convirtiéndose en realidad en un “quiero disfrutar de ti” o más bien en un “me aprovecho de ti para disfrutar”.

Si no tienes una pareja estable, entonces el sexo cambia de significado:
ya no es “te quiero mucho” sino “quiero disfrutar contigo”

Sólo sexo

Si reducimos el sexo a un bien de consumo, ¿no puede darse un desequilibrio en una relación que lleve a que una de las dos personas se haga mucho daño? Imaginemos dos amigos que tienen relaciones casuales, esporádicas. ¿Y si uno de los dos empieza a enamorarse? Si el sexo puede vivirse completamente al margen del amor, esto no debería suceder… Si no implica nada más que disfrutar con el otro, ¿por qué puede uno acabar enamorándose? Cuando eso sucede, habitualmente la persona enamorada empieza a sufrir, la relación se complica y, al final, al menos uno de los dos acaba saliendo herido. Hay gente que dice que eso pasa porque se confunde el sexo con el amor. ¿No será más bien porque el sexo tiene que ver esencialmente con el amor?

Quizá otro ejemplo nos lo haga ver más claro. Imagina que descubres a tu novio o novia teniendo relaciones sexuales con otra persona. Tú te acercas, enfadado, pero tu pareja te dice: “Tranquilo, cariño, esto no es amor. Es sólo sexo. No te preocupes, que a quien quiero es a ti”. Muchas veces he planteado esta cuestión, sobre todo en los colegios, y la respuesta de los chicos suele ser unánime: “Iría al tío ese y le partiría la cara”. ¿Por qué?

¿De veras el sexo puede ser sólo sexo? De hecho, es lo que sucede en los animales: sólo sexo. Pero en ellos, para la reproducción. En nosotros pretendemos que ni eso: sólo sexo. Sin amor, sin compromiso, sin consecuencias… ¿De verdad no hay algo que no cuadra?

Pensemos en los celos. En un tiempo como el nuestro, en que las relaciones sexuales son tan fáciles y la infidelidad está a la orden del día, los celos se han convertido en una plaga. Proclamamos la libertad sexual y el sexo sin compromiso y amor, pero nos morimos de celos por si nuestra pareja nos está engañando. Miradas, palabras, gestos, mensajes… hacen que los celos nos consuman por dentro hasta el punto de convertirse en una obsesión invencible que no somos capaces de quitarnos de encima, sobre todo, si ya antes nos han engañado. Nada de lo que pueda hacer o decir el otro es suficiente, no acabamos de fiarnos. ¿Por qué? ¿Y si el amor, la sexualidad y el compromiso sí que tienen que ver y nosotros lo hemos separado artificialmente? ¿Y si lo que nos parece tan normal y natural en nuestra época no lo es? ¿Y si todo lo que estoy diciendo es síntoma de algo que no estamos haciendo bien?

Si reducimos el sexo a un bien de consumo, ¿no puede darse un desequilibrio en una relación que lleve a que una de las dos personas se haga mucho daño?

Recapitulemos un poco

Los valores tradicionales que vinculaban la sexualidad con el amor, el compromiso y la fecundidad han volado por los aires. En vez de eso, se ha dado a la sexualidad tres significados distintos y desconectados entre sí: “te quiero mucho”, “quiero disfrutar contigo” y “quiero tener un hijo contigo”.

Esos significados han desvinculado la sexualidad de la fecundidad, del matrimonio y, finalmente, del amor. Supuestamente, según la teoría de la revolución sexual, esto habría llevado a vivir la sexualidad de una manera plena, sin tabúes, de un modo liberado e incondicionado. Pero ¿realmente ha sucedido así?

Miremos a nuestro alrededor. No podemos negar una serie de realidades que se están dando en las relaciones sentimentales: infidelidades, abusos, engaños, manipulación, frustración, heridas emocionales, rabia, resentimiento, celos, violencia, embarazos no deseados, aborto, enfermedades de transmisión sexual, venganza…

Nuestro cuerpo y nuestra alma nos están diciendo que algo no marcha, que algo no está bien. Las noticias de cada día nos alertan de que algo no encaja. Y, sin embargo, la sociedad entera se conforma con responder: “¡Miremos a otro lado, sigamos adelante, este es el camino correcto! ¡Hemos dejado atrás por fin una sexualidad esclava y la hemos liberado! ¡Sigamos viviendo así, sin pensar demasiado!”.

Jesús María Silva Castignani es autor, entre otros libros, de ‘Sexo: cuándo y por qué’ (Palabra).