Parece obvio que las emociones y estados de ánimo constituyen uno de los elementos que todos precisamos –y muy pocos sabemos– comunicar a quienes nos rodean y, además, de la forma adecuada. TOMÁS MELENDO

Esa necesidad es perentoria, antes que nada, porque los sentimientos, pasiones, afectos o como se los prefiera denominar… forman parte de nuestra intimidad. Constituyen un ingrediente de relieve en el conjunto de nuestra vida y merecen, por tanto, que lo demos a conocer, ya sea por amistad y deferencia con quienes nos aman, ya para aliviar la carga o incrementar la alegría que generan en nuestro interior, ya –normalmente– por una combinación de estas y otras razones.

Si en más de un momento he afirmado que la auténtica comunicación consiste en poner en común con otros seres humanos nuestra propia persona-intimidad, no cabe la menor duda de que el complejo, rico y frágil mundo afectivo que cada uno desplegamos forma parte de aquello que es muy conveniente comunicar.

¿Lo más propio de cada cual?

Otra cosa muy distinta es que las emociones constituyan lo más nuestro y, simultáneamente, lo más importante de nuestra intimidad e incluso aquello que realmente nos hace ser personas, únicas e irrepetibles.

En este extremo, me parece que es fácil dejarse llevar por ciertas exageraciones, no raramente unidas a una confusa o errónea percepción y concepción de lo que es el hombre.

Así, por ejemplo, John Powell, uno de los autores más citados y reconocidos al tratar de estos asuntos, afirma sin dudar:

“Puede que muchos de nosotros creamos que, una vez que hemos revelado nuestras ideas, opiniones y decisiones, no nos queda realmente mucho más que compartir. Pero lo cierto es que las cosas que más claramente me diferencian y me individualizan respecto de los demás, que hacen que la comunicación de mi persona sea objeto de un conocimiento realmente único, son mis sentimientos o emociones.
Si deseo realmente que sepas quién soy yo, debo hablarte con las tripas (gut level) tanto como con la cabeza. Mis ideas, opiniones y decisiones son absolutamente convencionales. Si yo soy un convencido conservador o un convencido liberal, también lo es muchísima gente; si estoy a favor o en contra de la exploración del espacio, siempre habrá otros que piensen lo mismo. Pero los sentimientos que subyacen a mis ideas, opiniones y convicciones son exclusivamente míos. Nadie apoya a un partido político, o tiene una convicción religiosa, o está comprometido con una causa, con mis mismísimos sentimientos de fervor o de apatía. Nadie experimenta mi mismo sentimiento de frustración, padece mis mismos miedos y siente mis mismas pasiones. Nadie se opone a la guerra con la misma indignación con que yo lo hago, y nadie defiende el patriotismo con el mismo sentido de la lealtad con que yo lo defiendo.”

Se exagera sobre la importancia de las emociones,
convirtiéndolas incluso en aquello que nos hace únicos e irrepetibles

Una propensión peligrosa

Como es obvio, muchas de las afirmaciones que acabamos de leer son correctas, en particular las que apuntan, sin decirlo expresamente, a que la persona es un todo unitario que no debe fraccionarse. Existe, sin embargo, una clara tendencia a primar en exceso el ámbito afectivo; y esa propensión puede resultar peligrosa.

De ahí que, concediendo muy gustoso lo mucho que hay de verdadero, me veo obligado a precisar, siguiendo los rumbos de la argumentación del autor:

1. En primer término, no es oportuna la minusvaloración de la inteligencia y del conocimiento que se adquiere a través de ella con la colaboración de los sentidos y de la persona toda.

1.1. Antes que nada, en lo que atañe a su importancia: conocer adecuada y personalmente la realidad –externa y propia– es condición imprescindible para comportarme del modo debido e incluso para experimentar las emociones adecuadas.
Aunque el mero conocimiento no asegure ni una cosa ni la otra, puesto que puedo obrar mal sabiendo lo que hago, así como reaccionar de manera incorrecta ante una situación bien conocida, lo que sí está claro es que si no conozco a las personas y al entorno tal y como efectivamente son es muy difícil –por no decir imposible– que actúe conforme a la verdad y que aquello me afecte como debe.

1.2. Pero ni siquiera es cierto que mi conocimiento sea menos mío que mis emociones.
Como he explicado en otros lugares, yo no sé realmente algo hasta que aquello pasa a integrarse o formar parte de mi organismo cognoscitivo y, más aún, de mi vida vivida, de mi comportamiento. Expresado paradójica pero realmente: ningún conocimiento llega serlo en sentido estricto –a ser conocimiento– hasta que lo transformo en comportamiento o conducta, en vida de mi vida.
En consecuencia, un conocimiento que no ha sido apropiado, que no se ha tornado radicalmente mío, sencillamente no es conocimiento: y, como consecuencia, no puede ser lo más mío… ni lo menos mío ni lo más de otro ni lo que usted quiera… porque, sencillamente, no es.
A su vez, el que se convierta en mío no deriva, en sentido estricto, de que yo me apropie de la verdad, sino, hablando con rigor, del hecho de que la verdad se ha apropiado de mí. En cualquier caso, no hay auténtico saber mientras lo conocido y yo no somos uno y lo mismo, como ya explicara el viejo y sabio Aristóteles.
Por consiguiente, la afirmación de que el saber no conforma lo más íntimo de mi persona encuentra su justificación en la superficialidad y falta de rigor con que bastantes de nuestros contemporáneos utilizan su entendimiento, hasta el punto de que cabría afirmar que, en estricto rigor, no conocen.

No sé realmente algo hasta que aquello pasa a formar parte de mi vida vivida

Lo más mío es mi voluntad libre

2. Es preciso, sin embargo, dar un paso más, para defender la prioridad de la voluntad en la constitución de la intimidad de cada persona. Como han repetido los más grandes pensadores –desde Agustín de Hipona hasta Juan Pablo II– la voluntad puede considerarse como la facultad cimera de la persona humana porque en sus manos se encuentra, en cierto sentido, toda la actividad libre de cada sujeto: aquella con la que va llegando a ser quien es (quien está llamado a ser).

Primacía que, en los dominios de la educación, queda bien recogida en estas palabras de Charles y Laura Robinson:

“… la educación de la voluntad de vuestros hijos es todavía más importante que la educación de su entendimiento. Es la más importante de las enseñanzas y el más decisivo de los entrenamientos. En último término, es la voluntad la que habrá de regir y dominar sobre todas las demás facultades del ser humano y la que más habrá de influir en su grandeza o su miseria.
La piedra de toque para valorar una voluntad suele ser el dominio de sí mismo. Es decir: el grado de control que uno pueda adquirir sobre sus propios ímpetus, antojos, impulsos, caprichos, pasiones, comodidades, sentimientos, etc.
Tenéis que ayudarles a forjarse una voluntad que luego, en la vida, siempre quede victoriosa sobre el instinto.”

La voluntad puede considerarse como la facultad humana cimera porque
de ella depende la actividad libre de cada sujeto

La dimensión espiritual

Cuanto vengo afirmando y subrayando deriva de un hecho clave y definitivo: el reconocimiento de un nivel propiamente espiritual en la persona, que es el que –en el ámbito operativo– marca la diferencia entre el hombre y los animales.

Tal espiritualidad, y la libertad que lleva aparejada, no son reconocidas por buena parte de las actuales escuelas de psicoterapia –ni de psicología, ni de sociología ni de filosofía…–, que de esta suerte se encierran a sí mismas dentro de unas mallas en las que aprisionan también al ser humano al que teóricamente deberían ayudar a sanar, pero al que muchas veces no hacen sino fijar más y más en su dolencia… con el agravante de que todo ello acaba –o empieza– por considerarse normal e inevitable: si no existe otra realidad que la somática y la psíquica, y si ambas se encuentran de un modo u otro dañadas, ¿con qué recursos podría hacerse frente a semejante mal?

Mi experiencia personal y mi formación filosófica me han llevado desde hace años a sentirme incómodo ante semejantes planteamientos. Y esa misma experiencia y comprensión del ser humano me hicieron sintonizar, desde que empecé a conocerla –con matices y pequeñas disensiones que no son del caso–, con la escuela de logoterapia, creada y dirigida durante lustros por Viktor Frankl.

Copio a continuación un par de párrafos de una de las más importantes seguidoras de Frankl, Elisabeth Lukas. En su exposición más global de la logoterapia, en un libro del mismo título –Logoterapia–, podemos leer:

“Viktor E. Frankl partía del hecho de que el hombre podía enfermar en los planos somático y psíquico, pero nunca en su dimensión noética [o espiritual]. Las enfermedades de espíritu [Geisteskrankheiten], tal como se denominan los cuadros psicóticos en la ciencia popular, no son originalmente afecciones psíquicas, sino trastornos de las células nerviosas y, por tanto, enfermedades somatógenas. Obviamente, al psicótico, al perturbado, al demente, al paciente de Alzheimer, les corresponde una dimensión espiritual intacta, incluso cuando, bloqueada por procesos patológicos psicofísicos, ha dejado de estar parcial o temporalmente disponible.”

Y comenta, como conclusión:

“La dimensión espiritual del ser humano no se pierde. Está latente en el niño, pero todavía sin florecer, preinstalada, pero aún sin desarrollar, como el lenguaje en el recién nacido. Habita en las personas con daños cerebrales y demencia senil, velada únicamente por factores perturbadores biológicos, y en los esquizofrénicos, aunque limitada por los obstáculos neuroquímicos. Va y viene en el drogodependiente, aunque neutralizada por influencias artificiales. La espiritualidad del hombre siempre existe en potencia [más bien en acto, aunque no se manifieste], y sólo este hecho garantiza al ser humano su inviolable dignidad”.

Es preciso reconocer un nivel propiamente espiritual en la persona,
que es el que marca la diferencia entre el hombre y los animales

Una nueva afectividad

Tras esta cita, me siento obligado a establecer una serie de nuevas puntualizaciones en torno a los sentimientos.

A saber:

  1. Que la inteligencia y la voluntad gozan de una resonancia que, por analogía con lo que sucede en la esfera psíquica, cabría también llamar emociones o sentimientos espirituales.
  2. Que el valor y el influjo de estos afectos superiores, en el individuo bien formado, resultan también superiores a los de la afectividad psíquica.
  3. Que habitualmente la única afectividad que suele considerarse es la psíquica.

En defensa específica y directa de la afectividad espiritual a que acabo de aludir –y no sólo del espíritu– se han levantado últimamente voces de gran categoría humana e intelectual, como las de Joubert, Bergson o Dietrich von Hildebrand, entre otros.

Joubert, en concreto, sostiene: “El placer no es más que la felicidad de un punto del cuerpo. La verdadera felicidad, la única felicidad, la entera felicidad estriba en el bienestar de toda el alma.”

Y, al obrar de este modo, igual que sucedía con la logoterapia, recuperan una doctrina tradicional de enorme relevancia y tristemente olvidada: los pensadores clásicos de más alto nivel tenían muy en cuenta, como verdad no discutida, que las emociones de más valor –y, en concreto, la felicidad o dicha suprema– eran consecuencia de la mejor actividad de las facultades espirituales cuando obraban del mejor modo posible y con la mayor y mejor unidad recíproca y del conjunto de la persona.

Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.