Un hombre dijo a su esposa: “Tengo muchas cosas que hacer; pero todo, todo, todo, lo hago por ti.” Con esta suerte de excusa, no hallaban tiempo para estar juntos ni charlar… ni no-charlar ni nada de nada; y el día en que se encontraron de nuevo ya no supieron qué decirse. TOMÁS MELENDO
Por desgracia, lo que recoge la anécdota de un modo un tanto simplón, no constituye una situación única o exclusiva en la vida del ser humano.
Tras los años normalmente despreocupados de la niñez llega la adolescencia, y en ella se experimentan las primeras dificultades para comunicarse. (Quiero decir comunicarse, con toda la carga personal que eso implica, y no, por supuesto, mandarse mensajitos, toques, chatear… y un largo etcétera.)
Aflora, decía, cuando somos adolescentes, una tendencia a cerrarnos cada uno en nosotros mismos, nos tornamos susceptibles y celosos de la propia independencia e intimidad.
Parece que el adolescente –prácticamente todos, de un modo u otro– sólo es capaz de abrirse a los demás dentro del grupo de amigos, pero también allí cada cual representa un simple papel: el de aquel personaje que piensa que le permitirá adquirir el prestigio y recibir la aceptación incondicional que tanto necesita. Y, por lo tanto, no se abre, sino que sigue más bien enclaustrado… ¡y no pasa nada!, que para eso está la adolescencia.
Los problemas surgen cuando esta inclinación no se supera, sino que llega a constituir una especie de hábito o segunda naturaleza para aquella persona. También se manifestará, entonces, en el matrimonio, y puede causar incomodidades, disturbios, inconvenientes e incluso problemas de cierta gravedad.
Los problemas surgen cuando la inclinación a
cerrarnos en nosotros mismos no se supera tras la adolescencia
El sufrimiento de la soledad
La soledad es una experiencia que todos, quien más quien menos, hemos sufrido a lo largo de nuestra vida. Y con la soledad llega la tristeza, a veces disfrazada con un barniz de seriedad.
Marcel lo sostuvo con palabras rotundas: “sólo existe un sufrimiento: estar solo”; y lo confirmó tras muchos años de experiencia: “nada está perdido para un hombre que vive un gran amor o una verdadera amistad, pero todo está perdido para quien se encuentre solo.”
Con mayor vivacidad, precisión y firmeza, lo explica Javier Echevarría: únicamente “el amor –no el deseo egoísta, sino el amor de benevolencia: el querer el bien para otro– arranca al hombre de la soledad. No basta la simple cercanía, ni la mera conversación rutinaria y superficial, ni la colaboración puramente técnica en proyectos o empresas comunes. El amor, en sus diversas formas –conyugal, paterno, materno, filial, fraterno, de amistad–, es requisito necesario para no sentirse solo”.
“El amor, en sus diversas formas –explica Javier Echevarría–,
es requisito necesario para no sentirse solo”
Dificultad para comunicarse
Uno de los fracasos más comunes de algunos matrimonios actuales estriba en que se transforman paradójicamente en sendero hacia la progresiva incomunicación: dos se casan, se aíslan de sus antiguos amigos y compañeros, se hacen voluntariamente estériles, se desentienden de sus mayores y se encierran en sí mismos… para acabar solos, ya sea juntos –“soledad de dos en compañía”, llamó hace ya casi doscientos Kierkegaard a algunos matrimonios–, ya cada uno por su lado.
Pero aun prescindiendo de circunstancias tan extremas, no siempre resulta fácil comunicarse con una persona amargada, acaso por culpa nuestra. O por la suya. O por cualquier otro motivo.
Así lo explican Faber y Mazlish:
“Cuando estoy dolida o irritada, lo último que deseo escuchar son advertencias, consejos, filosofía, psicología barata o la opinión de otra persona. Esa clase de argumentos solo consigue empeorar mi estado. La lástima me deprime; las preguntas me ponen a la defensiva; y lo que más me exaspera de todo es oírme decir que no tengo por qué sentirme así.
Mi reacción predominante ante casi todas esas actitudes es: «Bah, olvídalo… ¿De qué serviría continuar?».
Pero si alguien me escucha verdaderamente, si se conciencia de verdad de mi dolor interior y me da la oportunidad de hablar más a fondo de lo que me aflige, enseguida empiezo a sentirme menos crispada, menos confundida, mucho más capaz de hacer frente a mis sentimientos y a mi problema.”
Tampoco es sencillo abrir el corazón cuando uno está deprimido, abatido o cuando –por lo que ha sucedido en ocasiones anteriores, que todo pudiera ser– tiene miedo de que le tomen el pelo si pide, ¡o si ofrece!, un poco de ternura en un momento en que lo necesita.
Por varias causas, pero sobre todo por orgullo –¡los tan tristemente tristes derechos del yo!–, a veces evitamos aparecer ante los ojos del otro como en verdad somos, con nuestra fragilidad y nuestras lacras.
Por varias causas, pero sobre todo por orgullo, a veces evitamos aparecer ante los
ojos del otro como en verdad somos
La incapacidad para amar
La situación, entonces, degenera, tornándose más y más penosa, por cuanto en el despliegue del matrimonio –comunidad de vida y de amor– la comunicación personal entre los cónyuges resulta insustituible.
Parece claro: la vida conyugal no puede reducirse al encuentro de dos cuerpos, y mucho menos al de dos sueldos o al de dos inquilinos del mismo piso, sin que se dé ya la feliz fusión de los corazones –núcleo de la persona–, manifestada también y enriquecida a través de la palabra hablada.
Como sostienen los autores de El matrimonio y la familia[1]:
“El diálogo –junto con el propio amor y la unión conyugal– constituye un medio excelente que tienen los esposos a su alcance para lograr hacer de sus dos vidas una sola; para conseguir una sintonía sin sombras ni secretos que les permita mirar juntos hacia el futuro sobre la base de un pasado y un presente compartidos; para hacer verdad el principio de autoridad conjunta respecto a los hijos y la familia. Cabe afirmar que sin diálogo no hay familia; que si no se pierde el tiempo en hablar, no se ganará lo que merece la pena: felicidad familiar, hecha de participación, ratos compartidos, comunicación permanente, encuentro de corazones.”
Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.
[1]Unión Familiar Española (UFE), El matrimonio y la familia, Ed. EDICE, Madrid, 2ª reimp. 1998.