Por lo general, cualquier persona sensata considera deprimente que tantos espectadores se sienten cómodamente ante la pantalla dispuestos a regodearse con la exposición de las intimidades ajenas. ¿Qué nos dice esta circunstancia sobre el estado de la televisión y, en última instancia, de la sociedad en general? ALEJANDRO NAVAS

No es éste el momento adecuado para realizar profundos análisis psicológicos o antropológicos, pero, en un plano superficial, se podría afirmar que gran parte del atractivo de la televisión en general, y de la reality tv en particular, tiene que ver con el eminente papel que desempeña la vista dentro de nuestro equipamiento sensorial.

Sea como fuere, lo que está comprobado es que lo morboso vende. En consecuencia, los medios, y en especial la televisión, explotan a fondo la inclinación voyeurista que parece darse en una gran parte del público. Este voyeurismo tiene su correlato en el exhibicionismo de otra parte no pequeña de la población.

Los responsables de la programación justifican esa fijación en lo morboso aduciendo que no pueden escamotear al público lo que ocurre en la realidad. Es un hecho que, por desgracia, en nuestra sociedad hay violencia, guerra, crimen, sufrimiento, dolor, tragedia. Eso es lo que pasa; pretender ocultarlo sería incluso, nos dicen, síntoma de irresponsabilidad. En efecto, mostrar el lado oscuro del hombre y de la sociedad puede contribuir a sacudir la pasividad de ciudadanos y gobiernos e inspirar soluciones –o intentos de solución, al menos– para tantos problemas lacerantes. Es la reality tv entendida como un servicio al bien común. Es indudable que este benéfico programa se puede hacer realidad en muchas ocasiones, pero aun con todo, considero oportuno formular algunas reservas.

Los medios, y en especial la televisión,
explotan la inclinación voyeurista que parece darse en una gran parte del público

Una cultura de los analgésicos

Ese propósito resulta digno de encomio, y aun concediendo que sea sincero y que con relativa frecuencia alcance lo que se propone, es casi inevitable que con una frecuencia no menor fracase en su empeño, ya que la disposición vital del consumidor masivo de televisión es más bien pasiva. Karl Jaspers decía que ser espectador es no existir. En numerosas ocasiones la pantalla actúa como una droga, que anestesia y embota la sensibilidad y, peor aún, también la razón. Dice el filósofo Leszek Kolakowski que la nuestra es una cultura de los analgésicos, y la televisión ocupa aquí sin duda un lugar privilegiado. Puede resultar anestesiante la presentación de los más variados horrores en su dimensión planetaria: ante un drama de tal magnitud, el espectador individual se siente completamente desbordado y le resulta imposible actuar para poner remedio a tanto desastre. El individuo aislado no es responsable del conjunto de la humanidad; la responsabilidad sólo puede ejercerse en concreto, frente y a favor de personas y situaciones bien determinadas. La globalidad que impone la televisión liquida el concepto tradicional de prójimo, entendido como conjunto limitado de personas por las que uno está moralmente obligado a preocuparse.

El interminable desfile de situaciones trágicas ante las cámaras tiene otro efecto complementario sobre el espectador habitual: el entretenimiento obsesivo con las vidas de los demás, provocado por una curiosidad malsana. El espectador, sumido en la pasividad, en la no existencia que describía Jaspers, llena su vacío con las imágenes de vidas ajenas que le proporciona abundantemente la pantalla. La contemplación de los dramas y problemas ajenos, que la televisión le ofrece  en toda su crudeza, sirve de excusa para contentarse con la propia mediocridad: los ricos también lloran. Y ver cómo los poderosos, los guapos, los famosos sufren al igual que los demás mortales facilita que el espectador se sienta eximido de la tarea de asumir las propias responsabilidades y afrontar los retos que plantea la vida. Y en la medida en que la televisión ocupa cada vez más horas a los espectadores, la comunicación interpersonal se debilita, decae la vida familiar, disminuye la atención que se presta a los niños (Neil Postman puede hablar así, con exageración pero con cierto fundamento, de la desaparición de la infancia a manos de la televisión). El resultado de este proceso será probablemente el surgimiento de nuevas generaciones de individuos alienados, empobrecidos humanamente, sin defensas intelectuales, fácilmente manipulables. La política del pan y circo no es exclusiva de la época del Imperio romano.

La contemplación de los dramas y problemas ajenos sirve de excusa para
contentarse con la propia mediocridad

El sentido del pudor

La irrupción de las cámaras en la vida privada, incluso íntima, de las personas, y más todavía cuando éstas pasan por trances de dolor o sufrimiento, puede atentar fácilmente contra la dignidad de las personas. Hay momentos de la vida del hombre, que de acuerdo con el sentir moral que ha sido propio de Occidente a lo largo de los últimos dos milenios, pertenecen a la intimidad, como son, por ejemplo, el amor, la oración o la muerte. Dar carácter público a esas experiencias equivale a deshumanizarlas, a robarles su valor más íntimo. Es propio del hombre digno vivir un cierto pudor al manifestar hacia fuera determinadas disposiciones de su ser. La exposición pública, y más si ocurre en contra de la propia voluntad, rebaja al hombre a la condición de objeto, de mera pasividad material.

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.