Los jóvenes tendrían todos los motivos del mundo para sentirse satisfechos, incluso felices: ninguna generación ha disfrutado de tales cotas de bienestar. Nunca hubo hijos tan rodeados de atenciones por parte de sus mayores. Además, esta sociedad consagra lo juvenil como paradigma de referencia: el que ya no es joven, hará todo lo posible para engañar a Cronos y, al menos, intentar parecerlo. ALEJANDRO NAVAS

La juventud se dilata, y muchos jóvenes la disfrutan sin molestas cortapisas: no tienen que afrontar gravosas responsabilidades; el sistema educativo que los acoge durante tantos años no les plantea exigencias desmedidas, lo que permite muchas horas de ocio y diversión; disfrutan de un nivel de vida más que aceptable y tienen de casi todo, y esto no es algo exclusivo de los hijos de las familias más adineradas; tanto la sociedad en general como gran parte de las familias singulares adoptan un talante democrático y dialogante, lo que permite a los hijos unos niveles de libertad nunca conocidos por sus predecesores. En fin, parecería que ser joven hoy debería constituir un motivo de felicidad sin parangón.

Pero nuestros jóvenes no acaban de sentirse contentos del todo. La otra cara de la libertad son la incertidumbre y el riesgo, que se incrementan cuando el contexto social general se vuelve cambiante. Está bien sentirse libre, sin ataduras, ante un futuro que parece ofrecer las más variadas posibilidades, pero esta circunstancia hace más dramática la elección, que siempre implica descartar otras opciones, en algunos casos de modo definitivo. La presión para acertar se intensifica, y muchos caracteres juveniles no muestran la necesaria madurez o sangre fría para elegir con acierto. Y cuando faltan valores o modelos sociales de implantación general, se dificulta la búsqueda de la propia identidad y del rumbo que se ha de emprender en la vida, pues la biología no nos dice cómo hemos de vivir. El joven se enfrenta a la definición de su proyecto de vida mediante una suerte de bricolaje de la identidad. Muchos fracasan en este empeño, y aparecen entonces el desánimo, el pasotismo o la automarginación de la vida social: jóvenes que renuncian a integrarse en los sistemas educativo y laboral y buscan refugio en grupos de pares que llevan una vida parasitaria, bordeando tantas veces el límite de la legalidad.

El joven se enfrenta a la definición de su proyecto de vida mediante una
suerte de bricolaje de la identidad

Un doble lenguaje

Además, los jóvenes, que no son tontos, advierten una especie de doble lenguaje, adobado con altas dosis de cinismo, en la exaltación del ideal juvenil por parte de los adultos. Esa sociedad que los ha colocado en lo más alto del podio de la estima pública es la misma que no les facilita una inserción laboral mínimamente digna, que les pone casi imposible el acceso a una vivienda propia, que va prolongando de modo constante su permanencia en las aulas. El sistema educativo, que se extiende sin cesar, acaba convirtiéndose en un expediente para encubrir el paro. En conclusión, a pesar de los eslóganes exaltadores de lo juvenil, la sociedad adulta parece no necesitar demasiado a sus jóvenes, que son invitados más bien a no molestar y a no tomarse demasiado en serio esos discursos oficiales. Es como si en este punto nos encontráramos en una permanente campaña electoral, donde se formulan las promesas más exorbitantes, eso sí, con la condición de olvidarlas una vez terminada la votación.

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.