A estas alturas de la historia, son pocos los intelectuales renuentes a admitir que Occidente –y, en primer lugar, Europa que es su cuna– está sumida en una compleja y profunda crisis cuyas raíces se hunden allá, en el pasado. FRANCISCO GALVACHE

Ya no es tan amplio el acuerdo acerca de su etiología, ni sobre los juicios que merecen algunos de sus síntomas relevantes, tanto favorables como desfavorables. Pero los hechos no se discuten: están ahí, y su realidad será innegable para todos quienes decidan permanecer despiertos.

Las crisis que acaecen durante el desarrollo personal de cada cual, suelen tener una duración  relativamente corta: unos meses o, todo lo más, algunos años. Pero las que sufren las sociedades, sus culturas o a la civilización que las acoge, son mucho más prolongadas e incluso, sus períodos álgidos, ocupan décadas y su influjo posterior se mide por generaciones y aun por siglos. La historia nos ofrece ejemplos claros en Grecia, Roma o, ya más cerca de nosotros, en Europa. Tal es el caso de “la gran crisis de la conciencia europea”[1], auténtica matriz de la Ilustración, cuyas ideas inspiraron a los protagonistas de la Revolución francesa que dio paso a la Edad Contemporánea.

El turbulento siglo XIX discurrió, en gran medida, inspirado en ellas; y en el amanecer del XX, aún vivas, bulleron en la gestación de la Gran Guerra Europea cuyo estallido, el 28 de julio de 1914, fue el desencadenante de una auténtica “emergencia en el proceso de civilización”[2] que habría de durar más de 75 años, hasta la implosión de la URSS en 1991, y no sin antes albergar, en su etapa central, la más letal de las guerras padecidas por la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. Por último, fuertemente contestado por el pensamiento posmoderno que le culpa de todas las debacles ocurridas, el optimismo racionalista que las resumía aún tuvo sobrado aliento para traspasar la frontera del tercer milenio, y vender su idea de que el progreso continuo era todavía posible gracias a la ciencia.

La idea de que el progreso continuo es todavía posible gracias a la
ciencia sigue vigente

Perfiles humanos de la crisis actual

Las crisis de las sociedades, de las culturas, incluso de las civilizaciones, son primordialmente crisis del hombre. Lo son porque ponen en cuestión, en primer término, su identidad e inmediatamente después, las respuestas a las preguntas que sempiternamente se formula, y que creyó definitivas tras haber superado la crisis anterior: ¿Es sólo real lo tangible, o también lo es lo que escapa a la percepción de los sentidos y llamamos sobrenatural? ¿Qué y quién es el hombre? ¿Cuál es su origen y destino? ¿Qué cosa su felicidad? ¿Es el hombre acaso libre? ¿Qué entender por libertad? ¿En qué consisten el bien y el mal, y cómo y en base a qué es posible determinar su realidad y alcance? Y, así, otras preguntas más que, junto a las anteriores, se pueden resumir en una verdaderamente crucial y llena de resonancias bíblicas: Quid est Veritas?

Al acceder a las respuestas que a tales preguntas dan las gentes de hoy, resulta sencillo confirmar que se hallan en crisis, y en qué medida parecen desinteresadas de la búsqueda de la verdad, de su verdad, defraudadas, quizá, por la diosa Razón –que tantas y tan ilusionantes promesas ha incumplido–, y/o embelesadas, muchas de ellas, por los prodigios tecnológicos de la moderna Circe. El daño que deriva de ello es muy grave. Afecta a la persona en su raíz, la libertad: “la propiedad y elemento primordial y originario del ser del hombre”[3], y, en consecuencia, en su dignidad, puesto que “la libertad es el elemento constitutivo de la dignidad de la persona ininterrumpidamente proclamado por el pensamiento cristiano”[4].

Todo se ve reflejado en las respuestas de muestras representativas de los jóvenes, maduros y mayores –hombres y mujeres– coetáneos nuestros. Todos ansían ser ellos mismos, pero pocos han descubierto el camino que conduce a ello. En consecuencia, para sentirse distintos, muchos recurren a remedios fáciles: tunear su imagen con elementos externos más o menos imaginativos, y adoptar modelos estereotipados de conducta que marcan tendencia. Todo es síntoma de un importante déficit madurativo: confusión de identidad que merma la seguridad en uno mismo, reduce la autoestima y resta, seriamente, capacidad de compromiso y, por tanto, de ser fiel a éstos, a sí mismos y a los demás.

La comunicación interpersonal, aunque profusa, por lo general no alcanza a conectar intimidades. A pesar de las fantásticas posibilidades que ofrece la tecnología, suele ser periférica, entrecortada y, cada vez con más frecuencia, confinada en los ámbitos de las macro concentraciones lúdicas, de los ciento cuarenta caracteres y de la imagen, en los que se da de todo: desde la disolución de la responsabilidad en el anonimato, hasta el desparrame de la propia intimidad a caballo de la estupidez o del cinismo impúdico.

Todo esto influye necesariamente en la voluntad. No saben querer y tienen serias dificultades para perseverar. Y así, las decisiones, escasas de motivos y criterios sólidos, explican conductas inciertas, impulsadas por el deseo de experiencias placenteras o, por el contrario, por el desamor, el despecho, la soledad y el miedo. ¡Ah! Y sin olvidar el mimetismo como efecto propio de un extraño y paradójico fenómeno: el individualismo gregario.

Las crisis de las sociedades, de las culturas, incluso de las civilizaciones,
son primordialmente crisis del hombre

La crisis y el relativismo

Valores como amor, paz, libertad y felicidad se invocan repetidamente, con énfasis que denota aprecio, pero con tono y gesto nostálgicos de resignado pesimismo. También se habla de igualdad y de justicia, aunque con intención y en contextos diferentes. Pero sobre la verdad –entraña, causa y fundamento de todas ellas– no hay debate. Todo lo contrario: se trata de eludir a toda costa, arguyendo que es el refugio del dogmático, de quien trata de imponer a todos su estrecha visión del mundo y de la libertad. Da la impresión de que han renunciado a su búsqueda, ignorando que la verdad es la única necesidad radical del hombre[5]. Pero es que, tristemente, la advierten inasequible, improbable, inexistente quizá. Y esta es una dramática realidad que, de la mano de la secularización que tan profundamente hiere a Europa privándola de toda referencia trascendente, hace que cuanto creen inaccesible a los sentidos se entienda, en el mejor de los casos, relativo.

Y claro está: donde el relativismo impera, el ejercicio de la libertad se transforma en un juego de azar ante cuyo resultado adverso el relativista siempre está dispuesto a concederse una nueva oportunidad. Y es que, visto desde su óptica, ¿qué norma, qué autoridad estará legitimada a inmiscuirse en lo que cada uno quiera hacer con su vida? ¿Quién y qué podrá situarse por encima de su conciencia libre? ¿Qué sentido tiene hablar de compromisos indisolubles? ¿De normas vinculantes en cualquier momento de la vida? ¿No sería la evitación del mal ajeno el único límite admisible? Pero, llegado el caso: ¿quién y con qué autoridad debería establecerlo? ¿Qué sería lo bueno o malo en cada caso? ¿No es locura impedir que la ciencia libere a mujeres y hombres de las cárceles en las que permanecen aherrojados por causa de su biología? ¿Quién podrá oponerse a la ideología que exalta y ampara la absoluta libertad de los géneros, frente al azar y a la intolerancia?

Estas mismas ideas circulaban, setenta años atrás, procedentes de conspicuos círculos de la intelligentsia, e impregnaban a los movimientos liberacionistas, a la pléyade de grupos y corrientes de la nueva izquierda y también de dudosos liberales ganados por el consecuencialismo. Hoy no es difícil reconocer las que están aún vivas, formando parte del nuevo pensamiento dominante, de lo políticamente correcto en Europa, en Estados Unidos y en la gran mayoría de los países occidentales. A la vista de tan perturbador panorama, es lógico que muchos se pregunten: ¿Cómo ha podido ocurrir esto?

Francisco Galvache Valero es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.

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[1]Hazard, P. (1988), La crisis de la conciencia europea, Madrid, Alianza E.
[2]Weigel, G. (2006), Política sin Dios, Madrid, Cristiandad.
[3]Forment, E., (1998), Historia de la Filosofía tomista en la Edad Contemporánea, Madrid, Encuentro.
[4]Wojtyla, K., (1972), en A. Llano (1985), El futuro de la libertad, NT, p. 162.
[5]Ortega, J. (1972), La rebelión de las masas, Madrid, Espasa-Calpe.