Las crisis del hombre se disparan, pues, cuando el poderoso par de fuerzas que componen su verdad y su libertad se descompensa. Así ha sido siempre a lo largo de su historia. Podríamos remontarnos en ella hasta percibir sus componentes quizá mezclados con el hado y la voluntad de los dioses, u oscuramente intuidos, por sus portadores, tras las máscaras del teatro griego o bajo los yelmos de los héroes que se disputaron Troya. FRANCISCO GALVACHE

También podríamos encontrarlos en la filosofía de Aristóteles que reaparece en la Europa del siglo XIII, de la mano del monje Tomás de Aquino quien, tendiendo un puente entre el pensamiento griego y el medieval, propició la unión que alumbraría la luminosa “visión de la persona humana (que) encerraba el poderoso concepto de libertad”[1]. O disociadas, pocos años después, en otro fraile, el franciscano Guillermo de Okham, quien veía en la libertad una mera capacidad de elección desinteresada del bien y la verdad. Una idea que, a decir de alguien, fue la bomba de relojería que explotó, ya en pleno siglo XIX, en el cerebro de Nietzsche: uno de los filósofos que influyeron en la génesis del nazismo y que, junto a otros, promovió la cristofobia que circula hoy con más que aparente éxito.

En aquel siglo (XIII) también surgió la herejía libertina. Defendía, ésta, que Cristo no redimió sólo a las almas sino también los cuerpos, purificando su carne y sus instintos. De manera que, tras la redención, el deseo e inclinaciones de una y otros ya no debían ser reprimidos sino, por el contrario, satisfechos. A pesar de las condenas de la Iglesia Católica y protestantes, el libertinismo alcanzó el siglo XVII infectando a sectores significativos de las élites que, un siglo después, participarían en los proyectos de hombre nuevo y nueva sociedad soñados por Rousseau, para cuyas vidas serían innecesarios el Estado y la autoridad.

Después de la Revolución francesa, tales proyectos se convirtieron en los objetivos últimos del corpus ideológico del movimiento anarquista, a cuyo sustrato romántico pertenecía y pertenece su radical espíritu libertario, laicista, individualista y radical, que niega la existencia de lo sobrenatural, y cuyo rechazo de cualquier autoridad o magisterio explica su famoso grito iconoclasta: ¡Ni Dios ni maestro!

De su nihilismo dispuesto a destruir hasta los cimientos del viejo mundo, para erigir, en su lugar, el fruto de su perturbador sueño, devino la herencia violenta del terrorismo individual que ensangrentó las dos últimas décadas del siglo XIX, las tres primeras del XX y que hoy amenaza con resucitar.

Al cientificismo marxista-leninista se vincula el colectivismo totalitario que desencadenó la Revolución de Octubre, con la que comenzó la negra historia liberticida y genocida del comunismo soviético, de la China de Mao o de la Camboya de Pol Pot. Secuelas suyas son: el esperpéntico –pero siniestro– comunismo de Corea del Norte, la degradada dictadura marxista de Cuba y la emergente dictadura socio-populista del chavismo venezolano.

Y, por último, en el mismo período de entreguerras, en el idealismo sentimental de un romanticismo tardío, mítico e incluso esotérico, arraigó la semilla de un nacionalismo preñado del superhombre nietzscheano, cuyo delirio expansionista, racista y obsesivamente antisemita, acabó provocando la más letal de las guerras sufridas por la humanidad, y el Holocausto de más de seis millones de seres humanos por la sola sinrazón de su raza y religión: el nacionalsocialismo hitleriano.

Estas tres justificaciones ideológicas, profundamente materialistas, concibieron la autoridad en términos de poder. El anarquismo la identificó con arma represora de la libertad, y luchó contra cualquiera de sus manifestaciones. Muy al contrario, el comunismo, el nacionalsocialismo y el fascismo, la secuestraron y redujeron a mero poder de dominación en beneficio del Estado totalitario, del Gran Leviatán que describiera Hobbes, del Gran Hermano que horrorizara a Orwell.

Nietzsche influyó en la génesis del nazismo y
promovió la cristofobia que circula hoy con más que aparente éxito

Después de la gran tormenta

Aunque, al término de la guerra, Occidente pronto comenzó a gozar de los aires de la libertad y de los frutos de la recuperación económica, no por ello quedó del todo a salvo de sus perniciosas secuelas, ni de la influencia de la URSS y de los países que quedaron en su órbita.

Pasados los primeros años, primero en los Estados Unidos –que no sufrió la guerra en su territorio– y luego en Europa, que hubo de recuperarse de la devastación sufrida, comenzaron a producirse acontecimientos que, con la perspectiva que proporciona el tiempo, ayudan a entender no pocas cosas de lo que hoy ocurre. El principal fue la pugna Este-Oeste conocida como la Guerra Fría, durante la cual, las acciones de influencia ideológica, de agitación y propaganda del Este sobre Occidente se mantuvieron hasta su término, proyectándose sobre el mundo de la cultura, del espectáculo, de la Universidad y del trabajo.

Ya a comienzos de los cincuenta, comenzaron a aflorar movimientos que han tenido una extraordinaria proyección. Este es el caso del Movimiento de Liberación de la Mujer nutrido por sectores del feminismo radical, que, partir de la difusión del célebre Informe Kinsey, se convirtió en el vórtice del ciclón de la revolución sexual, manteniéndose en cotas máximas de actividad y de influencia a lo largo de las tres décadas siguientes. En nuestros días, su presencia se manifiesta entre el colorido abanico de grupos que la dinamizan –atendiendo cada uno, a sus objetivos específicos–, y entre los que destaca el movimiento LGTB, portaestandarte publicitario de la ideología de género.

Los logros de tales grupos en apoyo de la contracepción (aborto incluido), la manipulación de óvulos, los vientres de alquiler, el matrimonio homosexual y la defensa de la transexualidad, han superado con creces los audaces sueños del feminismo radical y del lobby homosexual de los setenta. Pero el reto más importante del movimiento consiste en implantar en la sociedad, de forma incontestable, tal ideología, por cuanto alienta y proporciona justificaciones a todos los restantes objetivos, y en tanto que amenaza, realmente, con destruir la base antropológica de la civilización occidental. Y es que la ideología de género navega hoy, a velocidad de crucero, gracias a las contradicciones pasadas y presentes de nuestras sociedades, y a la complicidad de sectores muy influyentes, no solo en los populismos, sino incluso en las mayorías parlamentarias de los países europeos.

También fueron de esa década y, sobre todo, de la siguiente, los movimientos, más o menos juveniles, de gris vestuario como los beat, o de perfiles floridos como el psicodélico, antibelicista, pacífico y erotizado movimiento hippie. En septiembre de 1964, estos movimientos tenían escasa presencia en la Universidad. Por allí andaban los acomodados y aburridos rebeldes sin causa, minorías muy activas involucradas en los grupos de extrema izquierda, y un importante número de radicalizados estudiantes sin ideología que se dejaron ganar por los anteriores cuando, estos, aprovechando las contradicciones del sistema de gobierno de la Universidad, tuvieron el acierto de capitalizar las protestas estudiantiles del Movimiento por la Libertad de Expresión (FSM)[2], de enlazarlos con los ideales de lucha por los derechos civiles, y de aprovechar los vientos antibelicistas desatados por la entrada de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.

Las revueltas de Berkeley fueron el preludio del Mayo francés de 1968, que había de tener mucha mayor trascendencia. En uno y otro caso, eran jóvenes ganados por el desencanto y/o las prédicas de una autodenominada nueva izquierda que “obedece a un juego de influencias: leyendas revolucionarias, algo de maoísmo, acentos de Freud, un poco de Marx, ciertas dosis de surrealismo poético y, como condimento, el libertinismo”[3] que, sin la decadente estética que exhibiera el del siglo XVIII, acentuó y aún exageró el relativismo y el permisivismo éticos más allá de los límites aconsejados por uno de sus padres, Marcuse, quien, desbordado por la ola del revisionismo posmoderno, alertaba allá por los años setenta de los riesgos que entrañaban los excesos de la llamada liberación sexual. Esta, según él, actuaba como diversivo, en detrimento del pensamiento revolucionario. Pero, por entonces, ya eran pocos los que le hacían caso. De manera que las secuelas de cóctel de tan alta toxicidad continúan presentes y actuantes en las sociedades y sistemas políticos occidentales.

Las revueltas de Berkeley fueron el preludio del Mayo francés de 1968,
que había de tener mucha mayor trascendencia

La hora de las respuestas

No debiera sorprendernos la postración moral en que se encuentra Europa. Como demostró el fiasco de su abortado proyecto de constitución, ha renegado de sus raíces cristianas, y su autoconciencia atraviesa un profundo tramo de mínimos de la curva que describe la crisis de moral de civilización en que se encuentra[4]. Tampoco nos debe atemorizar, porque el fenómeno, como vemos, no es nuevo. La humanidad es aún muy joven y, por si fuera poco, la historia muestra que la superación siempre es posible cuando se ponen, con determinación constante, manos a la obra. Antes, eso sí, se ha de saber que esta es la magna tarea que han de afrontar las generaciones actuales y venideras; y que, el primero de los pasos a dar consiste en adquirir plena conciencia de que de ello depende el futuro de la humanidad. En tal sentido debemos agradecer al nonagenario Henry Kissinger[5] las siguientes palabras: “cada generación será juzgada por cómo se enfrentó a los temas más grandes y significativos de la condición humana”.

Francisco Galvache Valero es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.


[1]Weigel, G., op. cit.
[2]Draper, H., (1965), La Revuelta de Berkeley, Alameda, Haberkern.
[3]Gómez Pérez, R., (1975), Represión y Libertad, Pamplona, Eunsa, p. 105.
[4]Weigel, G., op. cit.
[5]Kissinger, H. A., (2016), Orden Mundial, Barcelona, Penguin Randon, pos. 6061.