“Hasta que la muerte nos separe” es una frase –realmente– bonita, pero parece pensada exclusivamente para edulcorar las bodas. Poca gente llega a comprender su verdadero alcance: da la sensación de que se refiere únicamente a la convivencia, y no al matrimonio como unión global en la que, en esencia, se genera una comunidad de vida que lo abarca todo. FRANCISCO RUIZ-JARABO

Por ello, cada vez que se produce una separación –a partir de aquí utilizaré el término “separación” para referirme a todo tipo de ruptura: divorcio, separación matrimonial judicial, separación matrimonial de hecho, separación de pareja de hecho tanto judicial como de hecho también, etc.–, la gente cree que realmente se acaba del todo con la ex pareja, cuando lo que se rompe, en realidad, es la convivencia; el resto continúa. Si hay hijos, por ejemplo, esa ex pareja está condenada a entenderse… para siempre, hasta que la muerte los separe. Hay decisiones que deben seguir tomándose conjuntamente, y si hay discrepancias, las discusiones serán como las de antes de la separación si no más virulentas.

Recuerdo un caso de hace algún tiempo de mi juzgado. La demanda era muy agresiva y violenta –lo que demostraba la poca idea que tenía el abogado sobre un pleito de familia–, y la contestación lo era aún más (lo mismo cabe decir del otro abogado). Sin embargo, al llegar el juicio, antes de comenzar, me informan de que han llegado a un acuerdo (en estos casos se da por concluido el juicio, que no ha llegado a celebrarse). Cuando ya se están levantando para abandonar la sala, les comento que me alegra que hayan arreglado la separación de mutuo acuerdo, pero la mujer dice entonces: “Yo, con tal de que esto termine de una vez…”. (Esta actitud suele ser muy habitual, la de preferir abandonar una lucha que destruye –créame– de forma invisible pero brutal.)

Les pedí a todos que volviesen a sentarse y, extralimitándome un poco en mis funciones, le dije a la mujer: “Señora, aquí no termina nada; aquí empieza todo”. Se quedó blanca. Le expliqué que seguirían condenados a entenderse… para siempre: tenían una casa, un garaje, un coche, una hipoteca, probablemente otro crédito con algún banco, e hijos. Lo normal en casi todas las familias. Mi sentencia no impediría esa comunidad de vida, sólo la convivencia. Tendrían que acordarse el uno del otro cada mes por la pensión alimenticia, cada quince días para ejercer las estancias –visitas–, todos los años para elegir las mitades de las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa con los niños, problemas que pueda haber con la casa, el garaje, el coche, la hipoteca, el colegio de los niños, el médico, la primera comunión del mayor, el campamento del mediano y las clases extraescolares de recuperación del pequeño, que ha vuelto a suspender, etc. (ya no estaba blanca, estaba transparente). Y los dos, ex marido y ex mujer, con la boca abierta. Sus abogados, que dedicaron su tiempo y su trabajo a enfrentar a sus clientes, no les explicaron de verdad el mundo tras una sentencia judicial.

Si hay hijos, las ex parejas están condenadas a entenderse… para siempre,
hasta que la muerte los separe

Los falsos divorcios de buenas

Está claro que ninguna pareja se separa si está de buenas; si se rompe, es porque está de malas, pues no hay decisión más extrema que pueda adoptarse en un matrimonio. Una ruptura trae consigo mucho dolor y, en muchas ocasiones, también despecho y rencor. Los matrimonios que se rompen de buenas son muy contados, debiéndose esa buena relación bien a que el matrimonio se haya vaciado por completo, sin que quedara ya nada en común, bien a que uno de los dos cónyuges pase olímpicamente del otro. Hay excepciones, pero yo no conozco ninguna: tarde o temprano siempre hay reproches. Una separación amistosa no implica buenas relaciones necesariamente. De hecho, en mi juzgado, llevo muchos procedimientos de ejecución cuyas sentencias se realizaron con acuerdo entre los cónyuges.

Divorcios accidentales

Una consecuencia del clima de complacencia que existe con respecto del divorcio es la frecuente amenaza de divorcio que utilizan los cónyuges cuando discuten gravemente. Dejar caer esta posibilidad es un error de consecuencias desconocidas: la única manera de mantener unido un matrimonio es que el separarse nunca sea una opción. Si un hijo recién nacido llora todas las noches haciéndoles las noches imposibles a los padres, jamás se plantearán la opción de dar en adopción a ese hijo, abandonarlo en un orfanato, etc. Esa misma actitud debe tenerse en cuenta en todo matrimonio.

Si se hiciese una encuesta sobre el número de matrimonios en los que en un momento de acaloramiento uno de los dos –o los dos cónyuges– ha puesto sobre la mesa la posibilidad de separarse, el altísimo porcentaje nos sorprendería. Recuerdo cuando en la Escuela Judicial se trató un día el tema de los suicidios. Un forense contó que un altísimo porcentaje de los suicidios son accidentales (realmente no existe una auténtica intención de matarse, sino de llamar la atención, reclamar cuidados, apoyo, etc., pero por un trágico error de cálculo el amago se vuelve un suicidio consumado). En el caso de las separaciones sucede lo mismo: se echan órdagos para amedrentar a la pareja, pero puede llegar un momento en que el otro vea la apuesta. Una madre que coge a los niños, por ejemplo, y se va a casa de sus padres esperando una reacción del cónyuge, corre un riesgo altísimo de que sin darse cuenta haya forzado un divorcio (y, aun en el caso de que esa acción no consume la separación, sí hace tambalear muy peligrosamente la supervivencia del matrimonio).

Relacionado con lo anterior, hay que tener presente otro factor esencial: en toda crisis matrimonial hay un punto de no retorno, un punto que, superado, hace que cualquier reconciliación resulte ya del todo imposible. No todo matrimonio puede reconducirse, y el peligro es que ese punto, invisible, sólo se reconoce una vez traspasado. Por eso hay que ser muy cuidadoso a la hora de gestionar el orgullo en los momentos de conflictos de pareja. Si no se da un paso atrás, se da un paso hacia la dirección del punto de no retorno.

No todo matrimonio puede reconducirse, y el peligro es que el punto de no retorno, invisible, sólo se reconoce una vez traspasado

Algunos falsos mitos

Existe cierta creencia generalizada sobre la libertad que proporciona la separación. Pero, muy al contrario, comienza una etapa de la vida sometida a una serie de limitaciones mucho más graves y mayores que las existentes en el tiempo anterior, impuestas sobre todo por una sentencia judicial. Es verdad que algunas restricciones desaparecen, pero la situación global de una pareja separada es de mayor limitación.

Otro supuesto engañoso es el que dice que es necesario separarse para evitar que los niños se empapen de un ambiente irrespirable. Pero una separación no es una solución; es, como mucho, la evitación de males mayores. Un error de percepción muy habitual a la hora de casarse es creer que el matrimonio es un bálsamo que cura los defectos: beber, juerguearse –sentar la cabeza–, ser más responsable, menos mujeriego, más maduro, etc. El matrimonio no cura ninguno de esos defectos; al contrario, requiere haberlos saneado antes para que en el futuro no afecte y ponga en peligro la existencia de un matrimonio y proyecto viables. Con la separación el fenómeno es parecido: evita mayores perjuicios, pero los defectos de una pareja subsisten, envueltos además en un clima de fracaso ante la ruptura, de despecho y, sobre todo, de rencor. Pueden desaparecer los ligados íntimamente con la convivencia de la pareja, pero los hijos, por ejemplo, seguirán viendo discutir a sus padres. Quizás la frecuencia de las discusiones sea menor, pero he sido testigo de una intensidad de fuego cruzado entre los ex cónyuges muy difícilmente imaginable antes de la ruptura (sucede lo que no sucedía anteriormente: utilizar a los hijos como arma arrojadiza contra el otro, voluntaria o involuntariamente). La separación no es el bálsamo de Fierabrás, porque el problema no reside tanto en la difícil convivencia de la pareja como en la defectuosa resolución de sus conflictos. He podido constatarlo después de observar los cientos de procedimientos de ejecución que llegan a mi juzgado cada año.

Un error de percepción muy habitual a la hora de casarse es creer que el
matrimonio es un bálsamo que cura los defectos

El engaño del divorcio exprés

El divorcio exprés permite consumar el divorcio después de que la pareja –sólo– haya estado casada tres meses. Antes se exigían plazos mayores: un año para la separación, y un periodo de tiempo mayor para el divorcio. Era lo que se conocía como plazos de reflexión. Se creía, en efecto –y a mi juicio muy acertadamente–, que el cumplimiento de esos tiempos diluía muchas rupturas y enfriaba los ánimos. Es un hecho probado que se producían más reconciliaciones. Hoy en día, gracias al divorcio exprés, uno se encuentra, en muchos casos por sorpresa, inmerso de forma traumática –y a toda velocidad– en un procedimiento judicial. Ese proceso, tan rápido y forzado, aumenta infinitamente el clima de reproche en la pareja, porque unas decisiones gravísimas y esenciales para el presente y el futuro de una persona y de su familia se adoptan en plena crisis emocional, sin la suficiente reflexión, obligando además a la otra parte a presentar en el juzgado una respuesta poco o nada meditada (el plazo para contestar a la demanda es de 20 días). La agresividad contra el matrimonio de esta ley del divorcio exprés parece entonces mucho mayor que la que hubo anteriormente.

Francisco Ruiz-Jarabo es titular del Juzgado de Primera Instancia nº 16 de Málaga.

| SIGA LEYENDO… Lo que el divorcio esconde (III)