Los padres señalan siempre que anteponen el interés de sus hijos al suyo propio, pero, a menudo, la realidad contradice esta afirmación. Lo cierto es que los menores, en la mayoría de las ocasiones, no son siquiera escuchados. Un altísimo porcentaje de padres solicita la custodia ateniéndose a sus necesidades afectivas y no al interés de los hijos. FRANCISCO RUIZ-JARABO

Hoy se tiene una opinión de los niños similar a la que se tenía del mar al comienzo de la Revolución Industrial: lo traga todo. Los padres que se separan piensan, muy erróneamente, que los hijos no se enteran, o que se acomodan a cualquier situación. Y no es cierto. En muchos casos, los niños se consideran directamente culpables de la ruptura: “como papá ya no está en casa,  la culpa ha de ser mía”.

Emisarios o mensajeros

En casi todas las rupturas, los padres manejan a sus hijos como si fuesen un mero apéndice de sus vidas. Se sacrifica muy poco por ellos. La versión radical de este fenómeno es la manipulación a la que se ven expuestos (manipulación que, en verdad, es involuntaria en más de un 80% de los casos). La manipulación voluntaria, no obstante, demuestra un espectacular desprecio por los niños: padres que buscan que sus hijos odien a la otra parte –síndrome de alienación parental–, padres que utilizan a sus hijos como auténticos espías del otro, etc.

Cada vez con mayor frecuencia se observa la utilización de los hijos como emisarios o mensajeros entre los padres. Algunos, de hecho, lo manifiestan abiertamente. Así, lamentablemente, los hijos acaban convirtiéndose en otra variable más en la ecuación del conflicto. En esta línea, el mayor trauma que percibo en los hijos es el conflicto de lealtades al que se les precipita: y es que, en verdad, quieren estar con ambos padres. Su conflicto de intereses nunca hará que rechacen abiertamente ninguna de las partes, aunque se pretenda que así lo hagan.

El mayor trauma que se percibe en los hijos es el conflicto de lealtades
al que se les precipita

Cuidar de papá y mamá

Un fenómeno habitual es el de la sobreadaptación, en el que se invierten los roles de quién cuida a quién en la familia: los niños pasan a cuidar de los padres (con mayor intensidad cuanto más dura y dolorosa sea la separación). Este fenómeno, muy cercano a la manipulación, se produce cuando los padres se presentan ante sus hijos como víctimas. De este modo, los hijos toman partido por el progenitor vulnerable. Se trata, en el fondo, de una estrategia perversa, pues los niños no cierran sus propias heridas, sino que se dedican a cerrar las de sus padres. Se pretende rentabilizar así el apoyo de los hijos.

Tras la separación, los niños padecen una gran sensación de abandono, lo que les lleva a sentirse profundamente inseguros. Ese abandono se percibe aún más si los padres incumplen sus deberes: impago de pensiones, falta de comunicación, incumplimiento del régimen de visitas…

Otro efecto –muy importante– en los niños es que el concepto de familia queda tan desdibujado, que muchos hijos de padres separados, al alcanzar la edad adulta, bien se separan, bien no se casan: perciben el matrimonio como fuente de dolor.

Muchos hijos de padres separados perciben el matrimonio como fuente de dolor

La verdad del juzgado

También hay que alertar sobre lo que implica un juzgado: el matrimonio de no sé cuántos años reducido a una demanda de veinte folios de extensión de media, una contestación a la demanda de otros veinte folios y a media hora o una hora de juicio. Y, con ese material, un juez –un extraño– debe regular la situación de esa familia en el futuro (hasta que la muerte los separe): cómo repartir tiempo, dinero, y otras variables.

Por otro lado, tampoco es halagüeño un juzgado de familia, pues ninguna de las partes sale contenta. Las expectativas de ambas son totalmente irreales. Pretenden disfrutar de una situación similar a la anterior, pero eso es imposible. Un juzgado de familia debe buscar siempre el empate, la distribución equitativa de las consecuencias de la separación, lo que implica repartir cargas y obligaciones (y casi nadie es consciente de semejantes cargas hasta que lee su sentencia). Así, el resultado se aleja tanto de las expectativas creadas que reaccionan –en casi un 100% de los casos– arremetiendo contra el juez (y achacar a otros los errores propios y las consecuencias de los mismos añade más dolor a su ya maltrecho estado emocional y afectivo).

Por si fuera poco, habría que añadir el coste económico y el tiempo que supone un pleito judicial.

Francisco Ruiz-Jarabo es titular del Juzgado de Primera Instancia nº 16 de Málaga.

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