Cualquier ocasión es buena para plantearse el sentido de los juguetes, un sentido naturalmente lúdico pero también, y no conviene olvidarlo, formativo. No sólo por aquello que decía Sören Kierkegaard en La enfermedad mortal, eso de que “todo ha de servir para edificación”, sino porque el juguete es un medio sustancial de relación del niño con su entorno, de desarrollo de virtudes o, al contrario, de formación de vicios que luego determinarán su respuesta a los problemas que en el futuro se le presenten. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO
Así que el juguete, como decimos, ha de ser didáctico, y en una doble dirección: debe enseñar –cosas y a hacer cosas– y debe formar a la persona. Porque si el juguete es sólo lúdico –que es su sentido primero, ojo–, si aspira tan sólo a divertir y gustar, entonces surge un primer problema, hoy muy frecuente, que condiciona el desarrollo posterior de la persona: es la concepción hedonista de la vida, que considera que todo es juego, por un lado, y que aquello que exige dedicación y empeño es aburrido, negativo, y que por tanto debe ser evitado, por otro. Esto favorece en las personas la falta de fuerza de voluntad, algo bastante característico en nuestro tiempo, tal como indica Enrique Rojas en su obra La conquista de la voluntad: “Esta voluntad es en la actualidad más necesaria que nunca. El hombre sin valores vive huérfano de humanismo y de espiritualidad: es el hombre light, al que sólo le interesa el sexo, el dinero, el poder, el éxito, el pasarlo bien sin restricciones y la permisividad ilimitada. Por ese camino se suele llegar a una saturación de contradicciones que desembocan en el vacío. Es el culto a la tolerancia total, la permisividad como religión, cuyo credo es una enorme curiosidad por todo, donde lo importante son las sensaciones dispersas, que desembocan en una indiferencia por saturación de incoherencias”.
Jugar con los padres
El juguete, además, no puede sustituir a los padres y los hermanos. Hoy, el hijo único, ajeno al proceso de socialización que se lleva a cabo a través de la interacción con los hermanos y, muchas veces, desatendido por sus propios padres, tiene muchos juguetes, es cierto; pero ninguno de ellos le hará dejar de sentirse un tanto huérfano. En una escena de La caza del Octubre Rojo, la conocida película de acción, un superior le pregunta al protagonista sobre su familia, y éste le dice que Sally, su hija de cinco años, es muy precoz: “El otro día se dirigió a Caroline y a mí, y nos dijo que su vida sería menos solitaria si le compráramos un hermanito. Sin embargo, decidió que sería suficiente si le comprábamos uno a Stanley. Es su osito preferido”. Una precocidad que no habría de extrañarnos que se convirtiera en puro y duro utilitarismo cuando la niña alcanzara la adolescencia.
Aunque es cierto que el juego en solitario favorece la maduración del niño, el juego con los propios padres resulta indispensable; el niño necesita que le enseñen a jugar, que le hagan saber que los juegos tienen reglas, y también que son fuente de virtudes, ya que otorgan, sin ir más lejos, la capacidad de saber perder y de compartir. Y para compartir –he aquí una verdad de Perogrullo– es indispensable que haya alguien con quien hacerlo. Los hermanos son, por ello, no sólo una escuela indispensable de juego –y una posibilidad de descanso para los padres–, sino también el medio para adquirir una visión realista y solidaria de la vida.
Si el juguete aspira tan sólo a divertir y gustar,
postulamos sin darnos cuenta una concepción hedonista de la vida
Tres requisitos
En concreto, el juguete debe tener unas virtualidades muy determinadas:
- Debe ser estimulante. Muchos de los juguetes actuales tienen un marcado carácter pasivo. En este sentido, todos aquellos juguetes que no exigen actividad psicomotriz, aunque sea sólo de las manos, resultan poco recomendables, especialmente si son individuales.
- Debe ser adecuado a su edad. Aunque las instrucciones de los juguetes sirven de guía para determinarlo, hoy nos enfrentamos a una situación compleja, en la que los fabricantes de juguetes, en su interés por aumentar las ventas, generan en los niños conductas adolescentes de forma muy precoz (a partir de los diez años). Una de las consecuencias de este fenómeno es que el niño, al sentirse mayor, a menudo renuncia a jugar, en sentido estricto, con juguetes. Por eso los juguetes apropiados para esa edad –por ejemplo, de construcción, de pequeñas piezas, etc.– se tienden a destinar a niños más pequeños –de ocho años en adelante–, lo que impide que éstos saquen de los mismos el mayor provecho. Cabe recordar que el juguete debe comprarse pensando en el niño, no en los padres. No es infrecuente que los niños reciban juguetes demasiado sofisticados y no adivinen qué hacer con ellos.
- Debe ser didáctico. Esto no quiere decir, ya se ha apuntado, que los juguetes deban ser primordialmente didácticos (lo cual equivale a perseguir un tripe objetivo: enseñar cosas, enseñar a hacer cosas y enseñar a vivir, a ser de un modo determinado). Lo lúdico es, obviamente, un aspecto esencial y constitutivo del juguete, que si se excluye acaba por desvirtuarlo.
Hacia un perfeccionamiento personal
Señalaré dos virtudes que, a mi juicio, resultan esenciales. La primera es el orden. Nadie puede –ni debe– pretender que los niños no desordenen. Pero sí se debe aspirar, en cambio, a que los niños ordenen lo que han desperdigado. No es una tarea fácil, y exigirá de los padres un acompañamiento, pero al cabo del tiempo serán por lo general capaces de hacerlo más autónomamente. Lo cierto es que el orden en casa no puede verse supeditado a los juegos de los niños.
La segunda de las virtudes es el desprendimiento. Es preciso evitar que el juguete se convierta en detonante del egoísmo, tan latente en todos nosotros. Hay dos palabras que el niño pronuncia a la perfección y sin titubeos: “no” y “mío”. Pues bien, será misión de los padres conseguir –con amorosa tozudez– que vayan utilizando otras dos de signo contrario: “sí” y “nuestro”. Este tránsito, fundamental, abre al niño a la realidad de un mundo compartido. No deben los padres permanecer indiferentes ante las negativas de su hijo a compartir lo que es suyo, incluso a riesgo de que lo prestado se estropee. Es preferible comprar de nuevo aquello que se ha deteriorado que no prestarlo por temor a que se estropee. Esto segundo hace de la persona un ser raquítico, de cortos vuelos, calculadora.
Del desprendimiento se deriva una posibilidad de perfeccionamiento personal importante: aprender a saber perder. Los niños no saben, digámoslo así, perder naturalmente. No les gusta, claro –a nadie le gusta–, pero habrán de entender, aceptándolo, que a veces se gana y a veces se pierde. Las derrotas llevan a descubrir los propios defectos, a esforzarse en dar la próxima vez lo mejor de sí y, sobre todo, a valorar la grandeza, por infrecuente, del éxito.
Hay dos palabras que el niño pronuncia a la perfección y sin titubeos: “no” y “mío”
El regalo como don
Llegados a este punto, resulta pertinente reflexionar sobre la esencia del regalo, origen habitual de los juguetes de los niños. La sobreabundancia de regalos en la sociedad de hoy traiciona paradójicamente la esencia de los mismos, desvirtuando lo que son, dones inmerecidos que uno recibe.
Porque el regalo, en efecto, es un don inmerecido. Nada más fundamental que el hecho de que el niño sepa que no tiene derecho a los juguetes porque él lo vaga. Si no repara en ello acabará convirtiéndose en un tirano insolente cuya voluntad reclame más y más, sometiendo a los padres al intolerable arbitrio de su capricho. Así no sólo se conducirá por el camino del hombre light, del que se daba cuenta más arriba, sino que acabará haciendo de sí alguien irreal y, en consecuencia, triste. No es tanto que desdeñe los regalos en sí mismos como que desdeñe, sobre todo, el amor, el esfuerzo de los demás y la vida como el regalo que es. En Réquiem por Nagasaki, sobre el extraordinario médico japonés Takashi Nagai, Paul Glynn explica así la visión alegre que el protagonista tiene de la vida: “mira al arroz cuidadosamente y descubrirás que detrás de él hay incontables generaciones de campesinos que fueron pioneros en tierras sin labrar, y cultivaron los campos de arroz en medio de sequías e inundaciones, pobreza, guerras y plagas. Ve también generaciones de artistas en la belleza práctica del tazón sencillo y los palillos, y todos los mercaderes que lo usaron. Ve incluso a tus padres, que trabajaron duro para poder comprar y cocinar el arroz”.
Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.