La educación comienza, en rigor, con el embarazo. La forma de vida de la madre dejará una impronta imborrable en el bebé, definitiva en más de un sentido tanto para lo bueno como para lo malo. ALEJANDRO NAVAS

La psicología evolutiva, la neurología y otras disciplinas afines subrayan la importancia de los tres primeros años de vida, años en los que se desarrolla la confianza inicial: si el recién nacido se siente acogido y querido, crecerá sano y confiado y sentirá que el mundo es su casa; si, por el contrario, experimenta un vacío afectivo –o, peor aún, es testigo o víctima de malos tratos–, tenderá a pensar que el mundo es peligroso y hostil y puede que se vuelva agresivo.

Anna Wahlgren, llamada la “madre de Suecia”, acaba de morir a la edad de 80 años. Liberada y feminista en su juventud, vivió las turbulencias del 68 y la revolución cultural. Se casó siete veces –los antisistema de esa época todavía se casaban, no como sucede ahora–, y con tres de esos hombres tuvo nueve hijos, a los que crio y educó en solitario (los hombres de su vida tendían a desaparecer). Esa tarea requirió casi todas sus energías, pero aún tuvo tiempo de plasmar sus experiencias en 27 libros mientras sus niños dormían la siesta. El primero de ellos, El libro de los niños, publicado allá por1983, se ha convertido en un superventas con cientos de miles de ejemplares vendidos en Escandinavia y Centroeuropa.

Wahlgren redescubrió las evidencias del sentido común a través de peripecias biográficas nada comunes. “¡Salvad al menos los tres primeros años de vida de vuestros hijos!” es el lema que repite una y otra vez, con ocasión y sin ella. Los niños pequeños necesitan la compañía y el cariño de sus padres. La solicitud amorosa, empero, no debe confundirse con la complacencia permisiva: los niños necesitan rutinas, un horario fijo para las comidas, el juego y el sueño. Sin normas claras, los niños se desorientan y sufren, tal vez de modo irreparable. Les conviene una dieta sencilla, movimiento al aire libre y reglas de comportamiento bien definidas. Esto no significa que los adultos deban estar pendientes de ellos en todo momento: los niños tienen una curiosidad insaciable y la capacidad para explorar el mundo y aprender muchas cosas por sí solos. No hay experiencia más gozosa que criar y educar a los propios hijos.

La solicitud amorosa no debe confundirse con la complacencia permisiva:
los niños necesitan rutinas bien definidas

El sofisma de la calidad del tiempo

Wahlgren nunca llevó a sus hijos a una guardería: quería tenerlos a su lado y aprender con ellos y de ellos. En este sentido coincide con Johann Heinrich Pestalozzi, considerado el padre de la pedagogía clásica, quien afirmaba que la educación se reduce a tres componentes esenciales, tiempo, cariño y solicitud, de los que el tiempo es el más importante.

Y conviene prevenirse, por cierto, contra el sofisma de la calidad del tiempo que se dedica a los hijos o a la familia en general, muy empleado por los padres varones. Tienden a justificar la falta de tiempo con el argumento de la calidad de ese tiempo, pero en realidad se engañan y defraudan a sus familias. Los hijos, además, no son tan monopolizadores del tiempo paterno como se cree (muchas veces no se trata tanto de que los padres jueguen o realicen actividades con sus hijos como que estén simplemente disponibles y cerca de ellos).

Friedrich Fröbel, discípulo de Pestalozzi y creador del jardín de infancia, prolonga el planteamiento pedagógico de su maestro: “La educación es amor y buen ejemplo”. No es cuestión, por tanto, de aplicar recetas misteriosas ni complejas; en la inmensa mayoría de los casos, basta con que los padres se dejen llevar por su intuición y el sentido común (y claro, por la experiencia acumulada si tienen varios hijos).

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.