En esta ocasión hablamos de belleza, de belleza verdadera, la que debería ir en mayúsculas, y también de sus inevitables sucedáneos. Magdalena Bosch, autora de El poder de la belleza (EUNSA) y profesora de la Facultad de Humanidades en la Universitat Internacional de Catalunya, nos ayuda a arrojar luz sobre esta cuestión, apremiante, polémica, misteriosa, que compele al ser humano desde que el mundo es mundo.
JULIO MOLINA

PREGUNTA. Antes de nada, ¿qué es la belleza?

RESPUESTA. Definir este concepto no es nada fácil. En cualquier caso, existen aproximaciones que nos ayudan a entender a qué nos referimos cuando hablamos de lo bello. La más generalizada, y sobre la que existe consenso a lo largo de prácticamente toda la historia de la humanidad, entiende la belleza como armonía, como proporción, o, dicho de otro modo, como unidad en la variedad. Luego, en el siglo XIX, los románticos la definieron de una forma tan acertada como sugerente: la presencia de lo infinito en lo finito. Y otra de la que se puede hablar en términos parecidos, del alemán Schiller, presenta la belleza como la libertad en apariencia, la libertad que se deja ver.

P. ¿Y hoy qué se dice? ¿Es materia de estudio?

R. Extrañamente, diría que no mucho. Es curioso, porque hoy nos acercamos a esta cuestión de una forma contradictoria: por un lado, se detecta un resurgimiento de la búsqueda de la belleza desde finales del s. XX, pues se trata al fin y al cabo de una necesidad que palpita en el corazón del hombre; por otro, sin embargo, arrastramos todavía el pesar que trajo consigo la primera mitad del siglo pasado, y que se manifiesta en un alejamiento y una cierta desconfianza hacia lo bello. El periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial fue muy crítico, lleno de dolor y de tristeza, y en el que la belleza deja de ser prioritaria. Prima la denuncia, el duelo, la expresión de la perplejidad y el desengaño de la humanidad respecto a sí misma. El arte parte así de emociones predominantemente negativas.

P. Se ha impuesto entonces el pesimismo.

R. Bueno, no diría tanto. Insisto en que la belleza es una necesidad del ser humano, de un modo u otro encuentra un cauce para hacerse presente. Después de los atentados de las Torres Gemelas, por ejemplo, los ciudadanos de los Estados Unidos recurrieron en muchos de los tributos a las víctimas que se organizaron a conciertos de música clásica. En un momento de extraordinaria conmoción, de duelo, reunidos en torno al sufrimiento, encontraron consuelo en el Réquiem de Mozart. No hay duda de que Nueva York es una ciudad a la vanguardia, transgresora, que asimila con naturalidad lo rompedor, y sin embargo, llamativamente, sus habitantes se refugiaron en piezas musicales del siglo XVIII para llorar juntos. Sumidos en el desconcierto, buscaron la belleza, pues la belleza serena, da paz, ayuda a sacar la cabeza incluso del abismo. Ésta es su extraordinaria facultad, su poder misterioso.

«Arrastramos desde la primera mitad del siglo XX un alejamiento y
una cierta desconfianza de lo bello»

P. Tengo la sensación, a pesar de lo que dice, de que nuestra disposición ante la belleza no es la mejor posible.

R. Lo que sucede hoy en día, y esto es un rasgo característico de la cultura del siglo XXI, es que nos resulta muy difícil reconocerla, simple y llanamente porque nos resulta muy difícil pararnos a contemplarla. La belleza es discreta, y exige por nuestra parte una actitud contemplativa, una mirada interior: si no se mira no se ve. La cultura de lo inmediato, lo material, lo veloz, levanta demasiados muros. Lo curioso es que, como la necesitamos, buscamos sustitutos –malas copias, en realidad– en la avalancha de impactos que recibimos. Es un tiempo confuso.

P. Quizás mirar exige un esfuerzo que no estamos dispuestos a hacer.

R. Yo no hablaría tanto de esfuerzo como de serenidad, de silencio. La belleza no es sólo enriquecedora, es también placentera, y quien adopta la actitud de recogimiento adecuada no escapa de su fascinación. Pero sin silencio y serenidad, sencillamente, no se ve, aunque esté delante.

P. De modo que la belleza está en crisis.

R. En crisis, no. La belleza no cambia, por decirlo de otra manera. Lo que varía en el tiempo es el modo concreto de presentar la belleza, lo que se llama “canon”, que resulta muchas veces, efectivamente, problemático. El modelo de belleza física que desde la publicidad, el cine, los mass media en general, se impone hoy a la mujer, por referirnos a un fenómeno fácilmente reconocible por todos, es cuando menos controvertido. No es belleza, de hecho, es sólo un modelo impuesto.

P. ¿Por qué?

R. Porque la belleza de las personas radica en su singularidad, no puede reducirse a la imagen externa. Todos podemos ser atractivos, agradables, sin necesidad de responder ni mucho menos a un modelo físico concreto. Es comprensible que la persona que tiene una presencia agradable nos resulte más atractiva que otra persona por ejemplo descuidada, nada malo hay en que esto sea así, pero lo que está pasando no es que guste demasiado lo agradable, sino que gusta solo, en gran medida, lo externo, lo superficial y lo erotizado. Se trata de una mirada sesgada de la persona, empobrecedora, que se pone de manifiesto con inusitada frecuencia, sin ir más lejos cuando se sustituye la belleza personal por el atractivo puramente sexual. Gran parte de los mensajes que recibimos son mensajes estrictamente eróticos, sugeridos de forma cada vez menos disimulada, hasta que se hace casi imposible descubrir en ellos esta belleza personal, singular, que todos poseemos y es ciertamente atractiva. Se cambia lo singular y personal por lo común impersonal.

«No es que guste demasiado lo agradable, sino que gusta sólo, en gran medida,
lo externo, lo superficial y lo erotizado»

P. Se trata de un mensaje muy efectivo, y muy rentable, imagino.

R. Desde luego es una industria, la de la imagen personal, que mueve muchísimo dinero… Es curioso cuando se habla del culto a la belleza; pienso que ojalá todo eso fuera efectivamente culto a la belleza. Más bien se trata de culto al cuerpo, al atractivo más sensual, al consumo. Conviene señalar que la belleza es siempre liberadora, que no responde a ninguna necesidad biológica. Es de algún modo como la amistad, una necesidad del alma que no pone en riesgo nuestra vida biológica. Contemplar la belleza es por tanto una decisión libre, genuinamente humana, que alude a nuestra dimensión espiritual. La reiterada apelación desordenada a nuestros instintos físicos, en contraste, además de violentarnos, puede llegar a esclavizarnos, a someternos de forma exclusiva a la dimensión animal de nuestra naturaleza.

P. Parece claro que la belleza que conmueve es de otro tipo.

R. Sin duda. Tiene que ver con el afecto, la ternura, el cariño. Las personas tenemos la capacidad para reconocer nuestra humanidad en la de otras personas, y esto es lo que nos conmueve. La humanidad se emociona ante la humanidad. Desde luego es un tópico, pero no deja de ser cierto: la belleza verdadera de las personas reside en su interior, la que desde dentro sale afuera y no al revés. Ésa es la belleza que conmueve e inspira cariño. Es un tema recurrente de la literatura, pero al que también se refieren, por ejemplo, filósofos tan serios como Kant, cuando en un ensayo sobre lo bello y lo sublime reconoce que hay bellezas que, si bien deslumbran en una primera impresión, luego decepcionan y pierden encanto, y viceversa. La primera impresión, que quizás equivalga hoy a una foto de Instagram, despierta muchas veces una fascinación superficial y, por tanto, hueca.

P. ¿Y qué puede decirme de la elegancia, o de la buena educación? ¿Incluso del pudor? ¿Son bellos?

R. Bueno, podríamos decir que lo que tienen en común la elegancia, la buena educación y el pudor, que son modos de comportamiento, es que ayudan a que la belleza interior de la que hablamos emerja, salga afuera. Son expresión de la belleza del mundo interior y cuando faltan, captamos sin ser a veces del todo conscientes que algo nos desagrada. Son vías de comunicación del mundo interior.
La elegancia, en concreto, es una actitud interior que tiene mucho que ver con la generosidad, en sentido amplio. Quien se adapta a lo adecuado en cada ocasión, quien se muestra atento, quien no es mezquino y sabe compartir, sin duda es elegante. Y con respecto al pudor, un apunte. Hoy, la idea de proteger la intimidad parece estar desacreditada, pero guarda muy estrecha relación con la elegancia. Nos ayuda a discernir lo que es de ámbito público y lo que es de ámbito privado o íntimo, y a ser considerados personalmente, en toda la amplitud de nuestra personalidad, pues subraya nuestra singularidad. Una desnudez impúdica, en cambio, nos vulgariza, impide que se perciba nuestro mundo interior. Además existe actualmente una confusión interesada, en la que elegancia y falta de pudor van a menudo de la mano.

P. Aún no la he preguntado por el arte.

R. Definir el arte es también bastante crítico, pues da la sensación de que lo expresivo, o lo que encierre un determinado mensaje o intención, ya es arte. Sus límites son por lo menos muy difusos, y esto exige una reflexión, además de tiempo. Quizás hasta el próximo siglo, cuando sea posible mirar atrás con perspectiva –y sin tanto interés económico de por medio–, puedan arrojarse conclusiones dignas de consideración. En cualquier caso, mientras el artista reconozca que su obra no pretende ser bella, sino provocativa, reivindicativa o mediáticamente impactante, la deriva no será completa. El Guernica de Picasso es arte, y del bueno, pero ni es bello ni pretende serlo. La noción de belleza aceptada desde tiempos remotos, reflejo de la naturaleza que nos rodea y que somos, tiene aún, necesariamente, plena vigencia.