Nunca deja de ser pertinente una reflexión sobre la libertad –tal vez el don más grande concedido a los seres humanos– porque, a fuerza de manosearla, no pocos han llegado a perder la noción de su verdadera naturaleza. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO

Cabe tal vez distinguir en una primera aproximación las condiciones necesarias para hacer de la libertad una capacidad efectiva. A nadie se le escapa que para que podamos tomar decisiones libres, es preciso que no nos veamos obligados a elegir una opción determinada. Esta ausencia de coacción para obrar de un modo concreto es la condición previa de la libertad, lo que se conoce como indeterminación o, en palabras de Nietzsche, “libertad de”. Esta condición previa, sin embargo, no es condición suficiente, porque la libertad es además un acto de autodeterminación, en el que hacemos uso de nuestra voluntad para llevar a cabo la opción elegida. Ser libre significa, por tanto, entregar voluntariamente nuestra indeterminación a un proyecto concreto. Sólo así podremos considerar nuestros actos como verdaderamente propios. Quien no elige, quien no pone en juego su voluntad para llevar a cabo aquello que ha elegido, no hace nada. Conservar sin más nuestra indeterminación, por habitual que sea este posicionamiento, resulta tan ridículo como tener gran cantidad de dinero y padecer penalidades por no emplearlo. Sólo en la autodeterminación se hace la libertad efectiva.

A esta libertad la llamó Nietzsche “libertad para”, que no es sino aquella que permite al ser humano comprometerse con proyectos que merecen la pena. Nuestra atención, así las cosas, no debería fijarse tanto en aquello que puede coartar mi libertad como en los proyectos o personas con los cuales comprometerme. Este compromiso eleva nuestros actos a la categoría de intransferibles, porque nadie puede llevarlos a cabo por cada uno de nosotros y, aunque pueda parecer en un principio costoso o arriesgado, es lo que da verdadero sentido a nuestras vidas.

La libertad para supone también una apertura a los demás, el traspaso de los límites del propio ser. Lo contrario, la reclusión en uno mismo, es lo que precisamente caracteriza a la vida animal: su incapacidad de realizar actos altruistas que contemplen al otro como fin. En el mundo animal, las leyes de pervivencia del viviente o de la especie se imponen inexorablemente, sin dejar margen a la elección. Ser libre, por el contrario, consiste en poder acoger a los demás antes que a mí mismo. Por eso, muchas veces la libertad adopta la forma de la negación. André Frossard lo ha indicado con exactitud: la libertad, en verdad, no es lo que permite al hombre afirmarse en cualquier circunstancia, sino lo contrario: negarse si llega el caso por amor y generosidad[1].

No debería uno centrarse tanto en lo que puede coartar su libertad como en
los proyectos o personas con los que comprometerse

Una conquista personal

Lo anterior debería ayudarnos a superar un importante equívoco, consistente en concebir la libertad como algo inalterable, como algo sobre lo que uno no puede ejercer influencia alguna. Mas al contrario, cuando se ejercita, la libertad crece, incrementa nuestra condición libre (y decrece de igual manera si se deja de ejercitar). En realidad, la libertad es una conquista personal que cada uno ha de realizar poco a poco.

Al fin y al cabo cada uno de nosotros tiene la última palabra sobre su propio modo de proceder. Otra cosa es que, con frecuencia, nuestras acciones no respondan tanto a convicciones profundas como a conveniencias de distinta índole: aquello que parece más placentero, aquello que los demás aceptan, aquello que está bien visto, aquello que está de moda… Por eso debemos ser capaces de hacer prevalecer nuestra voluntad, de distinguir lo bueno –para los demás y, en consecuencia, para nuestra propia felicidad– y de esforzarnos en realizar las elecciones consiguientes. No se nace sabiendo vivir en libertad, es preciso aprender a actuar en aras del perfeccionamiento propio y ajeno.

Resulta indudable que el logro de semejante objetivo exige un empeño decidido. Ciertamente, son muchas las dificultades. No son fáciles los tiempos que corren. Se explica esto en parte por los mensajes –impactos a través de la publicidad y muchos otros cauces insinuadores– que recibimos desde fuera y van poco a poco haciendo mella en nosotros, pero también y sobre todo por los hábitos que, con nuestra secreta complacencia, hemos ido adquiriendo sin ser conscientes de la servidumbre a la que nos abocan.

Veamos algunos de ellos:

  • El hedonismo, que nos lleva a desistir, por el esfuerzo que exigen, de proyectos verdaderamente valiosos. El valor de la vida ordinaria de relación con los demás pasa por lo general inadvertido, o se menosprecia directamente, de tal modo que dedicamos nuestros esfuerzos a ser diferentes, no mejores, y a hacer lo que más movimiento procura, no lo más correcto.
  • La anomia cultural y espiritual, que nos lleva a desatender nuestro propio mundo interior, a evitar el encuentro con nosotros mismos. Concedemos en cambio gran importancia a la apariencia, ocultando a los demás nuestro verdadero ser (hasta tal el punto que, en ocasiones, olvidamos quiénes somos).
  • La frivolidad, que llama exclusivamente a lo divertido y nos lleva a romper compromisos adquiridos, a convertir las necesidades de los demás en pesadas obligaciones que finalmente ignoramos.
  • El conformismo, que elimina en nosotros el deseo de mejora.

Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.


[1]Frossard, A. (1994). Preguntas sobre el hombre. Madrid: Ediciones Rialp.