La esencialidad del compartir en el despliegue y perfección de la persona no está haciendo referencia a ningún tipo de mercantilismo. No se trata de “yo entrego para que tú me devuelvas”, sino de una donación generosa y libre. La madre no ama a su hijo para que su hijo la ame, sino simplemente porque es su hijo. En el mercantilismo, al contrario, priva la simple transacción, la donación sin alma; por eso el homo oeconomicus, para el que toda relación es en última instancia transacción, a pesar de su habitual apariencia de cordura y sentido práctico, es una anomalía de la persona, una deformación.
MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

El hecho de que la persona madure y se despliegue a través de esa relación yo-tú tan específica significa que el hombre está hecho por y para el don y la entrega generosa, por y para el amor. El amor es el contenido esencial, infaltable, de esa relación. Hay diversos tipos de amor (cfr. C.S. Lewis, Los cuatro amores), pero en todos ellos se trata sustancialmente de un acto de apertura, de reconocimiento del otro y de compartición; no de apropiación, sino de vaciamiento. En el amor uno gana, pero no apropiándose de algo o de alguien, sino al contrario, regalándose, entregándose desinteresadamente al otro. Esa entrega, esa prodigalidad aparentemente loca convierte paradójicamente aquello en una ganancia esencial, independientemente de cualquier correspondencia: se gana en humanidad. Esa ganancia es tanto mayor cuanto más biunívoca sea la relación, es decir en la medida en que el yo advierta que el tú es en realidad un alter ego (otro yo), en que lo amado se reconoce como la otra mitad del yo (dimidium animae meae, decía Horacio): el yo y el tú entran entonces en resonancia.

A esa misma situación paradójica se refiere el autor inspirado cuando dice: “el hombre dará todas las cosas de su casa por el amor, y le parecerá que no está dando nada (porque es mucho más lo que recibe)” (Cantar de los Cantares). Es justamente ese don de sí mismo, en que consiste el amor, el que se acaba revelando como un ser-más, como ampliación y enriquecimiento del horizonte de la propia identidad. Éste es el sentido de aquellas palabras del Evangelio, aparentemente enigmáticas: “el que se guarde su vida, la perderá; pero el que la pierda por amor mío, la ganará”.

En el amor uno gana, pero no apropiándose de algo o de alguien,
sino al contrario, regalándose

Pura donación generosa

El amor es completamente genuino en la persona. Naturalmente éstos no son los criterios que se popularizan en un medio como el nuestro en el que la relación objetivista priva sobre la personalista, un medio en el que se valora lo crematístico, la utilidad, por encima de todo: el saber hacer por encima de la sabiduría, el tener por encima del ser. Pero hemos de reconocer que, en el fondo, la ilusión genuina es la de ser más, y no simplemente tener más. Este es el sentido que naturalmente todos somos capaces de experimentar. Cada persona suele tener algún motivo personal por el que se siente orgulloso; entre esos motivos, los que mayor satisfacción producen son aquellos en los que hemos actuado por desinterés, por pura donación generosa, sin ningún lucro personal. Saint-Exupéry describe una experiencia general cuando afirma: “Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna”. Esto es así porque la persona está hecha para el don de sí, constitutivamente orientada hacia la entrega libre en el amor. El sentido último de la libertad –aunque de ello hablaremos más adelante– es precisamente éste: hacer posible el amor, conseguir que el amor exista.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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