A nadie extraña que las generaciones más jóvenes –también algunas otras que no lo son tanto– rechacen de plano, con palabras o gestos elocuentes, la invitación a interesarse por alguno de los estilos de la llamada comúnmente “música clásica”. Por el estupor que revelan, de hecho, casi uno diría que se sienten amenazadas en su integridad física o intelectual. Por suerte, sin embargo, todo cambia cuando, venciendo esa férrea resistencia, escuchan los primeros compases, por ejemplo, del Canon de Pachelbel o del Adagio de Albinoni.
ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE

Este repentino cambio de parecer formula por sí solo una pregunta evidente: ¿qué tiene, pues, la música barroca, para conseguir atraer a un público tan variado en edad, formación o entorno social? Soy consciente de que intentar dar respuesta a esta cuestión obliga a adentrarse en el impreciso y, necesariamente, subjetivo mundo de los gustos personales, un mundo que, por definición, choca con el de los académicos, cuyos criterios de calidad despiertan por lo menos recelo. Sin embargo me inclino a pensar, y tal es la tesis de mi escrito, que esos dos mundos enfrentados, difícilmente conciliables, en riesgo de colisión, también pueden gravitar en armonía.

Quizás convenga, antes de nada, volver un momento la vista atrás, hacia el Barroco, para establecer siquiera sus coordenadas en el tiempo y en el espacio. Para ello hace falta remontarse al siglo XVII, cuando el movimiento estético atraviesa su periodo de esplendor, y a la primera mitad del XVIII, a lo largo de la cual se resiste a perder vigencia hasta que al fin cede el paso al Neoclasicismo, y luego a la Europa un tanto eufórica de las monarquías absolutas, de la paulatina asimilación de los postulados de la Contrarreforma, de los pasos de Semana Santa –entre otras formas de imaginería devocional–, de la revolución y el nuevo auge del teatro a caballo entre el The Globe de Shakespeare y las corralas de Lope y Calderón.

Los músicos barrocos, por su parte, dan también un paso al frente y, en una clara muestra de ruptura con lo anterior, empiezan a apostar por composiciones de texturas más ligeras, caracterizadas por la combinación de polifonías homofónicas y contrapuntísticas que, a modo de diálogo, imprimen a las piezas gran vitalidad y movimiento, con el objetivo de conmover al público.

En este sentido, no es casualidad que en el Barroco surja la llamada “teoría de los afectos”, formulada a partir de este interés detectado en los compositores por provocar emoción en el oyente. Este es el verdadero propósito que persiguen, y a él se entregan pulsando las teclas de la emotividad en cada compás, en cada ritmo, en cada instrumento. Valiéndose de una nueva armonía, de tonalidad bimodal –la tonalidad que a día de hoy sigue preponderando–, así como de ritmos más enérgicos –binarios o ternarios–, buscan la representación de los sentimientos, lo cual, gracias al dinamismo que tales aportaciones provocan, acaban logrando.

Los músicos barrocos imprimen a sus piezas gran vitalidad y movimiento,
con el objetivo de conmover al público

Una obra de contrastes

La fascinación que despierta la música barroca puede hallar también explicación en el empleo del ‘bajo continuo’ –similar al walking bass del jazz–, en cuya repetición se sostiene y mantiene en el tiempo la melodía, fijando rápidamente la atención del oyente. Resulta interesante la relación que a veces se ha establecido entre esta repetición y la base de las nanas o canciones de cuna: un toque regular, como el latir del corazón, que ofrece al bebé calma y tranquilidad para conciliar el sueño.

Como artista sensible que observa y comprende, el compositor barroco conoce el caprichoso devenir de la emoción humana, los impulsos misteriosos que la guían, su rumbo incierto, sus subidas y bajadas, y así trata de trasladarla a la partitura: llena su obra de contrastes; alterna diversos timbres instrumentales, haciendo tocar a un grupo numeroso seguido de otro mucho más reducido; introduce efectos ocasionales de eco; hace dialogar por bloques a las cuerdas y a los vientos; y logra mantener con vida, en definitiva, el toma y daca entre sonidos fuertes y suaves. Contrastes que, por cierto, pintores contemporáneos suyos –Caravaggio, Ribalta, La Tour–, en ese mismo afán de conmover al espectador, no dudaron en aplicar a sus lienzos.

El ayer y el hoy, conectados

Basta con fijarse en dos de los rasgos definitorios de la música barroca para hacerse una idea de lo influyente y operativa que ha sido desde entonces. El primero, la concesión de un papel protagonista a los violines –en detrimento de las violas y los cellos–, con el fin de aprovechar sus mayores posibilidades técnicas; y el segundo, y esta es una clave en apariencia menor pero al fin fundamental, la brevedad de las composiciones, con el fin de asegurarse la atención del oyente. De este modo, en apenas cinco minutos, el autor barroco capta el interés del público, lo eleva, y antes de que pueda perderse, concluye. Una pieza breve pero completa y deslumbrante.

Así las cosas, no puede sorprendernos que el compositor y director de orquesta francés Pierre Boulez se refiriera en más de una ocasión a las claras similitudes existentes entre el esquema de la música barroca y el del pop de la segunda mitad del siglo XX: ambos esquemas comparten una estructura tradicional y simple, elementos repetitivos, un estribillo contrastante, una duración de entre tres y cinco minutos sobre una base de 32 compases, y la ya recurrente armonía de tonalidad bimodal.

Esta teoría, a priori sorprendente, resulta probada al escuchar, sin ir más lejos, a los Beatles. Aunque apreciar los rasgos comunes a los que aludía Boulez quizás no sea tarea asequible para el lego, sí lo es en cambio distinguir el acompañamiento de violines y violas –instrumentos del siglo XVII que, ciertamente, parecen fuera del contexto de la revolución músico-social que los de Liverpool encabezaban– en la canción Eleanor Rigby (1966): o en Yesterday (1965), de los mismos autores, percibir que la instrumentación corre a cargo de un cuarteto de cuerda; o en She’s leaving home (1967), obra también de los Fab Four, reconocer un arpa, seguida de cello y violines, al comienzo de la misma.

No fueron los Beatles, en cualquier caso, los únicos que dieron al pop de los sesenta un claro sello barroco. A la música de los californianos Beach Boys, sobre todo tras su álbum Pet Sounds, a menudo se la etiqueta, directamente, como “pop barroco”.

En apenas cinco minutos, el autor barroco capta el interés del público,
lo eleva y, antes de que pueda perderse, concluye

La grandeza del ser humano

De todo lo expuesto en torno a la tesis inicial del texto, la de que la música barroca suscita adhesiones entre el público actual –incluso pese a sus propias reservas–, se pueden entresacar dos argumentos que la apoyan. Por un lado, que el propósito indisimulado de los músicos barrocos fue el de provocar emoción en el oyente, emoción que, por tiempo que transcurra, sigue siendo invariablemente la misma. Por otro, que las características particulares de aquella música guardan con nosotros más estrecha afinidad que las que luego definieron a autores clásicos más modernos, como Mahler o incluso el propio Beethoven.

Sea como fuere, lo cierto es que al escuchar el Serse de Haendel, su Mesías, el Jesus Bleibet de Bach o Las cuatro estaciones de Vivaldi, reunimos una evidencia más de la grandeza del ser humano, de su asombrosa facultad creadora y, más aún, de su capacidad para amar al prójimo.

Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.