Con el cambio de milenio se publicaron los resultados de una encuesta realizada a personajes eminentes de la cultura europea acerca del juicio que les merecía el siglo que acababa de terminar y lo que esperaban del que había comenzado. Quizás lo más notable de la encuesta fue comprobar cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres puntos. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

En primer lugar, en el reconocimiento de los extraordinarios avances científicos y técnicos del siglo que terminaba. La segunda coincidencia se refería al carácter predominantemente negativo que, a pesar de esos avances, tiene el siglo XX: “el siglo más terrible de la historia occidental”, según algunos de los entrevistados; “el más violento en la historia de la humanidad”, aseguraban otros; el siglo de los totalitarismos, de los campos de concentración y de exterminio, de las checas y los grandes genocidios, el siglo de Hitler y de Stalin, y de las terribles matanzas de las dos guerras mundiales; un siglo indeleblemente marcado con el signo de la muerte. El tercer punto de coincidencia era la profunda decepción que resultaba de lo expuesto.

El balance de la Modernidad está lleno de contrastes; en él conviven extraña y estrechamente unidos lo mejor y lo peor: “El parte de salud de un mundo que vive como si Dios no existiera no es tranquilizador. La inmensa mayoría de los hombres de la tierra vive en la miseria física y padece los mil males que la acompañan; el resto vive en la abundancia, pero con demasiada frecuencia en la miseria espiritual, que tiene la ventaja de ser indolora y el inconveniente de ser mortal (…). Sin embargo, el siglo no presenta un balance totalmente negativo. Se vive mejor cuando nos dejan con vida. El derecho ha irrumpido en la escena internacional de un modo a veces tímido y a veces aparatoso (…). Han crecido en el mundo los valores democráticos, cuyo origen cristiano aparece en lo que hay en ellos de mejor: ahora es un poco más difícil que antes escarnecer abiertamente los derechos del hombre. Pero es evidente que el respeto al derecho internacional y a los derechos humanos se apoya, de momento, más en la potencia de unas pocas naciones que en una conversión universal de las conciencias, que el alboroto y el hervidero de la vida moderna dejan vacilantes ante la naturaleza del bien y del mal y que ya no tienen límites seguros y reconocidos” (Frossard).

La situación de la cultura actual –al menos de una parte: la cultura oficial– es de una gran desorientación, de frustración recubierta con una apariencia de banalidad, de superficialidad. El derrumbamiento del marxismo –presentido desde hace decenios, pero materializado en la caída del muro de Berlín en 1989– ha significado de hecho el final de las utopías, el último intento del hombre de salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.

El balance de la Modernidad está lleno de contrastes;
en él conviven extraña y estrechamente unidos lo mejor y lo peor

Desencanto en dosis masivas

La Modernidad, tal como se ha desarrollado históricamente –había otras posibilidades que la historia no eligió–, ha conseguido meter a la cultura en un verdadero atolladero. El camino que llevaba tres siglos recorriendo pensando que se dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado definitivamente salvado del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La constatación del error, tan ostentosamente evidente en las dos últimas guerras mundiales y en el estrepitoso y bárbaro fracaso del ejercicio real del marxismo, ha supuesto una conmoción tan intensa y dolorosa para toda una generación de pensadores –particularmente en Europa–, que aún duran sus efectos. Pero para evitar los efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer, es la de “tranquilidad, y actuar como si no pasara nada”. Pero Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único: “hay que repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas. Parece, sin embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se terminan de digerir los efectos de la crisis y se diseña una nueva estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia dónde.

Si no muerto, el proyecto global de la Modernidad está al menos muy seriamente enfermo y cuestionado, necesitado de una profunda renovación. La época de los grandes relatos –como en la bibliografía se denomina a veces a la Modernidad– ha terminado. Las grandes ideas, los elevados ideales que la Ilustración propagó y convirtió en motores de la cultura y del progreso, han mostrado su vaciedad o su incapacidad como generadores no de progreso técnico sino de humanidad. La férrea disciplina de las ideologías y el optimismo delirante de las utopías han terminado en un baño de sangre, y hoy cunde la desorientación. La cultura se encuentra convaleciente, cansada y escarmentada de sus propios desaciertos, horrorizada del precio que ha pagado y sin fuerzas, al menos por ahora, para intentar algo nuevo.

El panorama cultural de la Posmodernidad ofrece a la nueva generación desencanto en dosis masivas, vaciedad que para no parecerse al aburrimiento o para conjurar los demonios de la angustia y del sinsentido, se presenta envuelta en una atractiva envoltura de ligereza (light), de superficialidad, de asunto divertido (funny). Desconfianza en las grandes ideas y atenimiento exclusivamente al hoy y ahora, a lo instantáneo, a lo imprescindible para llegar a mañana: en eso parece consistir el proyecto. El juego o el sueño como propuestas para huir de esa realidad que al hombre ya sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido, como únicas alternativas posibles a la nada. Esta es la tesis del pensamiento débil, que domina de facto la escena cultural; poco más, en realidad, que un sencillo aprendizaje de presuntas técnicas de supervivencia, advertencias para salir del paso en una situación de emergencia. Se utiliza la distracción en todas sus formas –juegos, deporte, cine, espectáculos, viajes, drogas, sexualidad delirante, pseudorreligiones de la facilidad, etc.– para mantener el orden social en espera de tiempos mejores.

Desconfianza en las grandes ideas y atenimiento a lo imprescindible para
llegar a mañana: en eso parece consistir el proyecto

Junto a la diversión, el “terror suave”

De todas formas, no hay juego que no acabe por cansar. La diversión, por variada que sea –y realmente lo es– no parece suficiente para agotar la capacidad que el hombre tiene para vivir y para interrogarse sobre sí mismo y sobre el sentido de lo que hace. La diversión por sí misma no es capaz de sacar al hombre por completo de su propia vida; al cabo de un tiempo, poco o mucho, la persona acaba por revertir sobre sí misma. No se trata entonces sólo de divertirlo, sino de mantenerlo también ocupado y, quizás mejor, algo preocupado. Junto a la diversión, cobra sentido lo que Baudrillard ha llamado el “terror suave”.

No se trata de la inquietud lógica ante los interrogantes esenciales –particularmente el de la muerte o la inmortalidad– que el hombre no es capaz de resolver fácilmente por sí solo, y que más bien es lo que, al parecer, conviene evitar. Se trata de problemas reales pero que, conveniente y artificialmente agigantados, acaban por adquirir la categoría de catástrofes universales e inminentes que se ciernen amenazadoramente sobre nuestro bienestar, modernos fantasmas de nuestra era tecnológica, que se agitan desde las páginas de los periódicos o los boletines de noticias televisivos o radiofónicos y nos mantienen activos y expectantes, impidiendo que nuestra autosatisfacción se convierta en pasividad. Los hay de aspecto terrible, fantasmas del mundo como el falso problema de la explosión demográfica, el agujero de ozono, el virus del Sida…; y los hay domésticos, pequeños fantasmas de la casa, pero igualmente letales, como la amenaza del colesterol, el tabaco o la obesidad.

En todos los casos se trata de amenazas inminentes y universales –nadie se ve libre de esa amenaza–, pero nunca inevitables. De nuevo aparece el mal como problema exclusivamente técnico, que se conjura siguiendo las instrucciones de uso y que, por tanto, sólo afectará a los disidentes, a quienes no sigan las reglas del juego. Y de nuevo aparece también el sistema como el salvador in extremis, que nos libra del daño inevitable y fatal cuando toda esperanza parecía perdida. En todo caso, como a cualquiera de las formas de soft panic le sucede inmediatamente otra en la escena –hay que mantener el interés del auditorio–, la pregunta acerca de lo que haya más allá de lo inmediato o lo inminente debe siempre esperar.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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