Un papel importante en estas maniobras de distracción para huir de esa realidad que al hombre ya sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido lo juega el mercado, obligado al parecer por su propia mecánica (?) a convertir al honorable ciudadano del Nuevo Régimen en el consumidor insaciable de nuestros días. El mercado se las ingenia no sólo para satisfacer cualquier necesidad razonable para una vida más digna, sino para convertir cualquier capricho en una necesidad, para crear una multitud de necesidades innecesarias. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS
Aparece la bulimia del consumidor, la necesidad compulsiva de comprar, de tener de todo y, hasta donde se pueda, lo mejor de todo. Comprar ha dejado de ser una manera de satisfacer las necesidades básicas –verdaderas necesidades– para convertirse en una forma inevitable de ocio, que además puede proporcionar una sensación, bien que aparente y superficial, de plenitud.
Pero no sólo es eso. Ocurre sobre todo que el consumismo no conoce límites; su dinámica es imparable y tiende a no respetar los ámbitos que en el pasado eran inmunes a su efecto. Si a esto se une la desconfianza en la razón para abrirse paso hacia la verdad objetiva más allá del mundo fragmentario y disperso de las simples percepciones, resulta que también las ideas, los valores y hasta la verdad misma acaban por ser considerados artículos de consumo, y su utilización y valoración se atiene a las reglas del mercado, a la ley de la oferta y la demanda. La imagen, el estilo y el diseño de los productos heredan de las tradiciones culturales la tarea de conferir significado. Es, en palabras de Magris, la era de lo optativo: “religiones, filosofías, sistemas de valores, concepciones políticas, se exponen en las baldas de un supermercado, y cada uno –según sus necesidades y deseos del momento– toma de un estante u otro las cosas que le parecen bien”. También las ideas y los valores tienen su código de barras y su precio, y se puede confeccionar con ellos un menú al propio gusto. Se cumple así lo que Yeats advirtió premonitoriamente: “las cosas se disgregan, / el centro no resiste”.
Comprar ha dejado de ser una manera de satisfacer las necesidades básicas para convertirse en una forma inevitable de ocio
Dificultades para distinguir lo esencial de lo necesario
Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran explosión, sobreviviendo entre los escombros de una cultura que se hubiera venido abajo, entre fragmentos de realidades culturales que tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse perdido el diseño original, la mayor parte de las reconstrucciones obtenidas parecen carecer de funcionalidad. Este sincretismo, este gusto por las amalgamas heterogéneas es característico de momentos de crisis cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil distinguir lo esencial y necesario.
El hombre parece haber perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo en la vida diaria que es la confianza. Si el mundo es en el fondo un mercado, la última razón de todo es el interés. Toda comunicación es publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de seducción publicitaria que ha de ser recibido con recelo, venga de quien venga. Lo razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta el punto de que en muchos casos no es que no se quiera creer, sino que ni siquiera se está en condiciones de creer a quien sinceramente nos dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte… El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado, cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible… Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción, bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).
El hombre parece haber perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad,
y su reflejo en la vida diaria que es la confianza
Recuperar la verdad
Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición de esta generación no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos: lo importante no sería tanto saber si uno está sano o enfermo cuanto no sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué ocuparnos o con qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no están resultando tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa necesariamente estar bien alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los alimentos que no alimentan, sirven únicamente para los que están excesivamente alimentados pero no para los hambrientos. Esa sensación de hambre de lo esencial –hambre de sentido– parece definir también de algún modo la situación actual de la cultura occidental.
Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es la de si esta situación provisional –de levedad, de inconsistencia, de no tomarse nada en serio– no estará durando ya demasiado y va siendo hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard: “ha habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la antecrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales es imposible: “algo nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).
El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo –para adentro, sería mejor decir–, demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a hacerse las grandes preguntas, redescubrir el misterio del hombre, aquello de lo que la ciencia no puede hablar pero de lo que el hombre no puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu, la profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería, pues, continuando con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar la fragmentación de la realidad reducida sólo a estímulos e imágenes: recuperar la verdad. Y el único camino en una situación dominada por la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil –lo que se puede comprar, poseer–, consiste en hacer interesante lo verdadero, en hacer entender que nada es más útil para el hombre que la verdad.
Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión de Dios como elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre verdaderamente es, resulta abusiva y falsa, producto de una idea equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En mejor disposición también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas, irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el hombre. Lo que el fracaso de la Modernidad ha podido poner en claro es precisamente que cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte vital, él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El hombre es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la libertad del hombre, de la afirmación de su dignidad personal, sino precisamente el garante de esa libertad y de esa dignidad; y la religión no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la medicina que lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la nada, del sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte de su vida hasta la eternidad inmortal.
Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.
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