La historicidad es el modo a través del cual se concreta la tensión inherente entre el pasado que la persona ha recibido y el futuro que construye. El pasado nos puede gustar más o menos pero es lo que tenemos, así que conviene aceptarlo, tomarlo como punto de partida. Ortega llamó a esa parte de nuestro ser “fatalidad”. El futuro en cambio corre de cuenta de cada uno de nosotros, aunque depende también de lo recibido. Es lo que Ortega denominó “destino”. Entre la fatalidad y el destino se construye la vocación concreta humana.
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO

La persona siempre ha tenido esa dimensión histórica, sufrido esa tensión, que es inherente a su propia naturaleza. Siempre ha tomado decisiones personales que luego ha tenido que reafirmar. Primero, porque su conocimiento varía –puede aumentar constantemente–, lo que le plantea necesariamente nuevos escenarios, nuevas perspectivas desde las que modificar quizás las decisiones ya tomadas; segundo, porque la realidad en la que vive inmerso, siempre cambiante, le obliga a actualizar su voluntad a cada momento. Esta es su grandeza, pero también su tragedia: puede tomar decisiones personales que comprometan su futuro –de modo que dirige su propia historia–, pero debe reafirmarlas una y otra vez, porque el hecho de haber actuado hasta ahora de un modo determinado no garantiza que siga actuando de ese mismo modo en el futuro. Se asiste así a lo que podría llamarse el ‘suspense de la libertad’.

Pero si bien esa falta de garantías ha existido siempre, la historicidad ha adquirido en los últimos años unas características singulares, algo perturbadoras, que le han conferido, además de un matiz apasionante, cierto tono trágico.

El hombre siempre ha tomado decisiones personales que
luego ha tenido que reafirmar

Del “sí” al “ya veremos”

En un mundo como el que se dio hasta finales del siglo XX, las buenas decisiones contaban con dos factores externos que las favorecían: la sociedad apoyaba mayoritariamente que sus miembros tomaran decisiones en firme, por un lado, y la ausencia de grandes cambios en la esfera personal, por otro. Pero la vida actual ha modificado profunda y vertiginosamente ambos parámetros.

En cuanto a la sociedad, está claro que muchas buenas decisiones de índole moral son rechazadas hoy día, lo que implica que el marco moral antes común y firmemente establecido no tiene por qué ser ya compartido por una mayoría. Las costumbres se mueven, y con ellas las decisiones, hasta el punto de que éstas, se llega a pensar, nacen con fecha de caducidad.

En la mentalidad contemporánea, de este modo, se ha pasado de considerar como propio de alguien con valía hacer honor a la palabra dada, a entender el “sí” a una promesa de futuro como un “por qué no”. Aunque esto haya sido siempre así –nadie puede predecir el futuro ni saber qué nuevos interrogantes aparecerán más adelante–, el “por qué no” se parecía bastante a un “s픸 se transformaba de hecho en un “sí” cuando hacía falta, entre otras cosas porque los hábitos establecidos –entre ellos, la firmeza de las decisiones tomadas– lo facilitaban.

Un elemento distorsionador de la persona

Ahora, por el contrario, un “sí” es para muchos un “por ahora” que debe ser puesto en cuestión ante cada nueva circunstancia, lo que no deja de ser perturbador para las personas.

• Primero, para la que promete, pues la persona se construye verdaderamente en la decisión, que es su cimiento. En la decisión toma cuerpo su libertad, que hasta entonces sólo ha sido una posibilidad etérea. Esto no implica que todas las decisiones tomadas sean irrevocables: las que afectan a aspectos puramente externos pueden cambiar por otras siempre que haya un motivo justificado (no es motivo justificado el simple capricho o la debilidad de carácter). Las decisiones nucleares exigen en cambio un escrutinio mucho más severo, pues de la solidez que posean depende la consistencia de nuestra vida, especialmente cuando se contrae una promesa de futuro. Así se explica que antes de tomar una decisión que ciertamente no es trivial –noviazgo, vocación profesional, etc.–, se madure de forma conveniente durante un tiempo.

• Segundo, para la persona que recibe la promesa. Valga referirse aquí al matrimonio. En el contexto previo, decir “te amo” equivalía a decir “te amo ahora, y voy a poner todos los medios para seguir amándote en el futuro, no voy a cambiar”, lo que no sólo daba tranquilidad, sino la confianza necesaria para mostrarse tal como se es. En este nuevo contexto, “te amo” significa “te amo ahora, pero no sé si te amaré en el futuro”, lo que no da evidentemente demasiada tranquilidad (la consecuencia lógica es de hecho que el otro cónyuge, receloso de lo que pueda deparar un futuro tan incierto, se reserve en buena parte para sí mismo). Como algún autor de nuestro tiempo ha apuntado con perspicacia, la unión entre los cónyuges se realizaba antes hasta que la muerte los separara –lo que es ineludible pero en una alta probabilidad no inmediato–, mientras que ahora se realiza hasta que la vida los separe (algo perfectamente posible en la medida en que vivir implica reiterar las propias decisiones, muchas veces ex novo).

Es lógico que en un contexto caracterizado por decisiones mutables no se entienda que también existen decisiones inmutables a priori: que un sujeto haya decidido vivir de determinada manera no impide que la sociedad, algo perpleja, le proponga cambios, lo que exige de él la reafirmación constante en sus decisiones de vida.

En la decisión toma cuerpo la libertad de la persona,
que hasta entonces sólo ha sido una posibilidad etérea

Procesos de crecimiento, grandes decisiones

Al igual que en el ámbito social, se han producido cambios en el ámbito personal, permeable también al torrente de novedades de nuestro tiempo. El ritmo de vida y la vertiginosa sucesión de amistades, compromisos, trabajos, residencias, etc., obligan a hacer un esfuerzo de adaptación a circunstancias nuevas, muchas veces insospechadas, que ponen a prueba las decisiones tomadas.

Ante tal panorama, la prevalencia de las decisiones depende –hoy más que nunca– de que éstas crezcan y se fortalezcan. Las personas atraviesan, atravesarán siempre, procesos de crecimiento que exigen la toma de grandes decisiones; decisiones vitales que las conforman y definen y que, en el caso de ser eludidas, pueden abocar a una existencia emborronada, diluida, anónima, sin grandeza.

De este modo, para tomar esas grandes decisiones responsablemente, conviene:

• Saber que tomar decisiones implica dejar de lado otras.

• Aprender a distinguir las decisiones que afectan al sujeto, cuyo mantenimiento le favorecen, de aquellas que afectan a su vida en común con otro u otros, a las que se somete en beneficio de un proyecto compartido.

Asumir responsablemente las decisiones tomadas exige capacidad de adaptación ante las dificultades y circunstancias internas o externas que amenacen con quebrarlas.

Ser consciente de que esas circunstancias se presentan siempre, y generalmente tiempo después de que se tomen las decisiones, cuando los motivos que ayudaron a tomarlas han variado o parecen debilitados. Acudir a la memoria, a una memoria que afirma la gratuidad –esto es, la libertad con que se actuó en su momento– y los beneficios de la decisión tomada, es un recurso importante a la hora de sobreponerse a las dificultades que plantean los compromisos firmes.

Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.