Para la ética clásica, que sigue siendo referente, la virtud de la templanza es una virtud capital, pero no la principal. Sin embargo, tanto antes como ahora, el tema es puente o negación para el amor y, en ese sentido, sí que conviene llamar la atención sobre él.
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO
La persona tiene de por sí capacidad interior de libertad, autoconciencia y creatividad. Y si bien necesita tener un ego como base de su intimidad, es característico en ella, a la vez, sentir una llamada a comunicarse. Es lo que se denomina en filosofía la realidad dialógica de la persona.
En Horizontes ineludibles, el canadiense Charles Taylor escribió: “El rasgo general de la vida humana que deseo evocar es el de su carácter fundamentalmente dialógico. Nos convertimos en agentes humanos plenos, capaces de comprendernos a nosotros mismos, y por ello de definir una identidad, por medio de nuestra adquisición de ricos lenguajes de expresión humana. Para los fines de esta discusión, quiero tomar el lenguaje en su más amplio sentido, que abarca no sólo a las palabras, sino también a otros modos de expresión por los que nos definimos a nosotros mismos, incluyendo los lenguajes del arte, del gesto, del amor y similares. Pero a ello nos vemos inducidos en el intercambio con los otros. Nadie adquiere por sí mismo los lenguajes necesarios para la autodefinición. Se nos introduce en ellos por medio de los intercambios con los otros que tienen importancia para nosotros, aquellos a los que George Herbert Mead llamaba «los otros significativos». La génesis de la mente humana es en este sentido no monológica, y no constituye algo que cada cual logre por sí mismo, sino que es dialógica”.
La persona no es un ser monológico que se crea y se basta a sí mismo y que sólo necesita externamente de los demás para satisfacer sus necesidades. Sólo somos personas en plenitud participando de una comunidad de vida en la que damos y recibimos. Dentro de esa comunidad encuentra su sitio pleno la sexualidad.
La persona no se crea y se basta a sí misma,
no sólo necesita externamente de los demás para satisfacer sus necesidades
Usar el cuerpo con respeto
De este modo, encuentro dos llamadas en mí: la que tira hacia dentro y me recuerda que la persona es sujeto, es un fin en sí mismo; y la que tira hacia fuera, como llamada a compartirme, descubriendo que soy persona pero que –por eso mismo– soy para los otros.
Una visión de la sexualidad –y en general de la vida– centrada en el yo, tiene como objetivo principal conservar ese ego, y se manifiesta en forma de dominio, de posesión (se emplea a veces este término de forma nefasta para hablar de las relaciones conyugales). Ese modo de actuar falsea el amor, toma a la otra persona como medio y lleva a la tristeza. En cambio, la visión de la sexualidad centrada en el amor descubre que el yo sólo puede existir plenamente si hay un tú, y se manifiesta en forma de donación, de entrega. Este modo de vivir exige compromiso –que es una cierta disolución del ego y que produce miedo y vértigo a la persona de hoy–, pero sólo desde él se da una alegría fértil.
Hay mucha diferencia entre ambos caminos, y en parte proceden de dos modos de educar. Pélissié nos dice: “El amor exige mucho, y una de las cosas que exige es la de usar el cuerpo con respeto. No se puede jugar con uno mismo, no se puede jugar a darse, porque el amor con A mayúscula no es un juego. Vale la pena que te prepares bien para vivir un gran amor”[1]. Preparar para vivir un gran amor. Ese es indiscutiblemente un objetivo principal de la educación plena.
Además, no sólo está en juego la vida de nuestros hijos. También la visión que tienen de nosotros como padres y madres. Esto ha cambiado notablemente en los últimos años. No podemos olvidar que el sentido primordial de la sexualidad define nuestro origen. Si el sentido primordial es la donación del amor de la que surgen los hijos, éstos se entienden como parte directa de un proyecto amoroso que se saben llamados a continuar en sus propias vidas. En cambio, si la sexualidad es ante todo obtención de placer personal, es normal que se llegue a la conclusión de que ellos, los hijos, no son el centro de la vivencia de la sexualidad de los padres sino un resultado azaroso. La idea que tenemos de la sexualidad condiciona mucho la idea que tenemos de nuestro origen.
No podemos olvidar que nuestro contexto cultural ha dado un vaivén pendular extraordinario con respecto a esta cuestión. Se ha pasado de la represión al erotismo: de una consideración en la que el sexo era, si no malo, al menos sucio, a otra en la que cualquier manifestación sexual es correcta, y por tanto, en la que no hay criterios para discernir qué forma y qué deforma.
Una visión de la sexualidad centrada en el yo falsea el amor,
toma a la otra persona como medio y lleva a la tristeza
Humanizar la sexualidad
Queda clara una primera cuestión. Si queremos educar, debemos hablar con los hijos. No podemos esperar a que ellos obtengan de los amigos el verdadero sentido de la sexualidad, porque la experiencia común es que esa aportación es sesgada y con frecuencia torcida. Nadie como un padre para contar a su hijo el hecho extraordinario a partir del que se ha iniciado su vida. Nosotros, los padres, debemos ser esos “otros significativos” de los que hablaba Charles Taylor, el punto de referencia en el que se apoye la construcción de su vida. En ese ámbito, la cuestión de la sexualidad, que asume tanto su pasado como su futuro, debe formar parte, clara y específicamente, de su proceso formativo familiar.
Los padres somos los sujetos de la educación de nuestros hijos, especialmente en las etapas más fructíferas desde el punto de vista formativo, como son la infancia y la preadolescencia. Por eso, debemos encontrar tiempo para hablar con ellos.
La función principal de los padres en este campo es humanizar la sexualidad, incluso personalizarla, algo que los amigos de nuestros hijos no pueden hacer. Y no basta con la información de la escuela. Esta tiene un valor en el ámbito biológico, también en el ámbito ético, pero no en el personal. No puede informar del origen de la persona, del sentido de su vida que aparece ya presente en su concepción.
Para ello, hay que formarse, saber qué decir y cómo decirlo. Además, en este campo –como en cualquier otro–, hay que luchar por ser ejemplar. Es muy difícil enseñar algo que no se vive, pero en este caso es imposible. No cabe un funcionamiento de dos velocidades, tan propio de nuestro tiempo, en el que hay cosas que enseño a mis hijos y otras muy distintas que vivo. Y no es un problema de tener defectos: nadie pretende que seamos impecables, pero sí que luchemos por mejorar en aquellos aspectos que nos cuestan.
Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.
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[1]I. Pélissié, I. (2000). ¡Por favor, háblame del amor! Madrid: Palabra.