La educación sexual debe convertirse en un acto de verdadera madurez y libertad en el que no hago lo que una parte de mí desea sino aquello que surge de mi verdadero interior. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO
Las normas morales con respecto a la sexualidad no son una losa que cae sobre el deseo, como si este fuese nuestra verdadera realidad; esas normas deben ser el camino para liberar mi yo de las apetencias del cuerpo y de la opinión pública, movida muchas veces por opiniones comerciales e interesados.
Ese proyecto de educación sexual, del que deben hablar los padres entre sí, tiene unos caracteres básicos:
- Presenta diferencias significativas en chicos y chicas. Nuestro esfuerzo por la igualdad en los sexos no implica una uniformidad despersonalizante. Siempre que sea posible, debe llevarla a cabo el progenitor del mismo sexo. Sólo él conoce propiamente la vivencia concreta de la sexualidad que se da en cada sexo.
- Armoniza las cuatro dimensiones de la sexualidad: afectiva, comunicativa, placentera y procreativa. Ninguna sobra; ninguna es la única.
- Ha de conducir, en el futuro, a hacerse uno con la persona amada, un acto central que implica toda la vida y convierte la conyugalidad en un don magnífico que debe estar abierto, en la medida de las posibilidades, a la realidad magnífica de los hijos.
- Hace frente a una corriente muy presente en la sociedad del momento: el hedonismo, que pone como referencia única de la sexualidad la obtención del placer. Es importante que la persona sea dueña del placer, y no el placer dueño de ella.
- Conoce las etapas que habitualmente atraviesan los hijos con respecto a la sexualidad: disociación (en la infancia es frecuente vivir al margen de la sexualidad como vivencia directa); dominio de lo sexual (puede ocurrir en la adolescencia); supeditación a la persona (con el enamoramiento); y la integración (en la que se llega a una cierta plenitud).
Las normas morales con respecto a la sexualidad no son
una losa que cae sobre el deseo
Al menos dos conversaciones
Nuestra propuesta es que los padres mantengan con sus hijos al menos dos conversaciones privadas –la privacidad es la correspondencia natural del pudor–, sobre todo si esperamos –como es su objetivo– que se abran a nosotros en confidencia. Por eso, tiene que ser algo planificado y reflexionado.
La primera conversación ha de tener lugar pronto –a los 8 ó 9 años como muy tarde–, tirando del hilo de la curiosidad que sienten a esas edades. Es importante ser franco, responder sin mentir a sus preguntas, aunque, eso sí, adaptándonos a sus capacidades. Esa primera charla –que llamaremos previa–, debe tratar sobre el sentido de la sexualidad, alertar sobre factores que aparecerán en la preadolescencia y que pueden perturbar su vida próximamente: la llamada del placer, el impulso de la atracción, etc. Su último objetivo, primordial, es el de recordar que la sexualidad tiene un sentido: la vivencia del amor, que al niño le queda todavía, operativamente, muy lejos, pero que puede comprender bien y que le hace entender su propio origen. Conviene comprobar al final, haciéndole preguntas, si nos ha comprendido.
La segunda conversación, en la preadolescencia –o en el inicio de la adolescencia–, debe partir de la escucha. Al adolescente hay que intentar escucharlo. Entiende mucho de forma reactiva, cuando se resuelven sus preguntas. Por eso, es importante usar la imaginación para que la conversación parezca que ha surgido de él. Habrá que acudir a un suceso que le sea significativo: una película, una noticia, un asunto cercano. En esa conversación, hay que estar preparado para preguntas profundas, complejas, de las que no debemos en cualquier caso asustarnos. No pasa nada si no tenemos todas las respuestas; eso puede propiciar nuevas conversaciones. Más allá de tener en cuenta la etapa en la que se encuentran, pasajera, es preciso transmitir tres mensajes principales: la importancia de evitar ocasiones que lleven a la persona a una situación incómoda, que pueda violentarla; la distinción entre la atracción, algo inmediato y que se debe en muchos casos a cuestiones temperamentales, y el amor, que implica una decisión personal hacia otra persona; señalar, por último, y aunque esté lejos, que las actuaciones en este sentido posibilitan o impiden el futuro proyecto de amor.
Ambas conversaciones deben estar marcadas por la positividad. La sexualidad es una realidad extraordinariamente bella, una de las cimas de la vida humana. Nuestros hijos no sólo deben conocer las cuestiones de detalle –que son importantes–, sino sobre todo el alma que inspira nuestra actuación: un proyecto verdadero de amor del que ellos han surgido.
Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.