El término “carácter” provoca no pocas confusiones. Es frecuente identificarlo, por ejemplo, con una suerte de cualidad personal inalterable, que describiera a cada cual como lo hace la estatura, el color de la piel o el tamaño de los ojos; o también identificarlo con el temperamento, como si de términos sinónimos se tratara.
AURELI VILLAR

Pero nada de todo esto es así, porque mientras el temperamento se refiere a las capacidades instintivas y afectivas ligadas a la herencia genética recibida de nuestros padres, el carácter comprende el conjunto de disposiciones psicológicas y conductuales de la persona, las cuales son modeladas por la inteligencia y la voluntad. De esta manera –podemos concluir–, no somos responsables de nuestro temperamento, pero sí de nuestro carácter (si con el temperamento se nace, el carácter se hace).

Otro error habitual consiste en confundir los términos “educar” y “formar”. Si bien de ordinario, al hablar del desarrollo de las virtudes o facultades humanas, se emplean indistintamente, presentan diferencias significativas: la educación pretende fomentar hábitos operativos adecuados durante la etapa en la que el niño aún no está en condiciones de ejercer su libertad; la formación, en cambio, pretende dar forma a aquellas cualidades que, merced al uso de la libertad y la voluntad, configuran a la persona (como es el caso del carácter).

El paso de la etapa educativa a la etapa formativa es gradual –se extiende de hecho durante muchos años, hasta que la persona alcanza la edad adulta–, pero da comienzo cuando el niño tiene 7 u 8 años, una vez adquiere la capacidad de tomar sus primeras decisiones (tal como se contempla en la programación de los cursos de Orientación Familiar).

La formación pretende dar forma a aquellas cualidades que,
merced al uso de la libertad y la voluntad, configuran a la persona

Los rasgos del carácter

No existe un acuerdo tácito que permita definir con precisión los rasgos que definen a una persona de carácter. Sin embargo, a modo de síntesis, podrían agruparse en torno a cinco apartados:

  1. Autodominio: permite manejar las emociones, regular los comportamientos o afrontar las contrariedades con serenidad.
  2. Firmeza de convicciones: apoyadas en principios sólidos que orientan y dan sentido a su vida.
  3. Coherencia en el pensar y el obrar: se refleja en todas las manifestaciones de su quehacer diario.
  4. Autonomía: para tomar decisiones libres al margen de influencias externas.
  5. Delicadeza de espíritu: capaz de percibir la excelencia a través de pequeños detalles.

Junto a estos rasgos específicos, hay otros –el optimismo, la comprensión o el espíritu de servicio– que, si bien no están directamente relacionados con él, se consideran fundamentales a la hora de afirmar que una persona posee buen carácter.

De igual modo, al margen del temperamento heredado y del grado de formación adquirido a través del carácter, cada persona reúne una serie de características de diversa índole –aficiones, habilidades específicas, modo de vestir, experiencias vividas, influencias familiares, formación cultural, capacitación profesional, creencias, etc.– que hacen de ella un ser único, distinto a los demás, y que constituyen lo que podría denominarse singularidad.

El conjunto de estos tres elementos –temperamento, carácter y singularidad– determinan la personalidad, que es la realidad que contempla a la persona en toda su integridad.

Estas consideraciones no son meramente anecdóticas a la hora de abordar la formación del carácter de los hijos, pues nadie da lo que no tiene; difícilmente podrán unos padres estar en condiciones de acometer este objetivo si no son –o luchan por ser– personas de carácter.

Aureli Villar es pedagogo y moderador del FERT.

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