Los sentimientos psíquicos, recuerda Von Hildebrand, proceden de nuestra parte emocional, y tampoco son intencionales (no son una respuesta espiritual, libre, sino que tienen su origen en resortes psíquicos orgánicos). Son los que nos produce, por ejemplo, una película o una canción, por lo que pueden resultar tan intensos como artificiales.
JAVIER VIDAL-QUADRAS TRÍAS DE BES

Frente a ellos hay que desarrollar un espíritu crítico, pues pueden ser cauce de transmisión de aberraciones éticas y morales (en no pocas películas, por ejemplo, las proezas del protagonista, con quien enseguida nos identificamos, están motivadas por un sentimiento de venganza que hacemos nuestro acríticamente, como si fuera un móvil justo de actuación).

Así como el varón está más expuesto a la influencia de los sentimientos físicos, la mujer sufre de ordinario una mayor dependencia de los sentimientos psíquicos.

La mujer percibe la realidad desde sí misma, y tiende así a subjetivizarla. Esta respuesta ayuda a humanizar las relaciones, a poner a las personas por delante de las cosas, pero presenta también un peligro: confundir el sentimiento propio con la realidad exterior. Conviene, pues, hacer un esfuerzo de realismo: reflexionar, conocerse, descubrir nuestras reacciones y sensibilidad, y poder de este modo confrontarlas con la realidad.

El caso extremo de esta tendencia es el que Von Hildebrand llama el “corazón tiránico”, que no es un corazón grande –toda relación humana reclama un corazón con ternura–, sino un corazón que usurpa el papel de la inteligencia y decide por ella. Es el corazón, ejemplifica este autor, incapaz de negar una botella de güisqui a un borracho porque el sentimiento de compasión se impone a la certeza del daño que le causará. Es el corazón incapaz de pensar en el verdadero bien del prójimo, que se subordina al bien propio de no experimentar una contrariedad sentimental.

La mujer está más expuesta que el hombre a la influencia de los
sentimientos psíquicos

Sentimientos espirituales

Los sentimientos espirituales son la respuesta auténtica de un corazón noble y profundo. Sé que esto es bueno y reacciono, respondo a ello con el sentimiento adecuado (Von Hildebrand). Soy capaz de alegrarme del logro de un amigo que consigue lo que yo también pretendía y no he alcanzado, porque me doy cuenta de que he de alegrarme con él por su triunfo; soy capaz de experimentar alegría por la recuperación de un amigo o tristeza por la muerte del padre de un conocido al que veo en contadas ocasiones.

Los sentimientos espirituales proceden de nuestra parte más auténtica, y hemos de ser capaces de generarlos a fuerza de vivir con intensidad la realidad. Es triste que sintamos mayor pena por la muerte de nuestro perro que por la muerte de 50 personas en un atentado terrorista en un país musulmán. Es la inercia emocional, pero hay que vencerla por elevación, con un sentimiento más alto que nos enseñe a salir de nosotros mismos para contemplar la realidad desde fuera de nuestro propio y tantas veces pequeño mundo personal.

Una respuesta afectiva es objetiva cuando responde al valor del objeto. Y esta regla tiene aplicación también en el ámbito de la sexualidad. La persona que ha logrado este nivel de integración personal –armonización de los sentimientos con la inteligencia y la voluntad– contempla y experimenta la atracción sexual de manera diferente. No es que deje de atraerle, pues sigue siendo humano –más humano, cabría decir–, sino que se da cuenta de que esa sugestión no le conduce a su ideal de plenitud y deja de interesarle; si en los placeres no puede realizar ese ideal, no le atraen. Un sentimiento superior, más alto y humano, se hace presente y reclama su atención: ¡mi mujer, sólo ella!, ¡mi novia, sólo ella!

El continente –la persona sólo moralmente contenida– que no ha alcanzado ese nivel de virtud y de armonía interior, también rechaza la insinuación de los placeres sexuales que le atraen, pero lo hace con la sola ayuda de una norma moral, intelectiva, que le impone el rechazo. El emocionalmente libre, en cambio, ha alcanzado un grado de virtud que le permite prescindir de la norma moral: él es su propia norma. Su ideal de vida interpela a sus sentimientos y los modela, los plasma –afirma gráficamente Noriega– conforme a ese ideal de plenitud, de modo que los placeres sólo le atraen en la medida en que le acercan a él.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes es secretario general de IFFD y subdirector del Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).