Buena parte de las sociedades contemporáneas se caracterizan por la situación de pobreza en que viven muchos de sus ciudadanos y por la desigualdad notoria en la distribución de la riqueza. FERNANDO PLIEGO CARRASCO

En el continente americano, por ejemplo, se observa esa situación en casi todos los países. Porque, si bien en algunos de ellos los niveles de pobreza son más bajos–Canadá, Estados Unidos y, en menor medida, Chile–, son mayoría los que sufren con indeseable frecuencia escasez de recursos para la vida diaria. La pobreza y la desigualdad social son así un rasgo común en casi todas las sociedades latinoamericanas y del Caribe.

Cuando los gobiernos de esta larga serie de países en dificultades diseñan y aplican políticas públicas orientadas a revertir la situación, cabe suponer que actúan sobre la economía, la educación, el marco jurídico vigente, el gasto público, etc. Y la intervención en estas y otras áreas, qué duda cabe, resulta muy conveniente, pues todas ellas determinan en su conjunto el alcance de la pobreza y la desigualdad de un territorio.

Lo que no deja de ser llamativo, sin embargo, es que los gobiernos de dichos países –y con ellos buena parte de los investigadores de las ramas sociales y económicas–, ignoren que la pobreza también está estrechamente relacionada con las familias –con el modo en que las familias se organizan y funcionan–, una desatención que tal vez se deba a percibir esta perspectiva como una suerte de pensamiento conservador. Sea como fuere, lo cierto es que en las agendas políticas de un buen número de países, entre los que se encuentra México, no hay un solo capítulo donde el factor de las familias juegue algún papel en la definición del nivel de pobreza de la población ni –menos aún– en la posibilidad de que contribuya a reducirlo. De igual manera, en el programa social más ambicioso de la ONU, los conocidos como Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), tampoco hay un solo indicador que considere nada a este respecto.

En cualquier caso, sea tomada en cuenta o no, la realidad familiar ayuda a entender decisivamente el fenómeno de la pobreza: porque el modo en que la familia se organiza y en que se desenvuelve a lo largo del tiempo influye de forma directa, obviamente, en el bienestar –en la satisfacción de las necesidades– de sus miembros, en el grado de capacitación de éstos para obtener los recursos necesarios para la vida diaria, o en la amplitud del horizonte de posibilidades que se abre ante ellos, ya sean adultos ya niños. Así las cosas, las políticas públicas que contemplaran a las familias como actores sociales fundamentales –y no como actores pasivos, que es lo habitual– se revelarían como mucho más efectivas.

Los gobiernos ignoran a sabiendas que la pobreza está relacionada con la familia,
con el modo en que ésta se organiza y funciona

Una nueva visión

Con la brevedad que impone el presente artículo, me limitaré a ilustrar con el ejemplo de mi país, México, el distinto nivel de ingresos per cápita que las familias, según se organicen, alcanzan, a fin de llamar la atención sobre la importancia de que dicho criterio, entre otros, se considere a la hora de diseñar políticas públicas (en este caso contra la pobreza).

Según muestran los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía mexicano (INEGI), las familias de parejas casadas con hijos menores de edad tienen ingresos significativamente mayores que las familias de parejas en unión libre o encabezadas por padres solos (en especial por madres solas). Ahora bien: si nos atuviéramos a los ingresos por transferencias y su distribución per cápita, la situación variaría –varía de hecho– de forma ostensible, hasta el punto de que las familias de padres solos con hijos menores de edad logran igualar sus ingresos per cápita con los de los hogares de parejas casadas y superar, de forma holgada, los de las familias de parejas en unión libre. Esto se debe en parte a las ayudas que dichas familias reciben de su red familiar amplia, pero sólo se explica enteramente si se añaden a éstas las que reciben de instituciones privadas y gubernamentales para contribuir a su mejor sostenimiento. (Si bien es cierto que responde esta circunstancia a la solidaridad de terceros –y no a las capacidades propias de esas familias–, el legislador considera necesario protegerlas en aras de un futuro más prometedor para todos, sabedor de que del buen devenir de las mismas, de los miembros que las componen, depende el buen devenir de la sociedad en general.)

Claro que todo lo anterior no ha de ocultar la conclusión primera que arrojan los datos, la de que las familias de parejas casadas con hijos menores de edad tienen ingresos significativamente mayores que las familias de parejas en unión libre o encabezadas por padres solos, algo que debería orientar, antes que cualquier otro criterio en este ámbito, las políticas públicas que llevan a cabo los gobiernos para luchar contra la pobreza. Y es esta orientación, siguiendo a otros autores, lo que se ha venido en llamar “perspectiva de familia”, que definiremos como el enfoque de las políticas públicas y privadas –también de los programas de trabajo de las organizaciones de la sociedad civil–, que considera que las estructuras y dinámicas de funcionamiento de las familias son fundamentales para el desarrollo y bienestar de los individuos y de la sociedad.

Las políticas públicas que contemplaran a las familias como actores sociales fundamentales se revelarían como mucho más efectivas

Echando la vista atrás

El término “perspectiva de familia” no es reciente. La información de que disponemos permite situar su origen, al menos, en los años sesenta del siglo pasado; en concreto en el campo profesional del trabajo social desarrollado en los Estados Unidos de América. En un artículo de 1967 titulado The Family Perspective and Family Interaction, Barbara Gray Elis lo introdujo como categoría analítica en el trabajo social. Para ella, la atención de los problemas en las familias necesita un cambio sustancial de enfoque: “específicamente, el cambio es desde un enfoque centrado en los problemas descritos o expresados por un individuo en la familia, a otro centrado en los problemas sentidos y en las respuestas de todos los miembros de la familia y contenidos o expresados dentro de una interacción familiar”.

En la década de 1970, el término comenzó a utilizarse en otra área disciplinaria, la medicina, donde adquiriría, hasta el presente incluso, la mayor relevancia académica. En el artículo Terminal Illness: Counseling with a Family Perspective, de 1975, G. W. Krieger y L. O. Bascue señalan que ante la difícil experiencia de tener un enfermo terminal en la familia, se necesita atender la situación con la participación de sus miembros, tanto para facilitar al enfermo la aceptación de su condición, como para que la familia pueda sobreponerse a ella. No es –entonces– un problema de individuos aislados, sino de sujetos integrados en un campo de relaciones sociales.

El uso del término en los estudios de salud ha resultado particularmente importante. Lo encontramos en todo tipo de tratamiento de personas enfermas o con distintas discapacidades: enfermedades psiquiátricas; mortalidad perinatal infantil; cuidado de personas mayores; cuidados médicos con tecnología especializada en el hogar; anorexia nerviosa; discapacidad intelectual; leucemia; cáncer de ovarios; diabetes; niños con enfermedades de corazón; Alzheimer y demencia senil; discapacidad visual; adicciones; trastornos del sueño; tiempo libre y discapacidad de niños; así como un largo etcétera.

Resolver problemas relevantes

Todos estos trabajos tienen una característica común: la preocupación por analizar los procesos en los que las familias intervienen para resolver problemas relevantes –en este caso, los de salud–, haciendo uso del término “perspectiva de familia” para denotar tales procesos. Por ello –para los autores mencionados–, dicho enfoque no consiste tan sólo en el simple reconocimiento de la función que desempeñan las variables de índole familiar en los temas de salud. Si esa fuera la interpretación, se trataría de un enfoque que se confundiría en términos generales con los estudios tradicionales sobre la familia, o con los de índole demográfica o de población. Más bien, la perspectiva de familia se construye a partir de una preocupación distintiva, no reducida a lo estrictamente analítico y académico: en ella destaca el interés por las actividades y procesos de organización de las familias orientados a resolver problemas. Por lo mismo –como se mencionó en el estudio pionero de Barbara Gray Elis–, el término surgió en el campo de la disciplina del trabajo social.

En otro tipo de estudios también se ha utilizado el término, aunque en menor medida. Lo encontramos en cuestiones relativas al desarrollo económico y social; en la aplicación de políticas públicas; historia de la clase trabajadora; proyectos educativos en minorías étnicas; crímenes y rehabilitación de personas; desarrollo de negocios; y, entre otros, formación de estudiantes en trabajo social.

La perspectiva de familia se construye a partir de una preocupación distintiva,
no reducida a lo estrictamente analítico y académico

En el ámbito de las políticas públicas

De manera particular, hay que destacar el trabajo de Theodora Ooms: The Necessity of a Family Perspective, publicado en 1984, pues se trata del primero que aborda de manera sistemática la inclusión de una perspectiva de familia en el ámbito de las políticas públicas. Para la autora, debe abarcar seis componentes:

  1. Conocer las tendencias y circunstancias propias de la realidad familiar en sus aspectos demográficos, económicos y sociales, considerando los distintos ciclos de desarrollo de las familias y sus diferentes estructuras (en especial, familias nucleares o extendidas, y familias con matrimonios u otro tipo de uniones).
  2. Comprensión de las distintas funciones y roles que desempeñan las familias, tanto dentro de su propia dinámica de interacción, como en lo referente al entorno que las rodea.
  3. Análisis de la familia como variable dependiente e independiente en el desarrollo de los problemas y oportunidades a los que hacen frente sus miembros integrantes.
  4. Evaluación del impacto que tienen las distintas áreas de trabajo de los gobiernos en el desarrollo de las familias.
  5. Profesionalización de los proveedores de servicios –sociales, privados y gubernamentales– que influyen en el desarrollo de las familias.
  6. Aclaración de los valores fundamentales que entran en juego a la hora de definir y operar tanto programas como políticas públicas orientadas al desarrollo de las familias.

El concepto de “perspectiva de familia” sirve, de este modo, para destacar el importante papel que desempeña la dinámica y la organización de las familias en la atención y solución de problemas sociales, tanto en el ámbito privado y de la sociedad civil, como en el ámbito propio de las grandes instituciones públicas, como propone Theodora Ooms.

Dos estrategias de trabajo

No obstante, y como decíamos antes, la perspectiva de familia tiene que basarse en informaciones de peso: la aportación de las familias al bienestar de la sociedad guarda gran relación con su estructura organizativa, pues las familias de parejas casadas con hijos comunes a su cargo muestran mayor capacidad para procurarse bienestar económico (tanto a los menores como a los mismos adultos). A todos los demás tipos de familia les resulta más difícil procurarse tal bienestar.

Hechas las consideraciones anteriores, consideramos que la perspectiva de familia debe plantear dos grandes estrategias de trabajo, tanto en el ámbito público de las sociedades democráticas como en el ámbito privado y social: una de ellas, de carácter asistencial; la otra, de tipo educativo y preventivo.

  1. Estrategia asistencial. Todas las familias –cualquiera que sea su tipo organizativo– tienen derecho a ser protegidas en sus necesidades fundamentales por las instituciones públicas, privadas y civiles. Cada familia debería disfrutar de protección en aspectos como educación, alimentación y salud, vivienda y protección jurídica. En este sentido, las familias más frágiles –las encabezadas por madres solas– han de contar con el apoyo decidido de los programas de ayuda provistos por organizaciones gubernamentales, privadas y de la sociedad civil.
  2. Estrategia educativa y preventiva. Sin embargo, las sociedades democráticas no sólo necesitan intervenir en la solución o mitigación de los problemas cuando ya han acaecido. También se requiere –de manera igualmente importante– crear las mejores condiciones para el futuro; es decir, conseguir que las nuevas generaciones se preparen mejor que las anteriores y sean más capaces por ello de sortear episodios de violencia, de enfermedad física y mental, de adicciones, de fracaso escolar o, entre otros importantes, de pobreza; y semejante preparación la obtienen en mayor grado, según muestran las estadísticas, los adultos que conforman matrimonios estables y los menores de edad que viven con sus dos padres biológicos.

Fernando Pliego Carrasco es investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.