La globalización, fruto del progreso tecnológico, le ha proporcionado a nuestro tiempo una complejidad nunca alcanzada antes, y, como parecen señalar los expertos, “cuanto más compleja es una sociedad, más conflictiva y larga es la adolescencia”[1].
FRANCISCO GALVACHE

¿Cuáles son las cuestiones que preocupan a muchos de los padres de adolescentes contemporáneos además de las de siempre? Afirma Gerardo Castillo que “el problema básico de muchos adolescentes de hoy es el conformismo”[2] la carencia de rebeldía positiva en los jóvenes, la escasa o nula capacidad de ir contracorriente que muestran muchos de ellos. Naturalmente, el profesor Castillo se refiere a la pérdida de la capacidad de rebelarse contra todo cuanto se opone a la propia mejora personal, al yo mejor que les convoca, desde lo hondo de su intimidad recién hallada, a reaccionar contra todo aquello que obstaculiza la afirmación de su identidad y el logro de la fidelidad a sí mismo que quizá ya admira en otros: en su padre, en el hermano mayor, en el amigo…

Se refiere –como Oliveros–, a la escasez o pérdida de esa rebeldía auténtica que se manifiesta “en función de los más altos valores del espíritu, propia de quienes los descubren, los aceptan, los prefieren, se comprometen con ellos y –que no obstante– viven en una civilización contraria a esos valores”[3]. Es decir, hoy por hoy, en una civilización como la nuestra.

Y es que los adolescentes de hoy –nuestros adolescentes– sufren, quizá más que nunca, la no fácilmente resistible atracción de lo nuevo que, con demasiada frecuencia, no lo es, pero que así se les aparece bajo las cambiantes y deslumbrantes apariencias de moda, de las modas que prometen ser fuente de originalidad, de diferencia, de personalidad para aquellos que se someten a ellas incondicionalmente.

La atracción que esta suerte de cultura fashion ejerce es extraordinaria: multidimensional, multidireccional y poliédrica, como lo son, hoy, todas las amenazas que caracterizamos de globales. Una amenaza que se resuelve en la formulación ideológica y práctica del consumismo orientado, que se sustenta, a su vez, en un reduccionismo de fondo que, engañosamente, esconde su alma relativista tras la máscara de la sentencia que proclama: “tu cuerpo siempre tiene razón, no le defraudes”, pero que, en realidad, sentencia la relatividad de todo y potencia el innegable tirón del propio arbitrio en función, únicamente, de las leyes meramente biológicas del gusto y el deseo.

Los adolescentes de hoy sufren la no fácilmente resistible atracción de lo nuevo que, con demasiada frecuencia, no lo es

La hegemonía de lo joven

De los procesos desmitificadores que el pensamiento postmoderno ha venido desarrollando en respuesta a los excesos del racionalismo ilustrado, se ha seguido, paradójicamente, la mitificación de la espontaneidad que, unida a la irreflexión, sería expresión exacta de un curioso concepto de lo auténtico y de lo sincero que pretende ser capaz de debelar toda hipocresía.

En consecuencia, las conductas inspiradas en tales mitos constituyen otro de los importantes y nuevos problemas que plantea hoy la educación del adolescente; problemas cuya solución pasa, necesariamente, por dar con la respuesta o respuestas adecuadas para desmontar esta ilusa pretensión trufada, a veces, de romanticismo trasnochado que, sin embargo, sojuzga la imaginación e incluso las conciencias de no pocos jóvenes y no tan jóvenes conciudadanos nuestros.

De otro lado, este verdadero culto a la espontaneidad, entretejida de un cierto individualismo ácrata que rechaza los principios y normas que antaño constituían la urdimbre normativa y relacional de las sociedades occidentales, ha venido dando paso –desde los acontecimientos del campus de Berkeley (1964) y, sobre todo, desde las barricadas del Mayo francés (1968)– a una peculiar iconoclastia que abjura de las creencias religiosas y de los valores, usos y costumbres socialmente admitidos que las vertebraban, reforzaban su sentido y que informaban, al tiempo, la buena crianza. Esto es: los buenos modales que, desde el respeto al otro y a uno mismo, se habían ido trenzando a todo lo largo de una venerable tradición, desde la Grecia de Aristóteles a la Roma de Cicerón, Plutarco y Quintiliano, hasta los tiempos, no tan lejanos, en los que aún las gentes tenían bien en cuenta la necesidad de pautas de conducta, “los modos y maneras de producirse propios de lo que en Europa se conocería –ya desde Erasmo– bajo el concepto expresado por el término ‘civilidad’”[4].

La mitificación de la espontaneidad, unida a la irreflexión, sería expresión de un curioso concepto de lo auténtico y de lo sincero

Aspirantes a Peter Pan

Hoy, desgraciadamente, las conductas inciviles de jóvenes adolescentes desorientados menudean en exceso mientras, desde instancias ideológicas aún más desorientadas, se proponen modelos de educación para la ciudadanía que, en muy buena parte, nada tienen que ver con la urbanidad, ni mucho menos con el respeto a las personas y a la verdad del hombre. Es más: creo que se puede decir, me temo, que es la propia sociedad quien ha alcanzado un peculiar nivel de conciencia en el que cabe imaginar la presencia de un cierto síndrome de Estocolmo –asentado en un vago complejo de culpa– desde el que se adula y mima a los jóvenes, tan sólo por serlo, presentando sus estilos de vida inmaduros –cuando no perturbados– como modelos para el conjunto de la sociedad, no importa cuál sea la edad del ciudadano: que aún sea lampiño o que peine canas; de porte esbelto o de generosa humanidad quizá ya arada por los años. No importa, ¡hay que ser joven! ¡Bondad, belleza y juventud son una misma cosa! ¡Vive, viste, diviértete como un joven y serás joven!

Y así, como si nada ocurriera, la adolescencia se va prolongando… Los aspirantes a Peter Pan crecen en número y en edad sin que la edad tradicional de la adultez pueda impedirlo. Frente a las gerontocracias antañonas, se va abriendo paso un poder social de nuevo cuño instalado –quizá inconscientemente– en las mentes de quienes incluso superan con mucho la treintena y que vienen a constituir una adolescencia anacrónica, apócrifa, de facto: la juvenocracia.

Ciertamente, la terrible crisis económica que azota muy principalmente a Europa, juega un papel relevante al reforzar las trabas que retardan o impiden el acceso a la población activa a tantos y tantos jóvenes europeos y, en especial, españoles. Pero hay que recordar que el fenómeno de elongación de la adolescencia viene de mucho más atrás. Como poco, de las cuatro últimas décadas. Tampoco se debe ignorar la influencia que puede tener en todo esto el aumento de la vida media. Pero ambos factores no merecen ser incluidos en el grupo de los que cabría considerar críticos. Todo parece indicar más bien que este fenómeno –singularmente occidental– como la crisis ya citada antes es de naturaleza axiológica. Veamos algunos de los valores que, a tenor de cuanto viene ocurriendo, parecen encontrarse en franca quiebra.

Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.

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[1]Castell. P., Silver, T.J., Cfr. O.Cit. p. 27-29.
[2]Castillo, G., Tus hijos adolescentes, Palabra, Madrid, 1994, p. 77.
[3]Fernández, Otero, O., Coherencia y rebeldía, Eiunsa, Madrid, 2003, p.115.
[4]Galvache Valero, F. La educación familiar en los humanistas españoles, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 209.