Quizá sea en relación con la disociación del trabajo y el esfuerzo respecto de su correlato el descanso o tiempo libre, contemplada desde la antítesis esclavitud-libertad, donde las conductas perturbadas de un importante número de los adolescentes de hoy hayan tomado –hay que decirlo– el cariz más característico, dramático y, en ocasiones, trágico, que, por serlo así, ha logrado la mayor visibilidad y resonancia sociales: las huidas de toda realidad problemática que exija compromiso firme y esfuerzo relevante, y que la juventud entiende vinculada con el mundo de la generación adulta.
FRANCISCO GALVACHE

Parece obvio decir que las actitudes y conductas que ello implica, describen toda una peculiar forma de vida que se explica bien con el término “pasotismo”: esa actitud elusiva que inclina a la huida que los jóvenes inmaduros intentarán, una y otra vez, a través de múltiples formas de evasión, hacia engañosos paraísos artificiales en los que reina la ensoñación, o, lo que, en mi opinión, resulta aún peor: hacia aquellos otros –que la sociedad nuestra de adultos les ofrece, no se olvide– en los que la agitación constante, el ruido, las luces centelleantes, el alcohol más otras drogas aún más agresivas y dañosas, y el sexo desvinculado e incluso anónimo, propician el embotamiento de la racionalidad, el embargo de voluntad y la disolución de la responsabilidad en la masa gregaria. Y, con todo ello, el advenimiento del caleidoscópico reino de las sensaciones, la pretendida fuente del sentirse vivo: de la auténtica, plena y arrebatadora sensación de vivir, de forma imparable, llega sin demora.

Creo sinceramente que todas estas circunstancias muestran, bien a las claras, hasta qué punto los valores dadores de humanidad parecen haber ido perdiendo vigencia e incluso desapareciendo del horizonte vital de amplios sectores de nuestras sociedades de mayores y jóvenes, para dar paso al mentiroso estereotipo que anuncia el placer como única vía hacia un pobre remedo de la felicidad posible, y que señala el dolor como la exclusiva y fatal amenaza de la que se debe huir a toda costa, a cualquier precio.

Los valores dadores de humanidad parecen haber ido desapareciendo del
horizonte vital de amplios sectores de la sociedad

El por qué de esta situación y qué se puede hacer

¿Cuáles serían las causas de situación tan poco halagüeña? Creo que algunas de ellas han ido apareciendo al hilo de las reflexiones precedentes. No obstante, creo que aún se puede y se debe profundizar y concretar más en todo esto, puesto que, sólo desde su conocimiento, cabrá explorar y encontrar respuestas eficaces que ayuden a padres e hijos, a orientadores y desorientados, a prevenir, afrontar y resolver, en positivo, problemas de tanta trascendencia para la maduración de los hijos, para la paz familiar y para la mejora de una sociedad que, a día de hoy, al margen de declaraciones más o menos efectistas de los poderes socio políticos y económicos, ha olvidado, en la práctica, que es la sociedad quien ha de estar al servicio del auténtico bien del hombre y no al contrario.

Nuestras sociedades, realmente, no han olvidado que sólo mejores ciudadanos construirán sociedades capaces de servir mejor en orden a su bienestar. El problema más bien radica en su desorientación. Han perdido el sentido real del crecimiento humano porque el auténtico paradigma del hombre, mujer y varón, se encuentra dramáticamente oscurecido ante su mirada; y tal ofuscación no puede por menos que provocar, en ellas, una profunda disarmonía que afecta no sólo a la percepción correcta de objetivos y de acciones verdaderamente educativas, sino, también, al resto de las políticas y prácticas que, directa o indirectamente, condicionan los sistemas ambientales de influencia a los que se hallan sometidos los procesos de desarrollo humano[1].

Ciertamente, vivimos en una sociedad cada vez más compleja. Los modelos de identificación que en ella tienen vigencia son ya muchos. Están ahí, no sólo en la familia, en la calle o en la ciudad; ¡nos llegan, desde todas partes, a través de las nuevas y revolucionarias tecnologías de la información y de las comunicaciones! ¡No hay posibilidad de poner puertas al campo! Sólo la educación –y fundamentalmente la educación familiar– basada en criterios rectos y verdaderos, y, especialmente, en el ejemplo, en la coherencia de padres e hijos que construyen juntos el hogar común, constituye la clave del crecimiento humano y del proceso de regeneración social tan necesaria.

Es la sociedad quien ha de estar al servicio del auténtico bien del hombre y
no al contrario

Con determinada determinación

Esa es la llave capaz de abrir el camino hacia una reversión social que, distinguiendo lo permanente de lo cambiante, vaya restaurando la vigencia de los valores verdaderamente humanos –y, por tanto, humanizadores– para dar respuesta, así, a las necesidades capitales de los hombres del futuro, desde nuestro aquí y desde nuestro ahora.

Tal recuperación es posible. No debería caber, en esto, pesimismo alguno. Peores trances superó la humanidad en su milenaria historia. La cuestión estriba en que, quienes creemos en ellos, tomemos la determinada determinación de reafirmarlos, de mostrarlos a las nuevas generaciones jóvenes, con nuestro ejemplo de vida y reflejados en modelos vigentes de excelencia humana que los hay y muchos. Y, llegado el caso, defenderlos[2], junto a ellos, competentemente. Junto a tantos y tantos jóvenes maduros que lo son porque han alcanzado el grado de madurez esperable en su edad; es decir: que han logrado descubrir y afirmar su identidad, que son ya capaces de ser fieles a sí mismos y a los demás, y que han descubierto, además, el para qué de su ansiada libertad: el amor, fruto de la intimidad que rompe el aislamiento y que, por sí solo, es capaz de dar sentido pleno a su existencia[3].

Desde luego será precisa mucha fe, mucha esperanza, mucha tenacidad y, por supuesto, mucha competencia, desde la confianza en que alcanzar la plenitud siempre es posible, porque el hombre es capaz de ella. Sobre esta ha de asentarse el don saciativo de su última y universal aspiración: la felicidad. No otro es su destino. Nunca fue fácil alcanzarlo. En este tiempo nuestro no lo es y, cabe pensar, que en el futuro tampoco ha de serlo. En cualquier tiempo, lugar y edad, todos somos, en una u otra medida, adolescentes.

La plenitud siempre es posible, porque el hombre es capaz de ella

El vivir siempre fue un deporte peligroso

Nuestro tiempo posee características que le son propias: es heredero de la historia, de nuestra historia; y, en él, la globalización fruto del progreso de las ciencias tecnológicas, le ha proporcionado, últimamente, una complejidad nunca alcanzada con anterioridad. ¿Es por ello peor que los pasados? Quizá no tenga por qué ser así. Parece cierto que los riesgos han aumentado considerablemente y que nuevas amenazas nos acechan en esta sociedad nuestra que Beck llama La sociedad del riesgo. Pero el vivir de los hombres y de las mujeres siempre fue un deporte peligroso. Por otra parte, mucho de bueno ha traído consigo la interdependencia, la mondialisatión (a decir de los franceses). Pero, en cualquier caso, y por lo que respecta al asunto que nos ocupa, el realismo obliga a admitir que, como nos advierten los expertos, “cuanto más compleja es una sociedad, más conflictiva y larga es la adolescencia”; y que, en consecuencia, los jóvenes y sus familias –que son los ámbitos naturales de su humanización– necesitan más que nunca quizá, de parte de la sociedad, de los poderes e instituciones públicos y privados: reconocimiento, atención, apoyo generoso y eficaz, menos adulación y, desde luego, más protección frente a los desaprensivos que atentan, por acción u omisión, contra su salud de alma y de cuerpo, desde poderes fácticos teñidos ahítos de ideología y/o animados por inmoderadas ansias de poder y/o lucro.

Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.


[1]Cfr. Bronfenbrenner, U., La ecología del desarrollo humano, Paidós, Barcelona, 1987.
[2]Thérèse Delpech ve el origen de este problema y, en general, la falta de cohesión interna de nuestras sociedades occidentales, en el hecho de que “no creemos lo suficiente en nuestros valores para enseñarlos, y menos aún para defenderlos”. Delpech, T. El retorno de la barbarie, El Ateneo, Buenos Aires, 2006, 145-146.
[3]Cfr. Erickson, E., El ciclo vital completado, Paidós, 2000, 64-65.