La labor docente e investigadora de Virginia Aspe, doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra, y profesora en la actualidad en la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana, ha sido incansable a lo largo de los años, como su extensa obra publicada acredita. Lo que nos ha llevado a hablar con ella, sin embargo, ha sido su sugerente, esclarecedora aproximación a la familia. A ver qué les parece. JULIO MOLINA
PREGUNTA. Resulta un tanto llamativo que recurra a Aristóteles para hablar de la familia del siglo XXI.
RESPUESTA. Las tesis liberales definen en la actualidad el concepto de familia, lo que equivale a decir, entre otras cosas, que la familia se rige por la homogeneidad, por la relación de igualdad que supuestamente se establece entre sus miembros. Recurrí a Aristóteles porque su pensamiento, con el que coincido, concibe la familia de modo más bien opuesto, como un espacio de relaciones diversas o heterogéneas, en la que sus miembros no guardan entre sí una relación idéntica. Para Aristóteles, la única comunidad absolutamente homogénea es la de la vida ciudadana, no la de la vida familiar.
P. ¿A qué se refiere cuando habla de heterogeneidad?
R. Me refiero a que el rol de los padres es distinto al de los hijos, que los propios padres tienen también los suyos diferentes, que cada miembro de la familia tiene en realidad su propia historia, su peculiar percepción de la realidad, su singularidad. La familia es una comunidad de distintos.
Hablo con usted desde Nueva York, donde estoy viviendo por un tiempo, y el otro día me decía un taxista puertorriqueño que tenía en mente volver a su tierra natal; que en Estados Unidos, si se regaña al hijo, se demanda al padre. La familia toma ahora criterios liberales y democráticos, basados en las relaciones de igualdad.
Pero el modelo de la familia no es horizontal, como sugiere esta noción, sino circular: en el centro están los padres. Los padres no someten a sus hijos desde arriba, ni desde abajo se dejan someter por ellos, ni se encuentran como decimos al mismo nivel; los hijos, más exactamente, pivotan alrededor de sus padres, pues unos y otros mantienen –también entre sí– relaciones heterogéneas.
P. Relaciones heterogéneas y, según dice usted también, necesarias.
R. Efectivamente. A veces se ha criticado mi postura porque no insisto demasiado en el amor al hablar de la familia –lo que da prueba del poderoso influjo que ejerce hoy el liberalismo, una de cuyas manifestaciones es la hipertrofia de la afectividad–, pero lo cierto es que creo que si bien ésta nace de relaciones libres y voluntarias donde existe desde luego el amor, esas mismas relaciones se vuelven luego necesarias.
“La familia nace de relaciones libres y voluntarias que se vuelven necesarias”
P. ¿Qué quiere decir con necesidad?
R. La familia es el mundo de las relaciones necesarias, porque lo primero que la familia hace –es otro criterio aristotélico que comparto– es abastecer a sus miembros precisamente de lo necesario: casa, comida, abrigo, y también educación, que es otra necesidad si no física, sí imprescindible para la racionalidad humana (el ser humano no sólo necesita comida como los animales, o agua como los vegetales, sino también de recursos racionales). Sé que hablar de la familia como un lugar de abastecimiento resulta llamativo, pero basta recordar, para darlo por bueno, la comparación que Aristóteles establece entre los seres humanos y el mundo animal.
Esa relación de necesidad, que condiciona nuestra propia libertad, nace por si fuera poco de la sangre, es sanguínea, lo que la refuerza poderosísimamente. No conviene pasar por alto este punto.
P. Así que el ser humano, en tanto que familiar, no es libre.
R. Tal y como yo lo veo, la familia es el mundo de la relaciones heterogéneas –no iguales–, necesarias –no libres–, y además, de acuerdo con el modelo aristotélico, donde se da prioridad a la comunidad sobre cada uno de sus miembros. Esto tiene consecuencias de todo tipo, claro, sin ir más lejos en lo que respecta al aborto, por ejemplo, al debate en torno al derecho que se tiene sobre el propio cuerpo, a los propios deseos. En la familia se forma parte necesariamente de una comunidad que no se puede obviar, que no se puede dejar de tener en consideración.
Se puede hablar de un pensamiento liberal, afectivo, individualista, contractual, que ha desdibujado en parte los contornos de la realidad. Por eso hay tanta frustración en los jóvenes, porque lo que buscan no es lo que realmente hay; creen que encontrarán lo que luego se demuestra que no existe, que no es real.
P. Usted señala que la familia precede a las leyes.
R. Eso es. La familia no pertenece al espacio legal. Los padres que educan recurriendo a leyes equivocan su tarea, que tiene que ver por el contrario con la persuasión, con el mundo de la retórica del que hablaba Aristóteles. La familia es el espacio de la espontaneidad, donde fluyen las emociones, los relatos, la tradición, donde se establece una relación genuina, de naturaleza distinta a la que se establece por ejemplo en la vida pública o en el mundo de la empresa.
“Los padres que educan recurriendo a leyes equivocan su tarea,
que tiene que ver más exactamente con la persuasión”
P. Pero esta relación afectiva a la que se refiere parece contraponerse a la de necesidad que señalaba antes.
R. Puede parecerlo, efectivamente, pero no es así. Las emociones brotan precisamente en el mundo del temperamento y del espacio biológico, que son su tierra fértil necesaria. Las leyes no son sujetos de emociones, y la familia sí.
Se podría decir que en las familias hay convicciones, y no códigos o legislaciones, y que para transmitirlas cada familia emplea su propio lenguaje particular, ininteligible para quien no pertenezca a ella. Se trata de un lenguaje retórico, poético, metafórico.
Esas convicciones profundas –no reglas o normas, insisto, que son otra cosa– son pocas, pero no son negociables, ni tampoco codificables. Son valores familiares que el niño va asimilando de sus padres y abuelos sin necesidad de aludir a ellos explícitamente. Para eso está esa narrativa genuina de la familia de la que hablo, que es muy poderosa.
P. ¿Se refiere a los cuentos?
R. Por ejemplo a los cuentos. Ningún abuelo educa a su nieto empleando un tratado filosófico. Le leerá al niño el cuento de Caperucita Roja, por ejemplo, la historia sobre una niña que siente curiosidad, una curiosidad que puede llevarnos por caminos insospechados, por caminos que a veces tomamos, aun pudiendo ser peligrosos, porque el del bien ya lo conocemos y nos parece un poco aburrido. Y no hay mejor modo de expresar esta idea nada trivial que a través de una fábula.
Esa narrativa de la familia no es algo casual ni anecdótico, sino un vehículo de transmisión, como vemos, muy serio.
P. ¿Se podría hablar entonces de un arte de la persuasión?
R. Sí, de un arte refinado. Esas argumentaciones retóricas, la persuasión –dice Aristóteles–, conecta con el ánimo; la demostración científica conecta en cambio con el intelecto. Por eso la primera mueve a la acción, donde la poética adquiere una importancia extraordinaria, y la segunda ilumina; esa es la gran diferencia.
“Cada familia emplea su propio lenguaje particular para
transmitir profundas convicciones”
P. La poética es muy importante.
R. Desde luego. La poética es exactamente la imagen representada. La familia, antes que nada, es el espacio poético, donde se aprende a ser feliz aun teniendo que hacer frente al sufrimiento, que es algo de lo que no se puede escapar. La familia es un espacio de aprendizaje a través de las representaciones, que son mucho más efectivas, por cierto, que las exhortaciones morales. Las exhortaciones morales no persuaden ni cautivan. Imponer un código es una tarea vacía e infructuosa. ¿Y por qué la poética y la retórica no lo son? Porque son precisamente el lenguaje del corazón, el lenguaje afectivo, estético, de la sensualidad, de la felicidad y de su contrario. En ese sentido, la poética es sumamente pertinente.
Esta idea se desarrolla en un libro extraordinario, Educación, retórica y poética: Tratado de la educación en Aristóteles, de una profesora de la Universidad de Navarra, Concepción Naval. No sólo lo dice ella, hay mucho escrito sobre este asunto, pero en mi opinión es un libro revelador. Es el tema de la visualidad en la familia. La educación de la familia es ‘performativa’: cómo se arregla y se viste uno, cómo se decora la casa, cómo se come y se duerme, cómo se considera y trata a las personas… Una de las lecciones más valiosas que se aprende en la familia es el respeto al otro, un conocimiento que se adquiere a través del lenguaje cotidiano, un lenguaje poético. Si se le da la comida al niño como al perro, perro será, tenderá a ser así. Es importante prestar atención al modo en que se educa y enseña. Vivir entre lo bello y lo placentero es esencial en la educación familiar, porque esas convicciones profundas no son mensajes directos, que recibamos y asimilemos inmediatamente, sino imágenes depuradas en el tiempo, con las que se crece.
P. ¿Y de qué modo podríamos incorporar todo esto a nuestras vidas?
R. Filosóficamente, desde mi punto de vista, la solución pasaría por adoptar un enfoque antropológico, no sólo moral. No sólo porque la segunda vía no sea popular, porque despierte rechazo o recelos, sino porque nos desviaríamos de la cuestión central que aquí se plantea. Si entendemos quiénes somos, es luego mucho más sencillo entender esa cualidad de heterogeneidad propia de la familia, u otras cosas de las que aquí hemos hablado. Es preciso entender quién es el ser humano. Diría también, por otra parte, que quizás necesitemos ser algo menos utópicos, menos idealistas, menos exhortativos, y fijar la atención en la realidad concreta, como decía Aristóteles. Es preciso reparar en la relación familiar tal como es, que es como la naturaleza la establece.